María Blasco: “La ciencia no debe renunciar a la rentabilidad”
LA MUJER que dirige desde hace cinco años el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) explora habitualmente en la frontera del conocimiento consciente de que los grandes tesoros de la ciencia por descubrir se ocultan más allá de los umbrales conocidos. Nacida en Verdegás (Alicante) en 1965, doctorada en Bioquímica y Biología Molecular y madre de un hijo, Ariel, de nueve años, María Blasco Marhuenda es un exponente brillante de la generación de talentos con predicamento internacional que están cambiando las estructuras científicas españolas. Bajo su jefatura, el CNIO se ha consolidado en la vanguardia de la investigación del cáncer y se ha adentrado en la aplicación de sus hallazgos científicos, estableciendo alianzas de colaboración con las multinacionales del sector.
De ser un centro de investigación básica, el CNIO ha pasado a buscar la aplicación y rentabilidad de sus hallazgos. Hacemos lo mismo que en los centros más punteros, como Harvard o Yale. Además de seguir desarrollando la investigación básica y publicando nuestros trabajos, intentamos convertir esos descubrimientos en aplicaciones y obtener beneficios. Nuestros grupos pueden ceder sus patentes y dar lugar a la creación de compañías, y tenemos un programa de terapias experimentales que funciona como una pequeña empresa farmacéutica. Es uno de los pocos programas públicos de desarrollo de nuevos fármacos en nuestro país.
¿Qué formas de colaboración tienen con la industria? Son acuerdos para posibilitar que nuestros fármacos lleguen al mercado. Desarrollamos moléculas hasta una fase muy avanzada y dejamos que las grandes compañías se ocupen de los costosísimos ensayos clínicos con pacientes. No hacemos investigación por encargo de la industria ni prestamos servicios a ninguna empresa. Nuestro modelo de colaboración es compartir siempre riesgos y beneficios.
¿Qué resultados han obtenido hasta ahora con esa nueva orientación? Muy buenos. La multinacional alemana Merck Serono ha adquirido la patente para la explotación de compuestos farmacológicos desarrollados en el CNIO, y eso es todo un hito en la historia de la investigación española. Ese acuerdo, destacado por el Wall Street Journal, nos ha puesto en el mapa competitivo de los centros de investigación académicos que descubren nuevos fármacos y nos ha traído nuevas alianzas. La industria reconoce que somos científicos excelentes capaces de investigar con libertad en los territorios más avanzados.
“además de hacer investigación básica, intentamos convertir los descubrimientos en aplicaciones y obtener beneficios”.
¿Y qué han sacrificado en ese tránsito? Nada en absoluto. Nuestra actividad primordial sigue siendo la investigación de calidad, porque los resultados aplicados y el liderazgo solo pueden surgir de la excelencia. No son mundos paralelos. La aplicación y los nuevos recursos nos aportan transferencia de tecnología e innovación.
¿El ensamblaje con la industria farmacéutica les permite ampliar el tejido de I+D+i y disponer de mayor autonomía tecnológica investigadora? Desde luego. Los acuerdos con empresas cubren el 10% de nuestros costes. Son unos 5 millones de euros sobre un presupuesto de entre 45 y 50 millones para una plantilla de más de 400 trabajadores. Esos ingresos nos permiten contratar más personal y acometer nuevas investigaciones. Después de haber pasado por un ERE, que abordamos con bajas incentivadas, ahora trabajamos sin agobios, con las cuentas equilibradas.
¿La ciencia debería marcarse el objetivo de la rentabilidad? Ese no debe ser el objetivo. La ciencia tiene que estar bien financiada, pero tampoco debe renunciar a rentabilizar su trabajo. La aplicación de nuestros descubrimientos nos aportó 800.000 euros en 2014 y otros 700.000 en 2015. Es muchísimo, si se tiene en cuenta que el capital de retorno que obtiene el conjunto de las universidades españolas no llega a los dos millones de euros.
