El ADN de Jack el Destripador y Nelson Mandela apenas difería en un 0,1%
La importancia no está en la cifra, sino en las interacciones que los genes establezcan
¿Sabía que la pulga de agua, 800 millones de veces más pequeña que una persona, nos supera en genes y la vaca casi nos iguala? El Proyecto Genoma Humano (PGH), en 2003, desveló que el número de genes que nos conforma —entre 23.000 y 25.000— no es demasiado diferente del de muchas otras especies.
El estudio del genoma subraya que la importancia no está en la cifra, sino en las interacciones que los genes establezcan, tanto entre ellos como con el ambiente. Dilucidar hasta qué punto mandan sobre las acciones que emprendemos como individuos y qué trecho nos queda a cada uno de nosotros para manejar la situación, es una cuestión fascinante.
¿Somos lo que dicta nuestro ADN o no manda tanto?
El debate viene de lejos. La publicación del best seller, en 1976, El gen egoísta (Salvat), de Richard Dawkins, ya puso sobre la mesa la idea de que quizás son los genes y no los individuos los verdaderos agentes de la evolución. Los genes, explicaba en su libro el célebre zoólogo y divulgador, usan al organismo que los aloja como mero vehículo para su supervivencia.
También al cuerpo humano: ¿acaso somos ante todo máquinas pensantes, destinadas a procurar que los genes prosperen y perduren a través de nuestros descendientes? El argumento, que trasciende la discusión científica para adentrarse en lo filosófico, resucitó con fuerza a medida que fuimos entendiendo mejor el genoma que nos define.
Hoy, tras más de 15 años desde que conocemos los detalles de nuestros genes codificantes, averiguar su papel exacto no es asunto fácil. “Estamos conformados por 30 billones de células y cada una contiene una copia completa e idéntica de nuestra molécula de ADN personal, nuestro libro de instrucciones”, explica Miguel Pita, genetista y autor del libro El ADN dictador. Lo que la genética decide por ti (Ariel). “Somos, simple y llanamente, un conjunto de células interconectadas, gobernadas por los genes”.
El ADN es una especie de microchip que todos llevamos dentro, continúa Pita, y que tiene una función primordial: procurar que nos reproduzcamos para asegurar su supervivencia. “Nuestro ADN fabrica un cuerpo y un cerebro que dirige de forma férrea las operaciones necesarias para sobrevivir y reproducirnos”, apunta.
“Nos gusta el dulce porque es una manera de obtener ingentes cantidades de energética glucosa. Y nos sentimos atraídos por una futurible pareja porque percibimos, mediante mensajes genéticos ancestrales, que puede ser buena portadora de ADN, lo que dará lugar a un hijo con altas posibilidades de sobrevivir”, añade este investigador de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM).
Entonces ¿tomamos nuestras decisiones libremente o estamos predeterminados por el dictado de ese ADN, marcado a su vez por el azar? Vayamos por pasos.
La vida es una tómbola: ADN, selección natural y deriva por azar
Cada uno estamos formados por 46 cromosomas reunidos en pares, de los cuales 23 proceden del espermatozoide del padre y 23 del óvulo de la madre. Es decir, estamos hechos por dos copias de ADN. Para que hayamos podido venir al mundo, la carambola que se ha dado es realmente colosal.“Por cada unión fecunda de una pareja existen al menos 70 billones posibles hijos distintos: esa es la probabilidad que surge al cruzar los 23 pares de paquetes de cromosomas”, añade Pita.
Pero esa no es toda la ración de azar a la que estamos sometidos. Porque, una vez el ADN fabrica un determinado producto, un ser vivo cualquiera, la casuística lo someterá a tres cribas más: la selección natural (la supervivencia del organismo mejor adaptado, que no el más fuerte), la deriva por azar y las mutaciones aleatorias. Y los tres filtros están muy marcados por las circunstancias del momento.
Lo que era apto ayer, mañana puede ser inútil e incluso contraproducente, apunta el biólogo: “En la Edad Media tener un título nobiliario podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Una ventaja adaptativa que dejó de serlo cuando llegó la Revolución Francesa y eso pasó a conllevar el paso por la guillotina, convirtiéndote en muy poco apto”.
