Los peligros del autorretrato
EL PASADO 5 de febrero nevó en Madrid, de modo que Rajoy, víctima de un automatismo medular, salió a los jardines de La Moncloa para hacerse un selfie que luego colgaría en Twitter.
-Fotografíame mientras me fotografío- debió de ordenarle a un colaborador, provocando esta imagen redundante y confusa al mismo tiempo.
Tal vez ni siquiera lo pidió. Quizá se le ocurriera a un responsable de imagen porque era la manera de mostrar al presidente en un acto medio íntimo. De hecho, uno se mira en el objetivo de la cámara como se miraría en el espejo del cuarto de baño. La cámara del móvil ha convertido la realidad en un aseo con plato de ducha, de ahí que volvamos la vista con pudor cuando sorprendemos a alguien en el acto de retratarse.
Las meninas es el selfie más conocido del mundo. Me voy a pintar mientras pinto la historia de España, se dijo Velázquez. Solo que en Las meninas hay complejidad, también perplejidad, hay investigación, deseo de saber. En ese cuadro, el pintor se asoma al abismo representado por el Otro (añadan a estas cuatro urgencias el estudio que Foucault publicó en Las palabras y las cosas). Rajoy, en cambio, no se asoma a nada al asomarse a sí mismo. Ni siquiera se le pasa por la cabeza la dimensión suicida que contiene cualquier autorretrato que se precie. Casi nos interesa más la persona ausente que ha corrido para obtener la foto en la que su jefe se fotografía. Ese subordinado se ha hecho, sin quererlo, una etopeya o retrato moral. De ahí, tal vez, que su instantánea apareciera en el periódico sin firma. Sin duda, no le gustó cómo salía.
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