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Stephen Hawking
Columna
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Un gran físico como cualquier otro

De la mente de Hawking han salido algunas de las teorías más impactantes sobre la relatividad general y los agujeros negros

El físico británico Stephen Hawking. En vídeo, obtención del Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Ciencias BásicasFoto: atlas | Vídeo: GETTY IMAGES | ATLAS
Javier Sampedro

Tal vez el aspecto más sorprendente de la personalidad de Stephen Hawking era lo poco que le importaba su enfermedad. Durante el medio siglo largo que convivió con ella, se empeñó en llevar una vida normal –dentro de lo normal que pueda ser la vida de un físico teórico— y lo más chocante es que lo consiguió en una gran medida. Lo primero que hacía al despertar cada mañana era zamparse medio kilo de chuletas de cordero, ignoro si por prescripción médica, y largarse a su laboratorio de Cambridge sin preocuparse lo más mínimo por el considerable enredo logístico que ello suponía.

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Como cualquier científico, pasaba el día leyendo los papers (artículos técnicos) recién publicados por sus colegas y competidores en el área, atendiendo a su correo electrónico, ejerciendo como tutor de sus estudiantes de doctorado e investigadores posdoctorales y, sobre todo, escribiendo ecuaciones en su ordenador de alta tecnología. De esas fórmulas emanadas de su mente extraordinaria han salido algunas de las teorías más impactantes sobre su área de estudio, la relatividad general y los agujeros negros. Un físico teórico como tantos.

Debe haber algo especial en la fisiología de la sonrisa y de la risa, porque a pesar de que la enfermedad había desconectado su cerebro de casi todos los músculos de su cuerpo –la principal excepción era el famoso dedo índice que le permitía manejar el ordenador—, Hawking se reía cuando algo le hacía gracia. Sin emitir carcajadas ni sonido alguno, pero abriendo la boca en una sonrisa amplia que daba gloria verla. Y una de sus pasiones favoritas, aparte de la música, era reunirse con amigos en casa al acabar el trabajo diario. Allí se cenaba, se bebía vino con generosidad británica y se reía, sobre todo se reía.

Sus lectores conocían muy bien su agudo sentido del humor. Por ejemplo, cuando trataba del efecto relativista de la dilatación temporal, Hawking explicaba que un pasajero que diera la vuelta al mundo en un avión envejecería unas fracciones de segundo menos que sus amigos que se hubieran quedado en tierra. “Naturalmente”, añadía, "este efecto rejuvenecedor quedaría anulado con creces por la comida que sirven en los aviones”. También era conocida su ley de Hawking sobre la edición divulgativa: “Cada ecuación que introduces en un libro reduce las ventas a la mitad”. Y, por supuesto, nunca se separó del muñeco que representaba su aparición en Los Simpson, que se ocupaba un lugar prominente en su despacho de Cambridge.

Es probable que parte del público haya tenido dudas sobre su honradez intelectual, sobre si Hawking se ha aprovechado de su condición neurológica para vender su imagen, sobre si su persistente y entusiasta producción divulgadora, incluso su activismo público, han hecho un bien o un mal a la ciencia. Son dudas comprensibles, pero seguramente injustas. Hawking no es distinto de otros grandes científicos –de Galileo a Einstein y más acá— en su convicción de que la ciencia debe salir de los laboratorios y alcanzar a un público más general que los círculos especializados. Difícilmente esto puede haber hecho ningún daño a la ciencia, más bien todo lo contrario.

Y, aunque es cierto que el físico aprovechó su fama mundial para hacer activismo científico, las causas que apoyó así fueron siempre bien nobles, como presionar por el desarme nuclear y advertir de los graves riesgos que supone para la humanidad la irracionalidad medioambiental que está calentando el planeta y contaminando sus tierras y sus océanos, para resaltar la fragilidad de nuestro mundo y la conveniencia de empezar a explorar las posibilidades de colonizar otros en el futuro. Lo dicho, un gran físico como cualquier otro.

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