Y es que esa aptitud adquirida que permite al ADN ser seleccionado de forma natural para ir saltando de generación en generación, puede desaparecer de la noche a la mañana por una deriva azarosa. En los nobles de antaño, un cambio político; en los dinosaurios (tan superaptos ellos durante tantísimo tiempo), un brusco cambio ambiental. ¿Quién podía prever que un meteorito iba a impactar contra la Tierra?
Pero eso no es todo. No olvidemos la incidencia de las mutaciones, esos eventos físico-químicos que modifican el ADN como si se tratara de una sofisticada fotocopiadora que, de vez en cuando, comete algún error y acabar en un perjuicio (una enfermedad genética, por ejemplo) o en todo un beneficio.
¿Cómo cuál? “Recientes investigaciones han descubierto que la inteligencia superior del Homo sapiens es el resultado de una mutación genética que favoreció la expansión del neocórtex, la zona del cerebro implicada en el lenguaje y la conciencia. Esa mutación aumentó la proliferación de células madre neurales que se convirtieron en neuronas cerebrales durante el desarrollo embrionario”.
De todos esos procesos acaba dependiendo la aparición —o no— de una determinada especie; la supervivencia —o no— de un determinado ser. Pero el libre albedrío, como tal, aún no lo hemos visto ni de refilón. Ahí vamos.
Si todos llevamos las mismas piezas ¿por qué somos distintos?
El conjunto de los seres vivos sin excepciones (bacterias, jirafas, humanos o un cactus) estamos hechos de células que funcionan de la misma forma. Todos necesitamos obtener energía del medio, desechamos lo que no podemos aprovechar e invertimos grandes dosis de esfuerzo en reproducirnos.
“Los animales somos simples tubos, por un extremo respiramos e introducimos las moléculas que nos aportan energía y, por el otro, desechamos lo que no sabemos aprovechar. Somos un tubo empeñado en subsistir”, caricaturiza el genetista. Y los humanos ¿somos todos tan iguales? En realidad, todos los cerebros están hechos según un patrón básico, conformado por las mismas piezas.
Veámoslo en un automóvil. Si nuestro cerebro fuera un coche, —analogía que, aunque poco rigurosa, puntualiza Pita, nos sirve para transmitir la idea— todos tendríamos el mismo modelo. Pongamos que de serie somos un Volkswagen de 1981 con 60 caballos de potencia; en eso todos seríamos idénticos, lo que representa un 90% de similitud.
Del 10% restante, más o menos un 6% de los rasgos distintivos procede de nuestra genética particular. Sería un porcentaje que se hereda y, por tanto, bastante parecido entre padres e hijos y también entre hermanos. Siguiendo con la metáfora automovilística: ese 6 % implicaría tener o no aire acondicionado, elevalunas eléctrico o cualquier otro complemento de serie de nuestro modelo inicial.
Solo el 4% restante determinará qué capacidades desarrollará cada individuo a partir del modelo dado. Lo que ocurra dependerá del ambiente, de su vida, educación, entorno, estímulos… Si cambiamos el aceite con la adecuada frecuencia, si hacemos las revisiones, si la carrocería recibe golpes...
“Lo cierto es que gran parte de lo que hacemos responde a decisiones que nos vienen de serie”, resume Pita. Pero, sin duda, ese 4% de libertad da mucho juego. Sacar las mejores capacidades al vehículo, cuidarlo lo mejor posible y entender su funcionamiento determina gigantescas diferencias en el desenlace de la vida.
El libre albedrío existe: es poder decidir cómo actuar
José Luis Velázquez Jordana, catedrático de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid, desarrolla en su artículo Libertad y determinismo genético que la cuestión no es determinismo genético versus libertad como individuos, sino el hecho de que podemos ejercitar una autonomía moral dentro de un mundo natural.
“La especie humana ha sido genéticamente estructurada como resultado de un proceso evolutivo que ha supuesto, entre otras cosas, la adquisición de una serie de aptitudes intelectuales”, explica Jordana. “El tamaño del cerebro y la complejidad de la corteza cerebral han dotado al ser humano de una capacidad para obtener y procesar información del entorno. Esta capacidad le ha singularizado frente otras especies respecto a la posibilidad de abstracción y a tener conciencia de sí mismo”.
¿Y cuál es nuestro rasgo más distintivo? “El lenguaje. Es una gran ventaja evolutiva, la base de la racionalidad que ha determinado un tipo de evolución que no es exclusivamente genética. Como señaló Aristóteles en su obra Política, la conciencia humana, estructurada lingüísticamente, posibilita la diferenciación entre creencias, deseos y razones para actuar. Y la diferencia entre el resto de animales y los humanos es que nosotros somos capaces de distinguir entre lo que sabemos o creemos, entre lo que queremos o deseamos”.
