¿Vamos a vivir 140 años?
¿Alcanzaremos los 140 años? ¿Dónde está el límite? La investigación científica sobre envejecimiento vive un momento boyante. Hay avances, fluye el dinero, seduce a los gigantes de Silicon Valley. Detrás hay una gran perspectiva de negocio. E incluso un sector que empieza a hablar de inmortalidad.
Evitar a Darwin
EL CIENTÍFICO Juan Carlos Izpisúa Belmonte habla en susurros. Tiene el rostro chupado de un maratoniano y los ojos hundidos de un halcón. Se remonta a su niñez en Hellín (Albacete) para explicar el trabajo al que dedica su existencia: “Tuve una infancia bastante feliz, pero dura. Mi madre no tenía medios, y no sabía leer ni escribir. Sacó adelante a tres niños ella sola. Mi padre no estaba, nunca estuvo. Y para ella fue muy difícil. Quizá verla cuidando de mis abuelos enfermos, sin ninguna esperanza de nada, me llevó a preguntarme este tipo de cosas: ¿Qué hacemos aquí? ¿Esto de qué va? ¿Para qué sirve nuestra existencia? Lo que hago hoy, en definitiva, es entender cómo se desarrolla la vida. Cómo a partir de una célula se generan 250 tipos celulares que constituyen el ser humano. Y cómo eso se controla o se descontrola y nos lleva a la muerte o a la enfermedad”./
El doctor Izpisúa es una de las figuras más reputadas de la ciencia española. Lleva desde 1993 en el laboratorio de expresión génica del Instituto Salk de California, del que han salido más de una decena de premios Nobel. Al frente de un equipo de 25 personas, investiga sobre células madre, edición genética, regeneración y reprogramación celular. Muchas de estas cuestiones suelen agruparse hoy en una categoría superior: el estudio del envejecimiento. Uno de los campos más en forma de la ciencia. Dopado con miles de millones de tecnodólares de Silicon Valley. Y donde los avances alientan un futuro en el que seamos capaces de curar muchas de las enfermedades de la vejez. De hecho, existe ya un cambio de paradigma: la comunidad científica comienza a considerar el envejecimiento la enfermedad. Izpisúa, por ejemplo, habla de “curar” el envejecimiento.
En sus frecuentes charlas alrededor del globo, suele comenzar con una ilustración sencilla de la senectud: una imagen de Schwarzenegger de niño, otra en su apogeo, en los años de Conan, el bárbaro, y una más de hoy, con los músculos flácidos. Nadie escapa a ella. Cuando ya los oyentes tienen una sonrisa dibujada en la cara, pregunta: “¿Se trata de un camino unidireccional o somos capaces de revertir ese proceso?”. Y entonces se mete en faena, presentando a sus “quimeras”, que en la mitología griega eran monstruos formados por la unión de distintos animales, y, en su caso, experimentos que bordean la ciencia-ficción. Muestra, a continuación, un ratón al que le ha inoculado células de rata en su estado embrionario, las cuales logran progresar y diferenciarse. Izpisúa asegura que el pequeño roedor es quizá la quimera “más vieja del planeta”. Pero ha ido más allá, repitiendo el experimento con células humanas inyectadas en un embrión de cerdo. También se dividen y diferencian. Y, otro paso más, ha inoculado células progenitoras de riñón humanas en un cerdo a mitad de gestación. Resultado: el animal comienza a desarrollar un riñón humano. “Aún estamos en un estadio preliminar”, según Izpisúa. “Es muy posible que todos estos experimentos acaben en un accidente. Necesitamos todavía volver al laboratorio”.
Este es uno de los abordajes posibles para atacar enfermedades asociadas al envejecimiento: generar células, tejidos, órganos de laboratorio con el objetivo de alargar la vida. Otro, explica el bioquímico, es modificar nuestro genoma y epigenoma. Lleva un tiempo trabajando este campo, inspirado por los avances del premio Nobel Shinya Yamanaka, el japonés que fue capaz de llevar células adultas a su estado embrionario. Izpisúa ve un futuro prometedor; habla de células moribundas que rejuvenecen, de músculos que recuperan su tersura, de corta y pega genético, de modificación de embriones para evitar afecciones futuras de los no nacidos. A grandes rasgos, concluye, nuestra existencia se resume en 4.000 millones de años de mutación al azar, y selección natural de esas mutaciones. Hasta ahora. “Podemos evitar a Darwin”, asegura. “Cambiar la evolución de la especie humana”.
