Cólera en el país de las emergencias
La llegada del huracán Matthew empeoró el brote de la enfermedad que Haití sufre desde 2010
En septiembre de este año, un grupo de haitianos de todas las edades bebía y recogía agua de un chorro conocido como fuente Boyer en Carrefour, en el área de Puerto Príncipe. La fuente estaba controlada por la ONG francesa Solidarités International, que tomaba muestras después de cada lluvia para comprobar que no estuviera contaminada, y cloraba el agua para prevenir casos de cólera. "La tratamos porque es un punto de riesgo: cada semana hay uno o dos casos en la zona", explicaba Wangcos Laurore, de Solidarités. "Queda mucho por hacer para que sea realmente seguro, y para eso hace falta inversión. Ahora mismo, cada vez que llueve se puede contaminar de nuevo".
En aquel momento, las previsiones respecto a la enfermedad, cuyo brote en Haití tras el terremoto de 2010 se ha cobrado ya más de 9.000 vidas, eran esperanzadoras, y a ojos de la comunidad internacional, lo importante era que las cerca de 260 muertes registradas hasta ese momento mantenían el descenso, pese a que el número de contagios en el país aún superaba los 28.000. "Los donantes piensan que esto del cólera ya no es una emergencia, sino algo estructural", comentaba al inicio de septiembre Jean Metenier, el número dos de Unicef en Haití. Porque esa menor alerta se traducía en menos recursos, cuando la temporada de lluvias con su habitual repunte de casos estaba al caer.
Pero no llegaron las lluvias. Llegó Matthew. En octubre, el huracán arrasó al país que ocupa la mitad occidental de la isla de La Española y que siempre se lleva la peor parte, dejando más de 800 muertos. Sumido en una grave crisis política, con pobreza sistémica y alarmantes tasas de desnutrición, Haití aún intentaba sacar la cabeza tras el terremoto de 2010. Y el caso del cólera, en el que las inundaciones tras el paso de Matthew ahogaron los avances logrados a lo largo de seis años de trabajo, ilustra bien por qué los haitianos, y los trabajadores de ONG y agencias de cooperación se sienten como el mitológico Sísifo, arrastrando esforzadamente la piedra montaña arriba solo para ver cómo vuelve a rodar hasta abajo.
Antes del huracán, la percepción entre los donantes era que mantener a raya el cólera en el país ya no era una prioridad. "Quizá no se acuerden de qué es el cólera. Un solo caso tiene un gran potencial epidémico", resaltaba entonces el responsable de emergencias de Unicef en el país, Gregory Bulit. "Especialmente con las condiciones sanitarias que hay aquí, no podemos afrontar no tratarlo, o reducir el sistema de respuesta rápida".
“Lo que hacemos hoy es lo mínimo que se puede hacer. Pero cada vez que llueve, el cólera renace”
Toda esa red se había ido formando paulatinamente desde que la enfermedad hiciera su aparición como colmo de los males tras el seísmo de 2010. Este mismo año Naciones Unidas ha pedido perdón a los haitianos, a raíz del informe que sostiene que fueron cascos azules que llegaron de Nepal tras la catástrofe quienes provocaron un nuevo brote de una dolencia ya erradicada. "No hemos hecho lo suficiente ante la propagación del cólera", reconoció el secretario general saliente, Ban Ki-moon.
Unicef, una de las hijas de la ONU, recauda fondos y coordina esa respuesta. Y un mosaico de ONG como la mencionada Solidarités, Médicos Sin Fronteras, Oxfam, la Cruz Roja o Acción contra el Hambre, entre otras, llevan años organizándose y complementándose para tener equipos de respuesta rápida y clínicas de atención a los enfermos operativos en todo el país. El objetivo, según Bulit, era tener bien atendidas las siete comunas (o provincias) con mayor riesgo para finales de 2018. Sin embargo, "a los donantes no les interesa financiar esto, dicen que no es un programa de desarrollo".
Puede que tras el huracán de octubre se vuelva a considerar una emergencia. Solo entre la devastación (principios de octubre) y el 22 de noviembre se confirmaron casi 8.000 casos en todo el país. Lo que se suma a los destrozos en las infraestructuras, como clínicas y puntos de suministro controlados. En lugares como la capital, muchas veces esos enfermos tienen que caminar kilómetros hasta encontrar un centro de tratamiento de cólera donde les atiendan. Y en zonas rurales, a veces tienen que contentarse con la atención mínima.
