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Tribuna
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La mala práctica del contragolpe

Detrás del inmovilismo de La Habana, detrás de la postergación de reformas hay una mezcla de inseguridad y despotismo, de confusión entre poder hegemónico y dominación absoluta, pero también de miedo al cambio

Rafael Rojas
EVA VÁZQUEZ

Las recientes medidas para reforzar el embargo comercial a Cuba del Gobierno de Donald Trump son una buena muestra de lo que el Che Guevara llamaba “revolución a contragolpe”. Trump busca diferenciarse de Barack Obama a toda costa, aunque recurra a la contradicción de ser realista con Rusia y China e idealista con Venezuela y Cuba. Los efectos nocivos de esa manera de entender y practicar la diplomacia, por casi sesenta años, están a la vista del mundo: no sólo en Estados Unidos, también en Cuba. El contragolpe era justificable en la Guerra Fría, pero no en tiempos globales.

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Muerto Fidel Castro y restablecido el vínculo diplomático con Washington, algunas de las más importantes decisiones del Gobierno cubano siguen siendo gestos de contragolpe a su vecino. Cuando el séptimo congreso del Partido Comunista de Cuba, en abril de 2016, decidió frenar las reformas emprendidas en 2012, partió del diagnóstico de que la estrategia de Barack Obama estaba minando la solidez ideológica del régimen. Regresar al discurso de barricada, atacar al “centrismo” académico, apostarle todo a la supervivencia de Nicolás Maduro en Venezuela, respaldar la carrera armamentista de Corea del Norte y secundar la campaña de descalificación contra la candidatura de Hillary Clinton, operada desde Moscú, fue la manera en que el Gobierno de Raúl Castro creyó recuperar el control, luego del viaje de Obama a La Habana.

Ahora, con el previsible deterioro de las relaciones con Donald Trump y ante la falta de respuestas convincentes de La Habana a las acusaciones de irresponsabilidad por supuestos ataques acústicos contra diplomáticos de Estados Unidos y Canadá en la isla, el Gobierno cubano vuelve al contragolpe. El canciller Bruno Rodríguez se reúne en Washington con residentes cubanos en Estados Unidos, partidarios suyos, y anuncia una serie de medidas que flexibilizan el vínculo con una parte de la diáspora. Se trata de decisiones que profundizan la reforma de diciembre de 2012, pero que no remueven el núcleo de la restricción de derechos económicos, civiles y políticos de los emigrantes cubanos en su país de origen.

El PC de Cuba frenó en 2016 las reformas por creer que Obama minaba la solidez del régimen

La “habilitación del pasaporte”, que reemplazó el viejo “permiso de salida”, se elimina, pero ahí sigue, como mecanismo de control político y fuente de ingresos consulares, la prórroga del documento oficial cada dos años. Las facilidades para que los hijos de emigrantes cubanos se repatrien, sin necesidad de avecindarse en la isla, pueden favorecer a miles de familias que perderían sus propiedades por el no reconocimiento del derecho de poseer o heredar viviendas a los exiliados. La despenalización del regreso de los emigrantes ilegales también es buena noticia, sobre todo, para las decenas de miles de balseros que han llegado a las costas de Estados Unidos en las últimas décadas.

Otras medidas como la libertad de acceso a las marinas de Varadero y La Habana están dirigidas a la captación de divisas del turismo cubano-americano. Se trata de un paso más en la dirección del capitalismo segmentado que se está construyendo en Cuba desde hace años y que seguirá acentuando la diferenciación social, toda vez que la apertura del mercado interno y el crecimiento del sector no estatal se ven sometidos a constantes y arbitrarias limitaciones. Esas libertades privilegiadas se suman a un nuevo orden, cada vez más estamentado, en el que la falta de derechos civiles y políticos básicos se ve compensada por una distribución selectiva de derechos económicos.

El jurista e historiador cubano Julio César Guanche, de Flacso, Ecuador, ha observado recientemente que las nuevas medidas migratorias se aplican desde una obsoleta legislación de ciudadanía. Dos intentos de producir una nueva Ley de Ciudadanía en Cuba, en los años ochenta y noventa, fueron postergados por el Gobierno. El capítulo II de la Constitución vigente en Cuba, la de 1976 reformada en 1992, está prácticamente calcado de la Constitución de 1940, entre sus artículos 8º y 18º. Como otras constituciones del populismo o el nacionalismo revolucionario, en América Latina y el Caribe a mediados del siglo XX, aquella rechazaba la doble ciudadanía y limitaba los derechos de los emigrantes en su patria. Conforme crecen las comunidades migratorias, las leyes de ciudadanía se abren en toda la región, menos en Cuba.

Si las políticas se subordinan al conflicto bilateral con EE UU, el Estado pierde autonomía

La misma crítica podría extenderse al registro de derechos civiles y políticos concedido por el régimen constitucional actual. Desde hace años el marco constitucional cubano ha sido rebasado por la complejidad social de la isla y la diáspora, pero la máxima dirigencia del Estado y el partido no se decide a acortar la distancia entre la ley y la vida. Por qué no lo hace es una pregunta difícil de responder, ya que algunas reformas constitucionales no necesariamente alterarían el sistema político y hasta lo harían más funcional en el siglo XXI. Detrás de la postergación de reformas hay una mezcla de inseguridad y despotismo, de confusión entre poder hegemónico y dominación absoluta, pero también de miedo al cambio.

Antes de que el Gobierno cubano reaccionara contra la política de Obama, Raúl Castro y otros dirigentes de la isla anunciaron reformas constitucionales y nuevas legislaciones en materia electoral, de asociaciones y de medios de comunicación. Todos esos cambios, necesarios para el propio régimen, se aplazaron deliberadamente y el Gobierno se enfrascó en una exhaustiva neutralización del movimiento opositor, que llegó al extremo cuando el vicepresidente y posible sucesor, Miguel Díaz Canel, anunció un plan para evitar que los candidatos independientes resultaran nominados en los comicios de base.

De manera que el inmovilismo cubano está enfrascado en una lucha paralela contra la oposición y la reforma, contra el cambio rápido y el lento, contra Obama y contra Trump. Buena prueba de esa intransigencia es que el mismo canciller que hoy declara en Washington que “mientras Estados Unidos cierra, Cuba abre”, en réplica a la política de Trump, hace un año calificaba la política de Obama como un “ataque”. De una colaboración inteligente con los sectores liberales y aperturistas de Estados Unidos se pasó a la fácil y predecible táctica del contragolpe, que pone en duda el supuesto ideario soberanista del Estado cubano.

La plena soberanía implica la independencia del Estado para desarrollar las políticas públicas que favorecen a la ciudadanía. Si el diseño de esas políticas se subordina a un conflicto bilateral, el Estado pierde autonomía, es decir, se vuelve dependiente del diferendo. La peor herencia del principio del contragolpe en Cuba es que la ideología y la diplomacia han acabado colonizadas por la geopolítica. Hoy por hoy, para el Gobierno cubano, sigue siendo más importante pregonar como un triunfo el voto mayoritario contra el embargo comercial, en la ONU, que dotar las próximas elecciones legislativas y la sucesión de poderes de febrero de 2018 de un mínimo de normatividad democrática.

Rafael Rojas es historiador.

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