Vivir 140 años
En 1900, en España, la esperanza de vida al nacer era de casi 35 años. Hoy supera los 83. Pero mueren más personas de las que nacen. La bióloga molecular María Blasco augura con los datos en la mano una sociedad del futuro “muy diferente”: “Seremos menos que ahora, pero mucho más longevos”. Al frente del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, y con el aura de una cantante grunge, casi siempre vestida de oscuro, ha dedicado más de 20 años a estudiar unas estructuras microscópicas de ADN y proteínas llamadas telómeros. Similares a un capuchón colocado en los extremos de los cromosomas, para Blasco constituyen un “biomarcador”: cada vez que una célula se divide, estos se acortan y, así, su tamaño puede tomarse como una magnitud del envejecimiento. El cuerpo humano, de forma natural, trata de frenar su tendencia menguante con una enzima llamada telomerasa, algo así como el botón de reset de los telómeros. Y esta es la clave de la aproximación de Blasco. En 2008, una investigación dirigida por ella demostró que la telomerasa tenía la capacidad de retrasar el envejecimiento. La inocularon en ratones y lograron extender su vida un 40%.
“Si lo aplicáramos a humanos, sería posible alcanzar los 130 prácticamente sanos”, asegura Blasco. “Obviamente no se puede extrapolar porque no somos ratones, pero es la idea”. La científica publicó en 2016 un libro titulado con intención: Morir joven a los 140 (Paidós). Escrito junto a la periodista Mónica G. Salomone, recorre el universo del antiaging, tratando de separar lo que es ciencia de lo que no, y pasando revista a los hitos del sector. De los primeros experimentos de restricciones calóricas en roedores, en la década de 1930, a los gusanos C. elegans de Cynthia Kenyon, que en 1993 creó una mutación genética del bicho capaz de vivir un 50% más. Hoy, Kenyon trabaja en Calico, una compañía de Google destinada a la investigación básica en envejecimiento. Un proyecto ultrasecreto fundado en 2013. Y con un presupuesto de 1.260 millones de euros, el doble anual del del CSIC. Al gran buscador le interesa el sector. En una de sus últimas visitas a España, Eric Schmidt, presidente ejecutivo de Google, pidió una cita con Blasco. Quería estar al tanto de sus avances.
Su fama mundial tiene mucho que ver con The Hallmarks of Aging, un trabajo de 2013 del que es coautora, y en el que se enumeran los indicadores moleculares del envejecimiento. “Un ejercicio intelectual”, lo denomina ella, sobre la forma de ver la senescencia, y que resume así: “La idea de que la causa molecular de las enfermedades asociadas al envejecimiento es el mismo envejecimiento”. El cambio de paradigma.
Más de 1.000 años
Da un sorbo a la copa de vino, la apoya en el suelo. Y a continuación el gerontólogo inglés Aubrey de Grey explica a qué se dedican en su Fundación SENS Research: “Desarrollamos estrategias que darán marcha atrás al reloj del envejecimiento”. Y asegura tener “una idea bastante clara” del camino. Lo denomina el “enfoque de mantenimiento”. En su opinión, el deterioro humano es comparable al de un automóvil. “No es una cuestión biológica. Sino de la física”. Envejecemos por el uso. Si uno es capaz de reparar a medida que se gasta, nuestra perspectiva se asemeja a la de un Ford T ideado para vivir 10 años que sigue rodando un siglo después. Solo hay que hacer limpieza, ajustes, encargar y ensamblar repuestos. Es decir, células regeneradas, ingeniería de tejidos, nanorrobots en el interior del cuerpo… Un cóctel rejuvenecedor constante. Si se le pregunta cuánto podría seguir funcionando un ser humano mediante este parcheado tecnológico, responde: “Realmente no hay ningún límite”.
