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EL PULSO

El sueño del buen sueño

Tom Brady, jugador de fútbol americano, con el pijama inteligente que ha diseñado. Mientras duerme, consigue recuperar sus músculos.
Tom Brady, jugador de fútbol americano, con el pijama inteligente que ha diseñado. Mientras duerme, consigue recuperar sus músculos.
Martín Caparrós

Ahora que dormir bien es la nueva moda, los artefactos “inteligentes” cruzan la última frontera: nuestro descanso.

LA INTELIGENCIA ATACA. Vivimos en un mundo donde casi todo dice ser inteligente: los teléfonos, las casas, los automóviles, los hornos, incluso Dios —o algunos de ellos. Siempre que hablemos, claro, de inteligencia artificial. La más natural, la más intransferible de las calidades del hombre —su inteligencia— se ha transformado últimamente en un artificio que intentamos agregar a cualquier cosa. Literalmente: a cualquier cosa. Ahora, por ejemplo, los pijamas.

Una empresa americana, Under Armour, acaba de lanzar sus “pijamas inteligentes”: dicen que son una creación de Tom Brady, la gran estrella de su fútbol y marido de Gisele Bündchen, que descubrió que los rayos infrarrojos enviados por la biocerámica que usaba para desinflamar y recuperar sus músculos también lo ayudaban a dormir mejor. Entonces la empresa consiguió mezclar un gel de esa biocerámica en el tejido de sus pijamas y los hizo reconfortantes y dizque inteligentes.

O no tanto, pero vale la intención: queremos controlar también qué hacemos cuando no hacemos nada que podamos controlar. El sueño es, en ese sentido, una de las últimas fronteras. Y en estos tiempos de obsesión con los cuerpos —los propios, los ajenos, los confusos—, las ciencias y técnicas del sueño ocupan cada vez más espacios y personas, producen cada vez más apetitos.

Hace poco un artículo del New York Times proclamaba en su título que “El sueño es el nuevo símbolo de status” —y reseñaba las investigaciones de los mejores laboratorios americanos, los inventos de las empresas más osadas. En el sueño —en el sueño perdido, en su búsqueda— hay también toneladas de dinero. Y el pijama inteligente no es, por supuesto, el único que lo pretende. La industria del sueño, hasta hace poco dominada por colchoneros decimonónicos disfrazados de modernos y pastillas que se parecían demasiado a las temibles drogas, se ha diversificado en ramas y ramitas.

Ya hay almohadas casi tan inteligentes como el pijama, lámparas que te activan la melatonina, cascos que te resetean las ondas cerebrales, músicas que te duermen cual madres mucho más pacientes, aplicaciones que custodian tu sueño y lo interrumpen cuando les parece y lo protegen cuando les parece y, al final, te informan cómo fue y qué puedes hacer para hacerlo todavía mejor: para ser un triunfador del sueño.

Porque, pese a todo, seguimos ignorando. El sueño es, queda dicho, una frontera rara. No sabemos mucho de lo que pasa allí: aceptábamos —hasta ahora aceptábamos— que era una terra incognita, un territorio donde estamos y no estamos y somos y no somos. Conocemos, sí, sus resultados, sus efectos: sabemos que no es fácil dormir bien y que, cuando lo hacemos, somos diferentes. Y también lo saben los patrones: que un empleado mal dormido es un mal empleado, así que los jefes de personal están interesados en encontrar formas de mejorar los sueños de sus trabajadores.

Y por eso pagan, por ejemplo, una Feria del Sueño como la que organizó para LinkedIn hace unos meses en Nueva York una señora, Nancy Rothstein, que se presenta como “Embajadora del Sueño”. “Si el sueño supo ser el nuevo sexo, como proclamó hace diez años Marian Salzman, una scout de tendencias y directiva de Havas Norteamérica, hoy es una medida del éxito —una habilidad que debe ser cultivada y cuidada—, un realzador del potencial humano y prolongador de nuestras vidas”, escribió en el Times Penelope Green.

Es cierto que en inglés, por lo menos, la palabra sueño —sleep— y la palabra sueño —dream— son claramente diferentes. Pero no en castellano: que el sueño actual sea no perder el sueño dice tanto sobre los tristes sueños de estos tiempos.

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