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Punto de observación

Semillas de suspicacia

La declaración unilateral de independencia no se puede realizar, porque no solo es ilegal, sino antidemocrática

Soledad Gallego-Díaz
Huelga general en Cataluña. Manifestación por el Paseo de Gracia.
Huelga general en Cataluña. Manifestación por el Paseo de Gracia.Claudio Alvarez

"Si cenas con caníbales, tarde o temprano, querido, terminarás en la olla”, cantaba hace unos pocos años el australiano Nick Cave. Si aceptas que se puede declarar la independencia unilateral de Cataluña sin haber reunido nunca una mayoría clara de los votos a favor, es decir, sin hacer patente, cara al mundo entero, que cuentas con la mayoría social suficiente, terminarás siendo devorado.

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No hay justificación para que personas razonablemente formadas ignoren un principio tan evidente. Es verdad que la pasión, y se supone que el nacionalismo se comporta como tal, proporciona a veces ideas peregrinas, pero, como dijo alguien, el mundo no ha sufrido nunca por un exceso de razón y nada corta más rápido el diálogo y la conversación que las emociones. Lo que se necesita ahora, lo que se ha necesitado siempre, es un pensamiento basado en la razón, una razón que se mueve siempre con el diálogo y la duda, que permite romper con la cadena acción-reacción y que en lo más duro de la batalla busca siempre armisticios. El director de New Republic, Chris Hugues, escribió que la razón nos indica el peligro de quienes, en lugar de hablar de cómo mejorar la prosperidad y la libertad, se empeñan siempre en zanjar previamente grandes cuestiones de principio e identidad, que normalmente exigirán grandes sacrificios y seguramente acarrearán mucho dolor.

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La declaración unilateral de independencia de Cataluña no puede llevarse a cabo, no ya porque sea ilegal, que lo es, sino, sobre todo, porque es antidemocrática y va contra la razón y porque, si se abre esa puerta, nos acercaremos todos, a pasos muy rápidos, a la olla. A la independencia no se llega porque un grupo muy grande, millones de personas, así lo quiera, sino porque una mayoría clara, la mayor parte del censo, así lo vota, de manera consolidada.

“En política”, dijo esta semana en el Parlamento Europeo el portavoz liberal Guy Verhofstadt, “llegar a un compromiso no es ninguna vergüenza. Yo llevo toda la vida haciéndolos y aún estoy vivo”. Se trata de un principio político muy sano, y como la historia muestra que no se debe sacrificar lo posible a lo impracticable, la manera más rápida de lograr ese recuento es unas nuevas elecciones autonómicas en las que quienes creen en la independencia puedan proponerla como primer objetivo de su programa electoral. Lo que, hasta ahora, nunca han hecho.

Es posible que los acontecimientos se deslicen, imparables, por el peor de los canales. No hay que descartar nunca que las cosas pueden ir a peor. Lo que sí hay que descartar es que sea inevitable; hasta el último minuto e incluso después, se puede esquivar el peligro. La única condición es huir como de la peste de quienes piensan que “cuanto peor, mejor”, esos caníbales que siempre nos invitan a cenar.

Negar la realidad es una pésima decisión. Lo fue el empeño de Mariano Rajoy en ignorar el problema político que se estaba planteando en Cataluña. Su responsabilidad es enorme porque fue él además quien alejó del PP a algunas de sus personalidades con mayor inteligencia y capacidad política. Sería, de nuevo, una pésima idea creer que esta situación se arregla vía tribunales. Pero los independentistas y quienes sin serlo les apoyan no pueden tampoco ocultar ya los efectos de sus propias decisiones, una realidad nueva y muy desgraciada que han provocado ellos mismos. En Cataluña, por primera vez, se ha levantado un muro de profunda desconfianza entre la comunidad “española” y la catalana. Se cosecha lo que se planta, y por mucho Rufián que se exhiba, lo que se lleva plantando desde hace un tiempo son semillas de suspicacia y cautela.

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