De Grey, de 54 años, tiene el aspecto a medio camino entre un hippy y un vagabundo. Proyecta la imagen de un visionario cuando se sube a un escenario. De cerca se le notan los lamparones de la camisa. Los ojos enrojecidos. Las manchas del rostro. Es conocida su afición a la bebida (asegura que no le afecta) y a las mujeres (defensor del poliamor, hasta hace poco tenía esposa y dos amantes). Estudió Ciencias de la Computación en Cambridge. Años después se doctoró en Biología. Hoy es, quizá, el rostro más conocido de la búsqueda de la longevidad. Ha aparecido en infinidad de medios con titulares del estilo: “Viviremos más de 1.000 años”. Sus charlas TED (tecnología, entretenimiento y diseño) acumulan cientos de miles de visionados. Pero entre investigadores recelan: “Su credibilidad en la comunidad científica es cero”, según uno de primera fila. En 2005, la revista EMBO de biología molecular publicó un artículo firmado por 18 científicos criticando su programa: “Pertenece al reino de la fantasía”.
Aparte de SENS, donde ejerce como jefe de investigación, es también cofundador de la Fundación Matusalén. En SENS invirtió gran parte de los 11,5 millones de euros de la herencia que le dejó su madre. Y ambas financian experimentos en áreas que denomina de “alto riesgo - alto beneficio”. Su sede se encuentra junto a las de Google y Facebook. En Mountain View, California. “El lugar donde hay que estar si quieres recaudar dinero”, dice. “Hablamos de un objetivo muy ambicioso. Y los objetivos ambiciosos son difíciles de financiar a través de cauces normales. Lo mejor es acudir a personas ricas, ambiciosas, y a las que les gusta apuntar alto y perseguir las estrellas”. En 2006, por poner un ejemplo hecho público, Peter Thiel, cofundador de PayPal, les donó 3 millones de euros. En la actualidad, piden 42 millones de euros para realizar ensayos sobre longevidad en humanos a partir de 2021. “Pero no solo es cuestión de dinero. Hay un entusiasmo generalizado. Y una mayor percepción de que esto no es ciencia-ficción, de que es un área legítima de la conquista tecnológica. Y de que vamos a tener éxito. Ese es el primer paso. Ahora tenemos que hacerlo lo más rápido posible. Para salvar tantas vidas como podamos”.
El ejemplo de las ballenas
“El envejecimiento se ha convertido en un campo sexy de la ciencia. Google está metido, todo el mundo quiere trabajar en ello”, dice João Pedro de Magalhães, biólogo molecular de la Universidad de Liverpool. Su estudio genético de la ballena boreal, el mamífero más longevo del planeta, capaz de alcanzar los 200 años sin desarrollar cáncer, fue cofinanciado por la Fundación Matusalén, de De Grey. Según Magalhães: “Sondeé al Gobierno de Reino Unido, pero rechazaron el proyecto. Me dijeron: ‘¿Qué vas a descubrir? Es arriesgado’. En cambio, esta gente de Estados Unidos [Matusalén] lo vio excitante: ‘Nunca sabes qué vas a encontrar’, me dijeron. ‘Quizá sea algo increíble”. Lo cual tiene cierto sentido. El doctor Izpisúa, por citar otro ejemplo, dio con la clave para desarrollar un riñón humano en un cerdo tras el estudio del axolote mexicano, una especie de salamandra con una capacidad única de regenerar cualquier extremidad que le sea amputada. En palabras de Magalhães: “Si logramos descubrir los trucos de otras especies, quizá podamos imitarlos”.
En su opinión, De Grey ha sido un pionero que ha contribuido a generar conciencia sobre el sector. “Aunque no comparto todos sus postulados. Cree que curaremos el envejecimiento en 20 años”. Él también lo ve factible, pero lejano: “Seremos capaces de curar todos los aspectos relacionados con el envejecimiento. Ocurrirá quizá dentro de un siglo. Y no significa que vaya a ser una inyección, como la penicilina. No será tan simple, sino una combinación de distintos tratamientos”. Mientras tanto, se centra en objetivos humildes, como descubrir “un medicamento o una intervención dietética que retrase el envejecimiento un 10%; ya eso sería un fenómeno comercial, médico y social”.
