Autonomía universitaria
La celeridad en las pesquisas ayudará a frenar el daño provocado en la institución
El ministro portavoz del Gobierno apeló el pasado viernes a la autonomía universitaria para evitar responder a las cuestiones que los periodistas le plantearon en torno a la responsabilidad política de la presidenta de la Comunidad de Madrid por las irregularidades del máster que expidió a su nombre la Universidad Rey Juan Carlos (URJC). El también ministro de Educación se servía entonces del derecho constitucional a la citada autonomía para centrar en la universidad la obligación de ofrecer las explicaciones que permitieran esclarecer los detalles de un proceder académico nada ortodoxo. Aunque el argumento se encaminaba a eximir de responsabilidad a la principal beneficiada de todo este escándalo, no le faltaba algo de razón a Méndez de Vigo al interpelar a la universidad concernida sobre la forma de prestar el servicio público para el que fue creada.
Efectivamente, no está de más recordar que la Constitución reconoce el derecho a la autonomía universitaria con el fin de garantizar un ecosistema que, libre de cualquier injerencia, se convierta en el entorno más adecuado para la creación científica y la transmisión del conocimiento. Se trata, en suma, de poner a disposición del sistema universitario una protección jurídica constitucional que actúe a modo de dique de contención frente a cualquier intento grosero de control institucional o manipulación por cualquier grupo de poder. Desde este planteamiento, entristece lo que viene ocurriendo en la URJC. No parece que sea el principio de autonomía universitaria el que haya inspirado precisamente la manera de proceder de algunos de sus miembros. Más bien al contrario. Los hechos conocidos hasta el momento solo parecen cobrar sentido como una concesión graciosa de quienes disponían de poder académico en ciertas titulaciones hacia quienes detentaban en la política una posición pretendidamente merecedora del citado privilegio. Tampoco se explica de otra manera la falta de atención, esfuerzo y dedicación que prestó a los estudios quien posteriormente obtuvo un título a pesar de no haber cumplido con las mínimas obligaciones académicas que, sin embargo, sí se exigieron diligentemente al común de los estudiantes. La investigación ordenada por la propia universidad con el apoyo y supervisión de la CRUE, así como la que se instruye en los tribunales desvelan ya datos suficientes como para intuir el verdadero alcance de las responsabilidades administrativas y penales de las conductas que proliferaron sin control.
Esta celeridad en las pesquisas contribuirá, en parte, a frenar el daño provocado en la reputación de la propia universidad. De hecho, aunque nada de lo ocurrido puede interpretarse como el modo de proceder habitual entre funcionarios públicos, conviene no restar gravedad al caso y ser muy eficaces en la tarea de identificar a quienes pervierten la honorabilidad del sistema trenzando una turbia red de intereses ajenos a lo estrictamente académico. Solo si los casos de mala praxis detectados son sancionados de forma contundente y ejemplar podremos conservar la confianza de la sociedad en el sistema de educación superior. Los universitarios debemos hacerlo por sentido de la decencia, pero también por respeto a nuestra autonomía universitaria.
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