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Tribuna
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El éxito es el poder perenne

La izquierda en Cuba y Venezuela considera que el líder debe gobernar eternamente

Rafael Rojas
Nicolás Maduro, presidente de Venezuela
Nicolás Maduro, presidente de VenezuelaREUTERS

Nicolás Maduro ha demostrado en muy poco tiempo que puede hacer con el sistema político venezolano lo que él quiera. Antes de la instalación de una Asamblea Constituyente perpetua, que desahució el poder legislativo legítimo, Maduro se sabía en desventaja y postergó indefinidamente las elecciones. Luego, con la subsiguiente fractura de la oposición y el paso de una parte de ella al abstencionismo, anunció elecciones para fines de 2018. Ahora, con todos los poderes en la mano y el movimiento opositor neutralizado, adelantó las elecciones presidenciales para el 22 de abril y luego las pospuso para el 20 de mayo.

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Maduro, cuya impopularidad en Venezuela no pone en duda ningún analista o encuestadora de prestigio, buscará la reelección y nada impide que la consiga. Tal y como sucedió en las pasadas elecciones municipales, el madurismo puede ganar las elecciones presidenciales porque ha creado las condiciones que lo permiten: un golpe de Estado parlamentario, una autoridad electoral y judicial controlada por el Gobierno y una oposición dividida por una tramposa oferta de negociación. El resultado de esta eficaz maniobra es que a dos meses de las elecciones, la oposición carece de un candidato de unidad.

Maduro se reelegirá a sí mismo, con la complicidad de todos los poderes públicos en Venezuela, menos la Asamblea Nacional, que carece de autoridad real. La reelección será una autoelección, como las de Porfirio Díaz en México a fines del siglo XIX. Ni Antonio Guzmán Blanco o Juan Vicente Gómez, dos dictadores venezolanos que lo precedieron, llegaron a tanto porque entre uno y otro Gobierno permitieron breves periodos de alternancia en el poder.

La reelección de Maduro se producirá un mes después de que en Cuba tenga lugar la sucesión de poderes entre Raúl Castro y el designado para sucederlo por él mismo y el Partido Comunista de Cuba. Esa también será una autoelección, que seguramente ya se produjo. La votación indirecta del nuevo Consejo de Estado por los delegados a la Asamblea Nacional no puede alterar ese libreto ya escrito. El 19 de abril Raúl Castro entregará el poder a un sucesor que jurará continuidad absoluta a la política cubana del último medio siglo.

La Guerra Fría fue la escuela de Fidel y Raúl Castro, quienes trasmitieron esa manera de operar a Hugo Chávez, el mentor de Nicolás Maduro

A quien sea el sucesor, por ejemplo Miguel Díaz Canel, lo veremos, probablemente, unas semanas después, en Caracas, en la toma de posesión de Nicolás Maduro, relanzando la alianza entre Venezuela y Cuba. Hay una rotunda predictibilidad en esos autoritarismos caribeños, que asocian el éxito político a la retención indefinida del poder por la misma persona. La inevitable excepción que tendrá lugar en Cuba, dada la avanzada edad de Raúl Castro, será compensada, en la izquierda autoritaria latinoamericana, por la permanencia de Nicolás Maduro al mando de Venezuela.

Esa izquierda padece de una confusión irremediable entre legitimidad política y perennidad del mandato. Piensan esos líderes, discípulos de Fidel Castro, que quien posee la razón y la verdad —ideológicamente definidas, por supuesto— es el que detenta el poder más tiempo o perpetuamente. El líder debe gobernar eternamente porque la permanencia es la medida de su triunfo contra los enemigos. La única manera de aceptar la alternancia, como en Cuba, es sobre la base de un blindaje institucional del sistema contra cualquier apertura o reforma.

La evidente coordinación que hay entre la reelección en Venezuela y la sucesión en Cuba, en abril y mayo de este año, vuelve a poner en evidencia el peso de la geopolítica en las opciones de la izquierda autoritaria latinoamericana. La Guerra Fría fue la escuela de Fidel y Raúl Castro, quienes trasmitieron esa manera de operar a Hugo Chávez, el mentor de Nicolás Maduro. No imaginan esos líderes otra forma de conducir sus naciones que no sea a través de alianzas internacionales, basadas en una afinidad ideológica orientada contra la validez universal del orden democrático.

Se comprobó en la reciente cumbre del ALBA, en Caracas, donde Raúl Castro sostuvo el asombroso argumento de que los Gobiernos latinoamericanos que no pertenecían a esa alianza —la gran mayoría de la región— eran las “verdaderas dictaduras disfrazadas de democracias”. Venezuela, según el líder cubano, no era una dictadura porque en ese país se habían realizado “20 procesos electorales”, suponemos, desde la llegada de Hugo Chávez al poder. Una mecánica identificación entre democracia y elecciones que deja al descubierto la naturaleza dictatorial del régimen cubano, ya que en esa isla del Caribe no se realizan elecciones competidas desde hace más de sesenta años.

Rafael Rojas es historiador.

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