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escalera interior
Columna
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Mi marido nos hace la foto

Almudena Grandes

Mi relación con los lectores masculinos ha ido cambiando en un proceso largo, peculiar. Al principio me leían, pero no venían a verme.

HACE UNOS diez años, en la Feria del Libro de Madrid, un lector anónimo, porque no me dijo cómo se llamaba, me otorgó por su cuenta el premio literario más valioso y especial que he recibido en mi vida.

—No te voy a comprar el libro —me gritó desde el centro del paseo, señalando con el dedo a los lectores que esperaban con El corazón helado en la mano— porque ya lo he leído, pero voy a decirte una cosa que te va a encantar.

Entonces me contó que su mujer había comprado mi novela porque le gustaban las historias de amor y que él sólo se había decidido a leerla cuando se enteró de que tenía que ver con la memoria, porque ese tema sí le interesaba.

—Bueno —concluyó al rato, mientras todos, lectores, libreros, yo misma, le mirábamos expectantes—, pues al final… ¡Lo que me enganchó fue la historia de amor!

¿Por qué los lectores varones se resistían con tanto ahínco a aceptar que la voz de una mujer podía alcanzar una resonancia tan universal como la de cualquier hombre?

Le debo mucho a aquel lector al que no podría reconocer si volviera a verle, porque su confesión fue un precioso indicio de que mi relación con los hombres lectores de ficción estaba cambiando. Hasta aquel momento, siempre me había inquietado mucho su resistencia a leer lo que solían describir como “novelas de mujeres”, ya fueran mías o de cualquier otra escritora. Yo repasaba la lista de los libros que se apoderaron de mi adolescencia para convertirme en la persona que soy, y recordaba títulos como La isla del tesoro, sin otro personaje femenino que Mrs. Hawkins, que desaparece tras unas pocas páginas; Robinson Crusoe o incluso Moby Dick, donde la única hembra es una ballena asesina. Si a mí esas novelas espléndidas me habían ayudado a comprender el mundo, a forjar una mirada propia, a acumular emociones, experiencias estrictamente mías y, por tanto, femeninas…, ¿por qué los lectores varones se resistían con tanto ahínco a aceptar que la voz de una mujer podía alcanzar una resonancia tan universal como la de cualquier hombre? Gracias a aquel lector anónimo comprendí que ese muro absurdo empezaba a desmoronarse, y así ha sido. Desde entonces, mi relación con los lectores masculinos ha ido cambiando en un proceso largo, peculiar, con etapas bien definidas.

Al principio, me leían, pero no venían a verme, excepto si eran jóvenes. Más allá de la barrera de los 40, su presencia en actos y presentaciones no llegaba a ser excepcional, pero sí muy minoritaria, aunque a menudo una mujer me traía un libro para que se lo dedicara a su marido o, aún con más frecuencia, a los dos. Luego su presencia se fue haciendo más habitual, pero mientras los muchachos de 20, los jóvenes de 30 años, se ponían en la cola con naturalidad y me contaban su historia con el mismo desparpajo que cualquiera, los señores mandaban a sus mujeres por delante y esperaban al fondo de la sala. Con el tiempo, se han ido acercando más, pero la verdadera revolución ha llegado hace muy poco.

—Bueno, y ahora mira hacia allí —la lectora de turno estira el brazo y señala con su dedo a un señor que está a su lado, o justo delante del estrado—, que mi marido nos va a hacer una foto…

Ahora, mis lectores se han convertido en fotógrafos. No puedo verlos bien porque ellos me miran a través de sus móviles, un rectángulo perpendicular u horizontal que tapa buena parte de su cara. Sus mujeres les dan instrucciones, los animan, los regañan, ¡hay que ver, hijo mío, qué lento eres!, mientras me tratan como lo que son, personas que me conocen muy bien, aunque nunca nos hayamos visto antes. Entonces pienso que también me gustaría conocerles a ellos, verles la cara entera, averiguar lo que les gusta y lo que no, los motivos que los han empujado a compartir conmigo una tarde lluviosa o una soleada mañana de domingo. Y me pregunto si el temor reverencial que les infunde mi presencia les mantiene a la misma distancia de seguridad cuando el autor es un hombre, o si se comportan de una forma diferente con mis colegas masculinos.

—¡Ahí, ahí! Mi marido nos hace la foto…

A veces hay dos o tres con el teléfono preparado y tengo que preguntar para no confundir al marido de uno con el de otra. Cuando el interesado sonríe, y se destapa la cara para identificarse antes de volver a mirarme a través del objetivo, experimento una pequeña y placentera sensación de victoria. 

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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