Hace buen tiempo y voy al parque, ese espacio vallado, cerrado, objetivamente ordenado en el que el poco verde que existe no se puede pisar, tocar y disfrutar. Un banco bajo un árbol palillo, acabado de substituir por el centenario que quizás daba demasiada sombra y "quitaba las vistas" de algún balcón cercano. ¿Qué mejor vista hay que no sea la de la copa verde y frondosa de un árbol?, me pregunto. Me siento para leer un capítulo del libro La Ciutat Agraria. Agricultura Urbana i Sobirania Alimentària, coordinado por Guillem Tendero. Este otoño lo publicará Icaria Editorial, pero de momento es posible bajarlo de la red. En los capítulos participan colegas de esa cofradía invisible que los ingleses definen como Urban Farmers, personas que saben cómo es posible disfrutar en ciudad de otro tipo de parques.
Junto a otras colegas, el científico e investigador Johannes Langemeyer participa del último capítulo que han titulado Sembrando vida en las ciudades: beneficios sociales y ambientales de los huertos urbanos de Barcelona. Y ahí, en sus datos comprobados, empiezo a encontrar respuestas. La cuestión es hacer crecer las plantas sí, pero también que ese crecimiento fomente la relación social, colectiva y vecinal.
Experimentar con los modelos de gestión de los huertos urbanos es la clave. Si a los que desarrolla el Ayuntamiento se suman propuestas vecinales, localizadas, que faciliten la decisión directa sobre el espacio por parte de los vecinos y vecinas se fomentará la integración social. La toma de gestión conjunta hace decidir sobre el espacio y esa identificación nos hace cuidarlo mucho más.
Niños que no comían verde, desde que van al huerto urbano, han aumentado su consumo
Levanto de nuevo la vista hacia mi entorno de parque vallado, pienso que si en un rinconcito los vecinos pudieran tener un espacio de cultivo ya no sería tan difícil acercarse al verde. Al menos podría intercambiar unas palabras con sus cuidadores y cuidadoras. Si la gente lo siente suyo se responsabiliza y lo cuida. Aparte de los beneficios en la reducción de contaminación urbana ya demostrados con el crecimiento de nuevos espacios verdes, el aprendizaje y la educación medioambiental para los niños y niñas aparecen de manera natural en este tipo de iniciativas. Ver crecer las hortalizas, entender el ciclo de plantación, respetar la naturaleza les hace sentir curiosidad por los alimentos. Demuestran cómo niños que no comían verde, desde que van al huerto urbano han aumentado su consumo: ese es otro de los beneficios de la agricultura urbana.
Guillem Tendero nos recuerda en la introducción del libro cómo "durante milenios la viabilidad de las ciudades estaba íntimamente relacionada con el mantenimiento de la fertilidad de los suelos y la salud de los ecosistemas que las rodeaban". ¿Por qué no debería seguir siendo así? Para científicos como Johannes, las ciudades también son ecosistemas conectados con los ecosistemas globales. Nuestra visión comienza a cambiar para entender los flujos y las conexiones ecológicas entre las ciudades y el resto del mundo. Así pues facilitemos la creación de nuevos huertos urbanos, gestionados directamente por la vecindad. Hagamos que ese gesto de: hace buen tiempo, voy al parque, se amplíe a: y de paso miro cómo han crecido los tomates, riego un poco y hablo con el vecino.
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