No solo estudia modelos animales. También investiga al ser humano. A través del Biobanco de Reino Unido, donde tiene acceso al genoma secuenciado de 100.000 británicos; o de estudios sobre familias estadounidenses de centenarios. “Queremos averiguar por qué unos viven más que otros. La longevidad es un gran misterio. Y habrá un montón de réditos si hallamos sus claves. Existe un potencial tremendo, pero pocas respuestas. Sabemos manipular el envejecimiento en animales. Y eso resulta motivador. Si ya logramos que los gusanos vivan 10 veces más, quizá no sea tan fácil en personas, pero el potencial está ahí”.
Inmortalidad y negocio
Izpisúa, Blasco, De Grey y De Magalhães coincidieron en Madrid al borde del verano, en un congreso bautizado con pompa: Primera Cumbre Internacional de Longevidad y Criopreservación. Dos jornadas de conferencias en la sede central del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Con un nutrido plantel de científicos, y otro numeroso grupo de futuristas o incluso “frikis”, como los apodaba uno de sus organizadores, Txetxu Mazuelas, presidente de Vidaplus, una empresa española dedicada a la preservación de células madre y principal promotora del evento. Ambos mundos, ciencia y futurismo, acaban chocando inevitablemente.
Uno de los debates más calientes gira en torno a la criopreservación humana. Algo así como un plan B mientras llega la cura de la longevidad. Para expertos como el cirujano Javier Cabo (responsable del primer trasplante de corazón a un recién nacido en España, en 1994), “no existe evidencia de que sea viable en humanos. No reúne ningún criterio científico. Es un rito funerario más. Igual que el embalsamamiento de los egipcios. Pero en hielo”.
Sin embargo, las empresas de criopreservación proliferan. La mayor de ellas es la estadounidense Alcor. Max More es su presidente. Desde los sesenta han congelado a 150 pacientes. Más de 1.000 personas han firmado un contrato con ellos para ser preservados a su muerte. La práctica no es legal en España. Ellos lo hacen en Arizona gracias a un truco: “A ojos de la ley, te estás donando como experimento a la ciencia”. Son una organización sin ánimo de lucro, según More, pero los pacientes pagan un mínimo de 170.000 euros para financiar el proceso, el mantenimiento y la resurrección, que no prometen.
“Si queremos viajar a las estrellas, lejos de la Tierra y del sistema solar, necesitamos la criónica”, asegura Valerija Udalova, representante de CryoRus (53 personas y 22 mascotas congeladas). Reconoce que aún no han tratado de resucitar a ninguno de sus cadáveres. Tampoco Alcor. “No esperamos hacerlo en décadas”, explica More. “Fracasaríamos. Ni siquiera podemos revertir aún un órgano entero criopreservado. Podemos traer de vuelta córneas, piel y células. Y, por supuesto, embriones. Pero con organismos completos se complica”.
Los defensores de la criónica suelen citar los “avances” del investigador Greg Fahy en la vitrificación y recalentamiento de órganos complejos. Fahy suele repasar en sus conferencias una selección de sus resurrecciones in crescendo: comienza con células de ratón, pasa por córneas humanas y acaba con una rebanada de cerebro de conejo. Sus experimentos en el instituto 21st Century Medicine son financiados por la empresa de suplementos de antiaging Life Extension. Esta empresa, también vinculada a Alcor, pagó además la construcción de la iglesia de la Vida Perpetua en Florida. El primer templo transhumanista.
