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Columna
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No-Celebración

La incógnita del 1-O es la magnitud de la respuesta organizada si no se lleva a cabo

Enrique Gil Calvo
Oriol Junqueras, Carles Puigdemont y Jordi Turull llegan a la reunión del consejo ejecutivo del Gobierno de la Generalitat.
Oriol Junqueras, Carles Puigdemont y Jordi Turull llegan a la reunión del consejo ejecutivo del Gobierno de la Generalitat.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

La principal incógnita del pseudorreferéndum catalán del 1 de octubre no se refiere, como podría pensarse, a la magnitud de su celebración (en cuántos Ayuntamientos se logrará forzar, con qué porcentaje de participación, etc.), que no tendrá lugar, sino a la magnitud de la respuesta organizada ante su no-celebración: una especie de insurrección no violenta capaz de desbordar a las instituciones estatales creando por generación espontánea un acontecimiento histórico en toda regla.

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El referéndum no se celebrará porque no se dan las condiciones formales ni materiales que constituyen los requisitos mínimos para poder considerarlo como tal. Su convocatoria es ilegal, carece de garantías democráticas de participación y viola todos los procedimientos tanto constitucionales como estatutarios previstos para los referendos. Por lo tanto, como se tratará de un fraude nulo de pleno derecho, lo que se “celebre”, en el sentido lúdico-festivo del término, será un simulacro carente de consecuencias jurídico-políticas a efectos prácticos. Una mera repetición redundante de aquel 9-N de ridículo recuerdo.

Pero es que lo que se pretende escenificar no es una celebración sino una no-celebración. Es decir, se ha buscado por todos los medios una prohibición de la celebración anunciada, para poder lograr así que las masas populares, agitadas por la CUP y la ANC, se echen a la calle en airada protesta contra la injusticia estatal padecida. Por eso se han violado todos los requisitos legales y democráticos, para que de ese modo no haya en este caso margen alguno de permisividad estatal. No fuera a ser que, como sucedió el 9-N, el indecisionismo marianista optase de nuevo por el laissez faire, laissez passer. En suma, de acuerdo al viejo síndrome victimista de la derrota histórica, se trata de escenificar un nuevo 1714: otra derrota a manos del Estado español, capaz de despertar el ansia de venganza del agraviado pueblo catalán.

Y ello porque la no-celebración, aunque no tenga efectos jurídico-políticos, si tendrá, o al menos eso esperan, efectos político-mediáticos favorables al independentismo, bastante decaído últimamente por la cansina redundancia del procesismo. Se trata de revertir la tendencia descendente de las encuestas mediante un truculento acontecimiento mediático, lleno de ruido y de furia, que vuelva a enardecer la rauxa de los indepes, que anda bastante alicaída. Todo ello en vísperas electorales donde se juegan su mayoría parlamentaria.

Ahora bien, ese escenario cuidadosamente calculado podría haber quedado trastocado por los efectos político-medíáticos del atentado de Las Ramblas del pasado 17 de agosto. Comparando ambos acontecimientos, la historicidad del referéndum, al fin y al cabo un simulacro redundante, palidece al lado de la seriedad del 17-A, quedando como un artefacto inauténtico y frivolizador. Por eso la Generalitat decidió politizar la masacre en sentido soberanista, tratando Puigdemont de actuar como Bush Jr. cuando se abrazó al jefe de bomberos tras el 11-S. Pero la actuación del major Trapero, hombre de gatillo fácil, quizá le haya robado el papel, y ahora mismo nadie sabe cómo terminará esta triste función.

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