Nuestro libre albedrío, pues, reside en la posibilidad de poder actuar de un modo u otro, y esa decisión, de la que somos responsables, no está escrita en los genes.
Cómo jugamos las cartas que nos han tocado es vital
El escaso libre albedrío del que disponemos viene muy marcado por la familia en la que nacemos, los genes heredados, lugar del mundo donde nos desarrollamos, el marco socio-político, en qué condiciones emocionales, nutricionales y ambientales vivimos, bajo qué principios ideológicos… Y no es lo mismo gestionar ese margen en Sierra Leona que en Noruega.
Se trata, pues, de optimizar nuestra pericia para jugar esas cartas que nos han tocado al azar y también para influir en ese ADN tan mandón. De eso trata la epigenética, una disciplina en auge que calibra cómo el ambiente influye en los genes, modificándolos por mecanismos que, aunque no alteran su secuencia, sí resultan heredables.
En el libro No soy mi ADN (RBA), de Manel Esteller, experto mundial en Epigenética, al frente del Programa de Epigenética y Biología del Cáncer del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge (IDIBELL), se presenta un panorama de infinitas posibilidades con las que la Epigenética puede ayudarnos a eludir enfermedades para las que parecía que estábamos genéticamente predestinados.
Esteller argumenta cómo el estilo de vida es un factor detonante de enfermedades latentes. Aunque dos hermanos gemelos univitelinos tengan exactamente los mismos genes, explica, en función de cómo les haya influido el ambiente, el fenotipo (la expresión de los genes) puede cambiar radicalmente, y puede pasar que uno esté completamente sano y el otro desarrolle una enfermedad mental o de cualquier otro tipo.
Incluso lo que ingerimos puede tener influencia. Según afirma un estudio publicado en Human Molecular Genetics, factores vinculados a los estilos de vida, como la elección de los alimentos que tomamos o la exposición a sustancias químicas pueden provocar cambios en nuestra actividad génica. Hay mucho camino por recorrer en la Epigenética, un campo en el que se auguran descubrimientos muy relevantes.
El cerebro también puede moldearse para fabricar buenas emociones
Así lo cree Richard Davidson, fundador del Centro de Investigación de Mentes Sanas, de la Universidad de Wisconsin-Madison, y una de las cien personas más influyentes del mundo según Time. Este doctor en Neuropsicología investiga técnicas para moldear el cerebro con el fin de que aprenda a producir sensaciones de bienestar. Y ha evidenciado empíricamente que se refleja en la expresión de los genes: en estado de bienestar, determinados genes con propensión a la inflamación la reducen notablemente.
Y esto no es todo. Según Davidson, existen más herramientas para aumentar nuestro poderío como es la neuroplasticidad, la conexión del cerebro con el cuerpo. Parte de la idea de que en los humanos reside una bondad innata y esa bondad “se puede entrenar” y emerge si cuenta con el marco necesario. “Me sorprendió ver cómo las estructuras del cerebro pueden cambiar en tan solo dos horas”.
En su libro, El perfil emocional de tu cerebro (Destino), analiza la química cerebral que hay detrás de cada “estilo emocional” y cómo influye en la salud del ser humano. Puede que, más que preocuparnos tanto por lo que nos diferencia genéticamente de cualquier otro animal, quizá sería más productivo fijarnos en lo que marca la distinción entre un ser humano y otro. Entre un dictador y un cooperante, entre un altruista y un asesino en serie, entre una persona amable y otra grosera.
De entrada, impacta saber que, si lo quisiéramos expresar en cifras, entre Jack el Destripador y Nelson Mandela apenas habría, grosso modo, un burdo 0,1 % de disimilitudes en el ADN. Sin embargo, si cuantificáramos las diferencias que ha tenido su impacto en la sociedad obtendríamos una cifra astronómica.
Como dijo el que fuera primer ministro de la India Jawarhal Nehru (padre de Indira Gandhi), “la vida es como un juego de cartas. La mano que te toca es determinismo. La forma de jugar, libre albedrío”. Y este redunda tanto en nosotros mismos como en todo lo que tenemos alrededor.
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