Este movimiento se ha convertido en el abanderado de la búsqueda de la inmortalidad. “Los transhumanistas militan, con el apoyo de medios científicos y materiales considerables, a favor de las nuevas tecnologías y del uso intensivo de células madre, la clonación reproductiva, la hibridación hombre/máquina, la ingeniería genética y las manipulaciones germinales, las que podrían modificar nuestra especie de forma irreversible, todo ello con el fin de mejorar la especie humana”. La definición pertenece al ensayo La revolución transhumanista (Alianza, 2016), del filósofo Luc Ferry, exministro de Educación y miembro del Consejo Económico y Social de Francia. Uno de los pocos que se han tomado en serio una corriente que “empieza a llegar a Europa y se irá amplificando con fuerza y rapidez en los próximos 10 años”. Entre sus miembros coexisten “desde los científicos más serios y las empresas más organizadas hasta personalidades controvertidas como Ray Kurzweil, presidente de la ahora célebre Singularity University, el gran centro de investigación transhumanista financiado por Google en Silicon Valley”.
Kurzweil es director de ingeniería en el gran buscador y dedica sus ratos libres a pensar en la tecnofabricación del humano del futuro. El primer estadio de la revolución que imagina tiene que ver con los avances médicos sobre envejecimiento, en la onda de los postulados de De Grey, con quien suele discutir del asunto. Según Kurzweil, cuando seamos superlongevos, en el penúltimo estadio, los nanorrobots conectarán nuestro cerebro a un exocórtex en la nube multiplicando nuestra capacidad exponencialmente. A continuación “será anacrónico tener un cuerpo”, contó en un reportaje en The New Yorker. Sucederá en 2045, fecha en la que ubica la singularidad tecnológica, el instante en que la inteligencia artificial supera a la humana. De ahí el nombre de su universidad, en cuya inauguración en 2008, Larry Page, CEO de Google, proclamó: “Necesitamos formar a la gente para cambiar el mundo”.
Uno de los padres del movimiento transhumanista es Max More, el presidente de Alcor. Tiene el porte de un boxeador veterano, habla un inglés elegante y cuenta que, a finales de los ochenta, muchos de los postulados transhumanistas eran percibidos como irreales. “Hoy gente como Elon Musk y Bill Gates están metidos en la inteligencia artificial y el antiaging”. Musk, fundador de Tesla y Space X, ha creado la compañía Neuralink para explorar una tecnología capaz de implantar electrodos en el cerebro; Microsoft ha lanzado un proyecto para curar el cáncer en 10 años mediante inteligencia artificial; y hasta el matrimonio Zuckerberg —ella es neurobióloga— ha anunciado que destinará más de 2.500 millones de euros para curar todo tipo de enfermedades combinando biología y computación.
More, cuyo apellido original era O’Connor, tiene 53 años, estudió Filosofía en Oxford, se doctoró con una disertación sobre la muerte y transitó la época underground del transhumanismo, publicando revistas y manifiestos. En Principios extropianos 3.0, recogido por el exministro Luc Ferry en su ensayo sobre el transhumanismo, escribe: “Vemos la humanidad como una fase de transición en el desarrollo evolutivo de la inteligencia. Defendemos el uso de la ciencia para acelerar nuestro paso a una condición transhumana o poshumana. No aceptamos los aspectos indeseables de nuestra condición. Cuestionamos los límites naturales y tradicionales de nuestras posibilidades. Prevemos que la vida se extenderá más allá de los confines de la Tierra para habitar el cosmos”.
Para Ferry resulta necesario regular de inmediato este campo de la investigación. Por las dudas éticas y morales que plantea; por lo que pueda pasar, pongamos, con los experimentos en manos de un tecnófilo rico e irresponsable; o porque pronto la genética puede dividir el mundo en superhumanos e infrahumanos; o alterar la geopolítica con potencias de ciudadanos modificados. “Permitirlo todo”, alerta Ferry, “a riesgo de crear monstruos, seres híbridos hombre/máquina/animal que no tendrían ya nada que ver con la humanidad, provoca un reflejo de terror en casi todos nosotros”.
More ve en cambio un gran potencial: “Imagina cómo sería si tuviéramos salud durante miles de años. Seres ultramaduros. Resulta alentador”.
¿La muerte de la muerte? El doctor Izpisúa sonríe. “El término más suave que se me ocurre como científico es que están equivocados”.
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