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El hospital que cambió balas por accidentes

En el barrio haitiano de Martissant, en Puerto Príncipe, hace meses que un centro de salud cura más traumatismos que lesiones por armas de fuego

Dos pacientes descansan en el centro de urgencias de MSF en el barrio de Martissant, en Puerto Príncipe, capital de Haití.
Dos pacientes descansan en el centro de urgencias de MSF en el barrio de Martissant, en Puerto Príncipe, capital de Haití.Javier Arcenillas
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Pocos organismos en Haití gozan de un registro detallado de actividades. Es difícil conocer de forma precisa un censo de población, la esperanza de vida, los movimientos migratorios o los últimos nacimientos. La mayoría de cifras que se publican proviene de oenegés y es el armazón de cooperantes que opera en el país caribeño el que lleva los cálculos. El Gobierno, ente cuya existencia parece capricho de los medios de comunicación, parece haber renunciado. Una de estas organizaciones que ha recogido el testigo de esta deserción es Médicos sin Fronteras. Meterse en alguno de sus centros de operaciones no se puede considerar un oasis, pero presenciar el paso de hojas plagadas de números con impecable orden fuerza las ganas de soltar alguna lágrima.

En la capital, Puerto Príncipe, el despacho de centro de urgencias de esta organización en el barrio de Martissant es diáfano. Está acristalado a media altura y el sol, en cualquier mes, pega fuerte: siempre en torno a los 30 grados. Gracias a la electricidad autogenerada, el doctor Helman enchufa un aire acondicionado que devuelve el alma a unos cuerpos inertes y derretidos por el exterior. De una pila próxima saca esa libreta con la contabilidad del hospital: última semana, 25 casos de cólera de cerca de 700. El resto, un 54% de accidentes y un 8% de heridas de bala. Todo un logro que lleva repitiéndose desde hace meses. La segunda favela más grande y peligrosa de Puerto Príncipe, después de Cité Soleil, ha cambiado las armas por las motocicletas. O mejor dicho: ha pasado a sufrir más dolencias por traumatismos en la carretera que por disparos o puñaladas.

El fenómeno es aplaudido por este médico belga, que prefiere reservar su nombre. Atiende a unas 300.000 personas al año, un recuento aproximado que infiere al ojear listas más concretas según si son ingresos duraderos o curas rápidas. Y que llevan acumulando desde 2006, cuando se mudaron a este inmueble utilizado en 2004 por la Organización de las Naciones Unidas. “Algunas enfermedades se agravan o tienen repuntes, los tiros disminuyen”, resuelve, “la zona lleva un año tranquila porque se han calmado las peleas entre pandillas”, explica. En Haití, los homicidios por arma de fuego ascendieron en 2014 a 1.132, según los últimos sondeos publicados de la web Gunpolicy.org, que no tiene actualizaciones posteriores, elaborados por la Universidad de Sidney. Aún poco actuales, se trataba de un descenso considerable en comparación con los 1.939 de 2003, el mayor pico en lo que va de siglo.

En Haití, los homicidios por arma de fuego ascendieron en 2014 a 1.132

"Una de las razones de estar aquí era proporcionar un lugar donde acudir cuando se necesita algo inmediato", cuenta el responsable con una amplia sonrisa. Gesto que no se le va ni al enfrentarse a las noticias del día, que destacan la violencia de la capital, ni al encarar la planta baja del edificio, que a pesar del paso del huracán Irma por el país hace unas semanas no ha sufrido ningún daño. "Se desvió hacia el norte. En la capital ni se notó", dice uno de sus residentes. Ya sin una estancia climatizada y con un tumulto asomándose por la puerta, el doctor recorre los pasillos con un optimismo que contrasta con las caras de las habitaciones. Al esquivar los corros afincados en los pasillos se vislumbra una turba desesperada que estira los brazos para conseguir entrar en lista. En una esquina, la abulia se contagia entre los que esperan en unas sillas de madera. Merandisse Harold, un comediante para niños de 32 años, les distrae con un atuendo de colores y botas de payaso. "Enumero los criterios de admisión, promuevo hábitos saludables y pido respetar el turno y llegar lo antes posible", asume con orgullo.

