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Tribuna
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Cuba en el 68 y el 68 en Cuba

Fidel Castro y el Che fueron referentes ideológicos de la Nueva Izquierda. Sus ideales se fueron apagando con la invasión soviética de Checoslovaquia, la guerra de Vietnam y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy

Rafael Rojas
NICOLÁS AZNÁREZ

La revolución cubana, qué duda cabe, fue un referente central de los movimientos estudiantiles del 68 en Europa, Estados Unidos y, sobre todo, América Latina. En México, como se lee en las crónicas de Elena Poniatowska o los estudios de Ariel Rodríguez Kuri, el socialismo cubano era un modelo a seguir para muchos militantes de izquierda, que no advertían el entendimiento profundo entre el Gobierno de la isla y el régimen priista. En París, Nueva York o San Francisco, los símbolos cubanos se mezclaban o diluían con otros más poderosos, en aquellos contextos, como la Revolución Cultural maoísta, la oposición a la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles, la Primavera de Praga o los procesos de descolonización del norte de África.

Cuba y Che Guevara, ejecutado en Bolivia en octubre de 1967, formaban parte del repertorio ideológico de la Nueva Izquierda. Varios encuentros celebrados en La Habana, en aquellos años, como la Primera Conferencia Tricontinental de enero de 1966, donde se creó la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL), el congreso de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), en agosto de 1967, y el Congreso Cultural de La Habana, en enero de 1968, adelantaron algunos de los principales tópicos del estallido de aquel año. En las clausuras de todos esos eventos, Fidel Castro criticó la falta de compromiso de la Unión Soviética y el campo socialista de Europa del Este con los movimientos de liberación en el Tercer Mundo.

Durante la primera mitad de los años sesenta, las principales publicaciones de la red intelectual de la Nueva Izquierda (Monthly Review, en Nueva York; The New Left Review, en Londres; Les Tempes Modernes, en París; Cuadernos del Ruedo Ibérico, publicados también en París por el exilio español; Pasado y presente, en Argentina; Marcha, en Uruguay, o La cultura en México, en el DF, mostraron su adhesión al proyecto cubano y se opusieron a la hostilidad de Estados Unidos contra la isla. El símbolo anticolonial de Cuba se veía naturalmente entrelazado con otras causas, como la liberación sexual, la igualdad de género, el antirracismo o el pacifismo. Algunas figuras emblemáticas de aquel giro ideológico, como los británicos Ralph Miliband y Eric Hobsbawm o los franceses André Gorz y Michel Leiris, que intervendrían en la construcción de la plataforma ideológica del 68, viajaron a La Habana al citado Congreso Cultural. Pero mientras Cuba era un símbolo actuante en las calles, París, Berlín, la ciudad de México o las universidades de Estados Unidos, en la isla las ideas del 68 eran reprimidas como valores anarquizantes y revisionistas. El poder cubano promovió o toleró algunos laboratorios de asimilación de tesis de la Nueva Izquierda, como la revista Pensamiento Crítico (1967-1971), hasta que decidió clausurarla en medio de la sovietización institucional del país. Desde 1966, Casa de las Américas se opuso a la estética y la política del boom de la nueva novela latinoamericana, defendidas por Emir Rodríguez Monegal, Carlos Fuentes y las revistas Mundo Nuevo y Libre, que, a su vez, denunciaron la homofobia en la isla, la represión contra los intelectuales y el encarcelamiento y juicio contra el poeta Heberto Padilla.

La adopción oficial de una ideología marxista-leninista de corte soviético vino a reactivar el racismo y el machismo, la homofobia y la misoginia, sobre nuevas bases doctrinales. Líderes del movimiento feminista, como Susan Sontag, o de los Black Panthers, como Eldridge Cleaver, constataron esa rearticulación de los mecanismos excluyentes y autoritarios del capitalismo democrático bajo el socialismo burocrático. El marco teórico soviético favorecía esa nueva modalidad autoritaria porque, en el fondo, proponía una idea más homogénea y verticalista de la comunidad que la del liberalismo. El de 1968 fue el año en que la dirigencia revolucionaria decidió avanzar resueltamente hacia esa reconfiguración de la sociedad cubana y para ello debió reforzar la hegemonía de Estado y, a la vez, eliminar a los últimos rivales de Fidel Castro dentro del viejo partido comunista.

El marco teórico soviético proponía una idea más homogénea y verticalista de la comunidad

La relación de complementariedad que existía entre la llamada ofensiva revolucionaria y el “proceso de la microfacción” se hizo evidente. Mientras era descabezado lo que quedaba del grupo de Aníbal Escalante y otros dirigentes prosoviéticos del viejo Partido Socialista Popular, que disputaban a los Castro la interlocución privilegiada con Moscú, toda la economía de la isla pasaba a manos estatales por medio de la incautación de los pequeños negocios y empresas familiares de servicio. En 1968 ya estaban liquidados los últimos focos de la oposición armada en El Escambray, las cárceles cubanas se habían llenado de decenas de miles de presos políticos y la reclusión y disciplinamiento de homosexuales y “antisociales”, iniciados con las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), se habían incorporado al sistema penitenciario del país.

La mejor plasmación de las ideas anti-68 en Cuba está en los documentos del Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971. Allí la homosexualidad, el rock and roll, el hipismo, la moda occidental y las vanguardias artísticas y literarias quedaron englobados en conceptos como “libertinaje”, “extravagancia” y “diversionismo ideológico”. El marxismo crítico occidental se asumió como una corriente “revisionista”, que distorsionaba el mensaje central de los fundadores del comunismo en el siglo XIX. Si en el Congreso Cultural de La Habana de 1968 había predominado el enfoque gramsciano de comprensión de la cultura, la sociedad civil y los intelectuales, en este de 1971 se definirá el arte como “arma de la revolución, producto de la moral combativa de nuestro pueblo e instrumento contra la penetración del enemigo”.

Hubo un criollismo estalinista que estigmatizó la cultura popular afrocubana

En contra de una valiosa corriente de la teoría cultural cubana, que entre Fernando Ortiz y Walterio Carbonell llamó a cuidar que las tesis del mestizaje y el nacionalismo no sirvieran de plataforma para la hegemonía blanca, la nueva política cultural estableció el dogma de que “en la etapa colonial lo africano se había fundido con lo español formando las bases de lo que será la cultura cubana”. La premisa republicana de que el cubano era “más que blanco, más que negro, más que mulato”, de José Martí, se vio reforzada por el principio marxista-leninista que subordinaba todos los problemas sociales del país al conflicto de clases. Se produjo entonces un criollismo estalinista que estigmatizó la cultura popular afrocubana, la religión católica y la rica tradición de la alta literatura de la isla.

Cuando Fidel Castro respaldó la invasión soviética de Checoslovaquia en el verano de 1968 se inició en Cuba un acelerado proceso de abandono de los ideales de la Nueva Izquierda que daría su mayor rendimiento en 1971, con el arresto del poeta Padilla, el cierre de la revista Pensamiento Crítico y el citado Congreso de Educación y Cultura. El 68, como recordaba recientemente Todd Gitlin en The New York Review of Books, fue también “el año de la contrarrevolución”, de los tanques soviéticos en Checoslovaquia, de la masacre de Tlatelolco, de la guerra de Vietnam y de los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy. En aquel verano, en La Habana, como en Praga o en Memphis, ganaron los contrarrevolucionarios.

Rafael Rojas es historiador.

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