Antes del huracán, la percepción entre los donantes internacionales era que mantener a raya el cólera en el país ya no era una prioridad
El cólera causa una fuerte diarrea, en general descontrolada, junto a vómitos y otros síntomas que pueden llevar a la deshidratación y, en caso de no tratarse adecuadamente, llegan a provocar la muerte. En clínicas como la que MSF y Solidarités gestionan en Diquini (en Carrefour, distrito adyacente a Puerto Príncipe), lo primero que hacen es identificar si es cólera. Después tratan al paciente con sueros para rehidratarlo e intentar estabilizarlo. "Pero no tenemos recursos suficientes", lamentaba Zamar Marie Magdalah, una enfermera, en septiembre. La capacidad del centro se había reducido de 60 a 40 plazas. "El suero salva vidas, y afortunadamente pocos fallecen aquí", comentaba Magdalah. "Pero hacen falta cosas básicas". Por no hablar ya de lujos como cortinas o biombos, que protejan la intimidad de los enfermos con la diarrea.
Cada vez que llega un caso y se comprueba que es cólera, miembros del equipo de respuesta rápida se dirigen a su casa y distribuyen un kit contra la dolencia a la familia y al resto de vecinos dentro del perímetro sanitario que consideran adecuado, como explica Laurore. Cuando no están en respuesta, estos grupos, junto con otros expresamente dedicados a ello hacen una labor de sensibilización por los barrios y comunidades. Desde octubre, el Ministerio de Salud, con el apoyo de las agencias internacionales y una donación extraordinaria de dosis, han vacunado a más de 730.000 personas en los departamentos Sud y Grand'Anse, de los más afectados por el huracán.
A unos cuantos kilómetros de la clínica, aún en Carrefour, el alto y enjuto Frantz Terin regenta un pequeño puesto en el que vende refrescos, snacks y algo de comida. En el tejado tiene instalado un depósito de agua del que beben todos sus vecinos, y él corre a echar un trago para demostrar que no hay peligro.
— Es el agua que usamos todos en la zona para beber, cocinar, lavarnos... Viene de un pozo y llevamos mucho tiempo usándola.— Pero, ¿la tratáis?— No, no tenemos un laboratorio.
"Es el tipo de conductas que queremos cambiar", señala Laurore. "Hay que dar más información sobre las causas y los riesgos", añade.
Porque Clerette Morenvil, una mujer de 43 años que vive con su sobrina de 10 en un edificio de una planta con adoquines de hormigón a solo 30 metros de la fuente de Terin, había caído enferma un par de días antes. En la clínica habían conseguido estabilizarla, y el equipo de respuesta se trasladó a su casa para descontaminarla, hacer pruebas, clorar el agua y entregarles el kit de respuesta, que incluye pastillas para tratar el agua, suero, sales y una profilaxis (doxiciclina) para que los allegados se protejan contra la enfermedad. "Tuve amigos que lo pasaron y sabía perfectamente adónde tenía que ir", se felicita Morenvil. Pese a todo, los voluntarios y el personal del Ministerio de Salud que acude a su casa se tienen que esforzar para convencerla de que la causa de todo no fueron unas mazorcas de maíz en mal estado.
"Aunque avancemos en sensibilización y respuesta, el trabajo que hacemos no es sostenible", lamentaba Laurore ante la fuente Boyer, donde algunos jóvenes aprovechan para remojarse o lavarse con el chorro. "Habría que sellar todas las fuentes, establecer distintas áreas para beber y para lavar, reparar y asegurar las tuberías...", enumeraba. Lo mejor, en lugares como Puerto Príncipe, sería establecer un sistema hidráulico en condiciones que diera acceso a agua limpia a sus habitantes. Un reto hoy por hoy más que lejano. "Lo que hacemos hoy es lo mínimo que se puede hacer para controlar la enfermedad. Pero cada vez que llueve, el cólera renace". ¿Y cuando caerá el próximo diluvio?
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