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Columna
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Rectificar

El independentismo y la derecha han vivido de los incentivos partidistas

El presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent, en el parlament, el pasado 31 de enero. En vídeo, entrevista al presidente del Parlament en RAC1.Foto: atlas | Vídeo: Albert Garcia (EL PAIS) | Atlas
Josep Ramoneda

Fuente inagotable de gestos efectistas, el conflicto catalán seguro que seguirá dando sorpresas. Pero la prudente decisión de Roger Torrent de aplazar el debate de investidura, siendo un pequeño paso, ha tenido el efecto de poner a los distintos actores en la tesitura de llamar a las cosas por su nombre. Por más que Puigdemont insista en “no hay otro candidato posible” que él mismo, el futuro inmediato de la cuestión catalana depende de que voces autorizadas del independentismo digan a sus electores lo que todos saben pero casi todos callan: que Puigdemont no será presidente.

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A partir de aquí las cosas irían rodando hacia el único objetivo razonable que se puede proponer el independentismo a corto plazo: elegir nuevo presidente, formar un Gobierno con programa de amplio espectro, que le permita sacar al país de la incertidumbre, y seguir su camino buscando alianzas más allá de su territorio natural. A Puigdemont le tocará decidir si, atrincherado en su núcleo duro, provoca un arriesgadísimo escenario de prolongación del artículo 155 y de repetición electoral (de alto riesgo para el independentismo) o si reconoce los límites de su posición, que el mismo provocó al negarse a convocar elecciones en octubre, y deja paso para que se puedan recuperar las instituciones ya.

Naturalmente, un Gobierno nuevo en Cataluña no impedirá que, por lo menos, la mitad de su mandato transcurra entre un carrusel judicial de inculpaciones y condenas de personalidades del soberanismo que garantiza momentos de alta tensión. Pero significa el reconocimiento por parte del independentismo de que no tiene capacidad —ni mayoría suficiente, ni potencias internacionales de apoyo, ni poder económico aliado, ni fuerza insurreccional— para imponer la independencia por vía unilateral.

Si se quiere que sea el principio de un tiempo nuevo en las relaciones entre Cataluña y España es necesario que la otra parte —el Gobierno y los que le han apoyado— demuestre también capacidad de rectificación. Y reconozca que la subrogación de responsabilidades políticas por parte de Rajoy a otras autoridades del Estado va a complicar enormemente la etapa que ahora se abre. Rajoy o quien gobierne en España en los próximos años debería ser consciente de que este problema nunca tenía que haber salido de la política y son los gobernantes y no los jueces quienes tienen la obligación de encauzarlo. El Gobierno debería hacer lo que esté en su mano para rebajar la presión judicial.

El independentismo y la derecha española han visto incentivos partidistas en la confrontación y, en parte, han vivido de ellos. De este episodio deberían aprender que Cataluña no tiene capacidad para romper pero sí para desestabilizar España, aunque sería la primera en pagarlo caro; y que si las cosas van mal en Cataluña, irán mal en toda España. De momento el deterioro de la democracia española ya es preocupante.

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