Esclavitud de cátedra
El secreto de la supervivencia de las universidades reside en su capacidad de mantenerse a una distancia prudencial del poder
Piensa en las empresas más viejas que conozcas. ¿Cuánto llevan entre nosotros? Seguramente, unas pocas décadas. A lo sumo, un par de centurias. Recuerda cuándo se crearon los actuales Estados europeos. O cualquier ente histórico que, desde su fundación, haya seguido operando con normalidad hasta el día de hoy. Los más antiguos tendrán, como mucho, cuatro o cinco siglos de vida.
Ahora piensa en las universidades más antiguas. Bolonia (1158), Salamanca (1218), Cambridge (1231), Oxford (1248) o Complutense (1293), entre otras, echaron sus raíces en la lejana Edad Media. Y ahí siguen, aguantando el paso del tiempo como orgullosas catedrales. Posiblemente, con la excepción de la Iglesia (que, no por casualidad, es la madre de las universidades), no existe sobre la faz de la Tierra animal organizacional más longevo que la universidad. Lo resiste todo: epidemias, tiranos, revoluciones, disrupciones tecnológicas, etcétera.
Y el secreto de su supervivencia reside en su capacidad de mantenerse a una distancia prudencial del poder. Desde su más tierna infancia, las universidades muestran un marcado instinto de independencia. Ningún dominio terrenal, ni eclesiástico, puede subyugarlas completamente. Y, gracias a sus habilidades sociales, las universidades tejen complicidades con las fuerzas vivas de la comunidad. Así soportan, cuando no instigan, todo cambio social.
Por ello resulta intrigante el caso Cifuentes. Pues revela un modus operandi en la Universidad Rey Juan Carlos que choca con la piedra filosofal de la universidad: aspirar a ser libres, no dependientes, del poder político. En la URJC, por el contrario, los contactos políticos adecuados se han traducido en nombramientos universitarios, en financiación discrecional, o en la expedición de títulos ad hoc.
Un sistema universitario que permite esos desmanes corre peligro. Si profesores y catedráticos anteponen el principio de obediencia debida, de lealtad ciega, a la sacrosanta neutralidad docente y científica, la universidad pierde su motor espiritual. No se puede enseñar ni investigar desde la esclavitud de cátedra. @VictorLapuente
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