¿Cuánto gana un investigador del CNIO? La mayoría son estudiantes y posdoctorados. Un posdoctorado cobra alrededor de los 30.000 o 35.000 euros si no tiene jefatura. El sueldo de un director de investigación está entre los 60.000 y los 90.000 euros.
¿Son sueldos competitivos para atraer especialistas extranjeros de alto nivel? No, con esos salarios es difícil traer talento senior internacional. Lo que sí hemos logrado es captar desde otros países a jefes de grupo junior. Somos competitivos en atraer estudiantes o doctores que vienen a especializarse por la reputación de nuestro centro. El 50% de los doctores que se especializan aquí son extranjeros, y antes de la crisis aumentaron muy significativamente los que estaban dispuestos a liderar grupos de investigación.
¿Los recortes han sido devastadores? A nosotros se nos preservó bastante porque solo tuvimos un recorte del 5% con el último Gobierno de Zapatero y otro 5% con el primero de Rajoy, pero el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) sufrió una sangría muy dolorosa. España no es la Alemania de Merkel que reacciona ante la crisis aumentando los presupuestos de los centros Max Planck. Aquí tenemos un problema de educación, seguimos sin creernos que la ciencia sirve y que en este terreno tenemos mucho que decir.
¿Se puede asegurar que la ciencia española está a la vanguardia de la investigación del proceso celular del envejecimiento? No es el único campo en el que la investigación española ejerce un liderazgo internacional, pero es que en este campo contamos con grandísimos científicos: Carlos López Otín, en Oviedo; los grupos de Manuel Serrano, Óscar Fernández-Capetillo y el mío propio, aquí mismo, en el CNI, además del que José Viña dirige en la Universidad de Valencia. Y luego hay españoles fuera de España que también son líderes, como Rafael de Cabo en el National Institute on Aging de Baltimore (EE UU).
¿De dónde brota esta pasión por la ciencia en un país tan poco abonado tradicionalmente en este terreno? Es fruto del apoyo, por lo demás bien modesto, que los primeros Gobiernos democráticos dieron a la investigación. La generación de Joan Massagué e incluso la de Mariano Barbacid se iban para no volver porque esto era un desierto, pero eso cambió a finales de los noventa. Ahora se puede regresar, aunque el conquistado equilibrio entre los que salen y entran haya estado en peligro en la crisis. Hoy España existe en el mapa de este campo, hay buenos centros y se puede investigar. Somos otro país.
“la ciencia busca desentrañar el envejecimiento a nivel molecular para evitar enfermedades. Ha prescrito la idea de que es algo inexorable”.
¿Cómo tuvo lugar su primer encuentro con la ciencia? Nací en un área rural de Alicante, en una familia humilde sin tradición en la materia. Me gustaba estudiar de todo y no sentí una pasión especial por la ciencia hasta que me dieron una clase de orientación universitaria y descubrí la ingeniería genética. Estudié en Madrid con Margarita Salas. Ella se había especializado en Nueva York y conocía de primera mano las novedades de la vanguardia internacional. Seguí sus pasos.
¿Cómo fue su experiencia americana? Fantástica, pero no supuso contraste alguno en lo que se refiere a disponer de medios técnicos porque aquí Margarita Salas se había ocupado de disponer de uno de los mejores laboratorios del mundo. Lo que sí encontré en el Harbor Laboratory de Nueva York fue a un grupo trabajando en la frontera del conocimiento, y entre ellos, a la que luego sería premio Nobel de Medicina, Carol Greider.
Aunque admite que la presencia de mujeres en los altos niveles de las instituciones científicas ha aumentado, se ha quejado del mal funcionamiento de la política de paridad en esos ámbitos. En este centro, en el que las investigadoras somos mayoría, únicamente el 30% de los puestos de jefatura están en manos de mujeres. Nuestros problemas no son diferentes a los de las mujeres de EE UU u otros países de Europa. Las esferas de decisión están copadas por hombres que a la hora de planificar y organizar la actividad no tienen en cuenta las necesidades específicas de las mujeres.