Según comentan, los hospitales públicos llevan en huelga 15 años. “No se encargan de nadie”, apostilla Helman, que muestra las tres ambulancias de que disponen para traslados. La supervisora médica que se cruza de repente, Eleonora Motta, lleva dos meses en terreno. Su primera visita es a la sección del cólera, una carpa del patio en la que hace falta higienizar los zapatos y las manos al entrar y salir. “Se transmite muy rápido”, advierte. “En su momento dio muy fuerte porque no se conocía y nos pilló desprevenidos. Ahora ya se saben los síntomas y no hay tantas muertes”. Todas las plazas del habitáculo, controlado por una enfermera, están vacías. Solo rompe esta oquedad S. M., un niño de cuatro años. Yace adormilado y entubado encima de un gran boquete situado a la mitad de la camilla. “Llegan con diarreas y cólicos, muy deshidratados, y lo importante es pillarlos a tiempo. Se les da suero y se controla cómo mejora el organismo”, alecciona Motta, que considera a este niño de mirada ausente como “recuperable”. Hoy, suspira, le darán el alta.

De las 100 personas que recurren diariamente al centro de urgencias de Martissant, 50 lo hacen por la noche, casi todos por traumatismos. “De cada cinco, cuatro son por golpes”, sopesa la facultativa. Los más graves pasan a una unidad especial. Los de fracturas simples tienen un horario de 7.30 a 16.00 horas, de lunes a sábado. “Siempre ha habido accidentes, pero ahora las balas han disminuido”, señala Fritz, el enfermero de la habitación para niños que ahora anda por las dependencias donde ejecutan las reanimaciones. “Si en 2015 eran 50 al mes, en 2016 ya fueron 30”, añade al lado de Blanc Jean Lesca, de 45 años y cuerpo malogrado. Una venda cubre parte de su cráneo y el brazo derecho se mantiene en cabestrillo. Evita con un ligero movimiento de labios relatar de nuevo cómo le ha ocurrido. Su golpe ha sido severo. Quizás por eso prefiere hacer balance de su suerte. A su alrededor, otros damnificados tratan de caminar con muletas o gimen entre gasas.

En una semana, el hospital ha atendido 700 casos: un 54% son accidentes y un 8%, heridas de bala

Primeros auxilios, radiografías o intervenciones concretas. Aquí se toma el pulso al momento. Luego se les interna en el centro traumatológico Nap Kenbe Tabarre, más hacia el corazón de esta caótica urbe de 705.000 habitantes. Con una gama de cinco colores por índice de gravedad, los asistentes aguardan a ser llamados. Entre los peores, una mujer con anemia por problemas ginecológicos que apenas respira y luce un tono de piel deslucido. “Estamos cortando la hemorragia para estabilizarla. Ya hemos tomado Rayos X y ahora se quedará aquí para ver cómo avanza”, traduce Motta. Se acompaña de un anciano de cuerpo semidesnudo que apenas consigue erguirse. “Está muy mayor”, indican; en esta nación la esperanza de vida al nacer se sitúa en torno a los 63 años. El lance menos arduo del cuarto principal es un chico de 11 años: le ha mordido un perro y con la vacuna antirrábica ya está listo para marcharse.

Otros, sin embargo, generan la alarma. Como un joven inconsciente de 16 años o como B. Z., de 45 años, que tiene la fiebre por las nubes. “Vamos a investigar si es malaria, dengue o chikungunya”, tranquiliza la doctora, acostumbrada a lidiar con estas enfermedades: en Haití, la incidencia de la malaria había pasado de 17.000 casos en 2010 a 25.000 en 2014, según un informe de la Organización Panamericana de Salud. También puede ser un parámetro que conlleve algo más grave, como VIH, con una prevalencia del 1,7% en adultos de entre 15 y 49 años. Los desastres naturales como el brutal terremoto de hace siete años —que dejó más de 300.000 muertos y otros tantos heridos— o el huracán Mathew de 2016, con unas 800 víctimas, hacen peligrar el objetivo de hacerla desaparecer para 2020. “Aquí todo se propaga a la mínima”, lamenta Motta, que suspira sabiendo que en breve le toca volver a su casa. Lo hará en coche: a una moto no se sube, sonríe, "ni en broma".

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