La moral del vertedero
HE AQUÍ UN fotograma de una película de terror. Tal es lo que pensaríamos de no saber que la imagen pertenece a la realidad. Observen la expresión de susto de la niña, atrapada entre una madrastra de cuento infantil y un general de bigotito fascista que le susurra lo que debe decir a los informadores. La niña creció, se convirtió en uno de ellos y ha fallecido a los 91 años con una fortuna inicua de la que viven varias generaciones de botarates. A los tres, en fin, se los ha llevado el tiempo y la historia por el mismo desagüe por el que desaparecieron las toneladas de retratos de Franco que durante 40 años colgaron de las paredes de los despachos de todos los Ministerios, de todas las escuelas o universidades, de todos los ambulatorios de la Seguridad Social, de todos los centros públicos, en fin, o semipúblicos, además de en numerosos domicilios particulares. Toneladas, decíamos, de retratos que las imprentas reproducían sin cesar. De amontonarlos, llegarían hasta la Luna, quizá hasta Marte, no es posible saberlo, nadie ha realizado todavía el cálculo. Si hubiéramos confeccionado con su masa una pelota enorme a la que una hormiga diera vueltas sin salirse del surco, apenas habría profundizado medio milímetro y la eternidad apenas habría comenzado. Muchos de esos retratos permanecerán en sótanos húmedos, devorados por los parásitos del papel y del cartón, que no hacen ascos a nada, pero la mayoría se ha esfumado de un modo que no deja de sorprender si pensamos que no hay en el mundo vertederos moralmente preparados para la eliminación de esta clase de detritus.
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