¿Ser mujer es una desventaja en la carrera científica? ¿Se puede compaginar el tener hijos y competir en este campo? Es una desventaja mientras no se habiliten fórmulas que permitan a las mujeres tener hijos sin que eso les suponga un obstáculo en su carrera profesional. España debería tomar medidas para elevar nuestra preocupante tasa de natalidad.
¿El momento más eufórico de su experiencia profesional? Cuando demostré que la telomerasa era esencial para mantener los telómeros [capuchones que protegen los cromosomas y que en la medida de su longitud son indicativos de una mayor esperanza de vida] en los mamíferos. Primero aislé un posible gen de la telomerasa y luego demostré la importancia de su función al generar por medio de la ingeniería genética un ratón desprovisto de ese gen. Lo hice en el laboratorio de Carol Greider. Todavía no se había aislado ese gen y se ignoraba si tenía que ver con el cáncer y el envejecimiento. Fue el momento más emocionante de mi carrera, mi momento eureka.
¿El envejecimiento es una enfermedad que podría tener cura en un futuro hipotético o siempre será un proceso al que todos estamos abocados? Ahora mismo no es una enfermedad, es la causa de las enfermedades. Hay enfermedades comunicables: las infecciosas, y las no comunicables, no transmisibles, asociadas al proceso de envejecimiento: el alzhéimer, el infarto, el párkinson… El germen es el proceso de envejecimiento.
El libro en el que usted aborda el envejecimiento se titula Morir joven, a los 140. La esperanza de vida continúa aumentando de forma progresiva dos o tres años por década, simplemente con las mejoras sanitarias y sin haber llegado a aplicar los descubrimientos de los últimos 10-15 años que han revolucionado la biología. El mensaje de ese libro, que escribí con la periodista Mónica G. Salomone, es que, si nos tenemos que morir, procuremos morirnos sanos.
¿Cuándo se van a aplicar esos descubrimientos? En los próximos años. La apuesta clave de la ciencia es desentrañar el envejecimiento a nivel molecular para poder manipular genéticamente ese proceso y evitar las enfermedades. Ha prescrito la idea de que el envejecimiento es algo inexorable y demasiado complicado como para meterle el diente científico. Las investigaciones nos sitúan en la perspectiva futura de un importante aumento de la esperanza de vida.
Intentamos identificar los genes responsables de la longevidad, pero los resultados no están siendo muy fructíferos. Hay que considerar los componentes psicológicos y los hábitos de vida.
Entonces, ya tiene que estar librándose una gran batalla comercial por la longevidad y la búsqueda del elixir de la eterna juventud. ¿Teme que la mercantilización de la ciencia lleve a que los avances científicos sean utilizados para el provecho de unos pocos privilegiados? Puede que las cosas terminen así, pero no lo creo. Aunque hay muchos intereses e inversiones empresariales, el foco de la investigación no está tan dirigido a obtener fármacos de rejuvenecimiento como a combatir las enfermedades asociadas a ese proceso. De hecho, ya podemos decir que habrá soluciones más efectivas contra el infarto de miocardio y el alzhéimer. Y, como ha ocurrido con el sida, los avances científicos terminan llegando también a los más pobres.
Las personas más longevas son las que desarrollan más tarde los procesos vinculados al envejecimiento. ¿Es una cuestión física, psicológica, cultural? No lo sabemos. Intentamos identificar los genes responsables de la longevidad, pero los resultados no están siendo muy fructíferos. Hay que considerar los componentes psicológicos y los hábitos de vida. De hecho, hay estudios que asocian la mayor longitud de los telómeros con el menor estrés.
¿Qué siente cuando explora en las fronteras de la ciencia? Me siento como una exploradora que se adentra en territorios ignotos. Creo que aún estamos en la prehistoria del conocimiento humano.
¿Qué descubrimiento importante se ha producido en este último año? La inmunoterapia supone una pequeña revolución en la medida en que no busca tanto acabar con el cáncer atacando a los oncogenes como potenciar nuestro propio sistema inmune. El cáncer puede llegar a pervertirse y hacerse casi invisible a nuestro sistema inmunológico. Las células cancerígenas son prácticamente inmortales: solo mueren de inanición.
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