¿La culpa es de Rajoy?
Es ingenuo pensar que esta crisis se terminaría arrojando su cabeza al cesto de la guillotina
Mariano Rajoy se encuentra en el momento más delicado de su trayectoria política. La economía le había vigorizado, Angela Merkel le había puesto entorchados de lugarteniente y parecía anestesiado al veneno de la corrupción, pero la crisis de Cataluña le sorprende en minoría parlamentaria y se resiente de su desprestigio. Tan unánime es en Barcelona la reclamación del derecho a decidir como la aversión que suscita el presidente del Gobierno. Rajoy representa un anatema. Por la negligencia propia y por la conspiración de las hipérboles ajenas, aunque estas últimas han conseguido consolidar la convicción de que Rajoy es la personificación del Estado, brazo armado, juez, policía y responsable último del auge del independentismo.
La caricatura plenipotenciaria explica la corpulencia del antimarianismo, hasta el extremo de que Podemos, en sintonía con la izquierda anti PP, ha subordinado la emergencia del sabotaje al Estado a la prioridad de evacuar a Rajoy. No sólo estableciéndose una siniestra colusión entre el populismo y el nacionalismo, sino urgiendo a una moción de censura que despejaría de nuestras vidas la presunta amenaza del posfranquismo. La trampa es una tentación para el PSOE, pero es fácil eludirla diferenciando entre el apoyo que requiere el Estado respecto al reproche que merece el presidente del Gobierno. No puede incurrir Sánchez en la misma mixtificación que le propone Iglesias. ¿La culpa es de Mariano Rajoy? La tentación de una respuesta afirmativa proviene del magma coyuntural. Le corresponde gestionar la crisis y asimilar su papel de “fábrica de independentistas”. No ya porque el Parlament antes de Rajoy alojaba una minoría soberanista y ahora aloja una mayoría soberanista, sino porque su ortodoxia en la defensa de la Constitución trasciende como una actitud intolerante. Rajoy se opuso al Estatut y se posicionó para recurrirlo, arraigándose entonces en el imaginario catalán el pecado original del que luego provinieron las demás expresiones de rechazo. Se observa a Rajoy como un jefe de Gobierno que se ha desentendido de las vías políticas, aunque más evidente parece todavía su incapacidad para haber originado un relato estimulante de integración. El Gobierno no ha sabido explicarse y se ha mimetizado en la proverbial indolencia marianista, concediendo demasiado terreno a la hiperactividad del movimiento soberanista. Rajoy ha sido un perfecto antagonista en la caricatura marmórea del “señor no” y ha servido de punto de apoyo a la teoría de la “humillación de los catalanes”. Podrá compartirse o no el eslogan, pero forma parte de las certezas asimiladas en el retrato asimétrico de Rajoy, hasta el punto de generalizarse que la política autista del presidente no proviene del fervor constitucional, sino de una estrategia electoral: asumir el deterioro electoral de Cataluña a cambio de arrasar en el resto de España.
Sería entonces Rajoy un estadista irresponsable. Y habría precipitado él mismo el escenario de la desconexión. ¿Ocurre así? ¿La culpa es, entonces, de Mariano Rajoy? Podría concluirse que no hubiéramos llegado tan lejos “sin” Rajoy, pero que no hemos llegado tan lejos “por” Rajoy. Los reproches que se hacen al presidente establecen un peligroso equilibrio jerárquico entre quienes vulneran la Constitución y quienes la defienden con torpeza. Puede y debe cuestionarse a Rajoy por la nefasta gestión del 1-O, pero el pucherazo electoral, la suspensión del Estado de derecho, el desprecio a las instituciones catalanas, el hábitat de intimidación, la crispación acotan prioritaria, definitivamente, un ámbito de responsabilidad del que responden Junqueras y Puigdemont.
No puede imputarse específicamente a Rajoy el vuelo del independentismo. Ni vincularlo al oportunismo con que se ha urdido el sueño estelado. Una tierra prometida en tiempos de depresión económica. Un placebo de libertades y de prosperidad. Un ejercicio de encubrimiento (la crisis, la corrupción). Una crónica heroica. Un aparato de propaganda. Un ejercicio de adoctrinamiento. Una burbuja mediática. Rajoy no es el Estado español. Tampoco es un mero jefe de Gobierno ni una referencia accesoria, pero la ferocidad y el volumen del monstruo soberanista no se explican sin la tensión insaciable, subversiva, del independentismo —las CUP lideran el juego de las mareas— ni se entiende sin las contribuciones de los anteriores patriarcas.
La tolerancia socialista al pujolismo (1982-1996) las fatídicas concesiones de Aznar en el Majestic (1996), el enfoque que concedió Maragall al Estatut (autonómicas de 2003), la creación del tripartito en tiempos de Montilla (2006-2010) —el president socialista desautorizó al Constitucional— definen un marco de relaciones envenenadas con el nacionalismo. Se alimentó desde Madrid a cambio de la estabilidad política. Y se cebó sin la menor clarividencia, de tal forma que ha correspondido a Rajoy, año 2017, encontrarse en la emergencia de la ruptura territorial.
Y parecen haberse agotado su credibilidad y sus recursos. Rajoy está aislado. No tiene músculo parlamentario ni aliados demasiado leales. Se le percibe en Cataluña como un interlocutor incapacitado. Y tanto se ha exagerado su protagonismo, su responsabilidad, su posición maléfica, que podríamos pensar ingenuamente que esta crisis endémica se terminaría o se resolvería arrojando su cabeza al cesto de la guillotina.
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