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Vladímir Komarov, un mártir sin causa

Familiares del piloto soviético Vladímir Komarov, en 1967, durante la ceremonia de 
su entierro en la Necrópolis de la Muralla del Kremlin.
Familiares del piloto soviético Vladímir Komarov, en 1967, durante la ceremonia de su entierro en la Necrópolis de la Muralla del Kremlin. Alexander Mokletsov (AFP)
Martín Caparrós

H ACE UNOS DÍAS, cuando se cumplieron 50 años de su muerte, nadie lo recordó. Vladímir Mijáilovich Komarov fue el héroe de dos causas –que ahora están– perdidas: una porque ya no, la otra porque todavía no. La Unión Soviética no volverá; la carrera espacial vuelve de a poco.

Komarov nació en Moscú en 1927, mientras los últimos alientos revolucionarios se fundían en el puño de un georgiano bigotudo. Su padre, jornalero, celebró que su primer varón fuese a la escuela. Pero la invasión alemana arruinó todo: el pequeño Komarov tuvo que trabajar en una granja para reemplazar a los campesinos ya soldados. Se destacaba en matemáticas: en 1942, a sus 15, lo mandaron a una escuela de pilotos de combate; su padre, mientras, murió en una trinchera.

Komarov no alcanzó a pelear en esa guerra: se quedó con las ganas de ser héroe. Ya piloto, prosperó en el Ejército del Aire; en 1957, a sus 30, vio con maravilla cómo una perra primero y un hombre después volaban al espacio y lanzaban a la Unión Soviética a la conquista decisiva. Ella se llamaba Laika, él Yuri Gagarin; fueron sus héroes.

Komarov quiso ser como ellos. Se postuló, lo eligieron entre miles, lo entrenaron a fondo: los astronautas eran lo más selecto del sistema, veinte atletas-soldados-ingenieros, portaestandartes de la bandera roja. Por fin despegó: el 12 de octubre de 1964 capitaneó al Voskhod 1 en una misión llena de éxitos. Se había preparado durante cinco años; el vuelo duró un día. Cuando volvió lo hicieron héroe de la Unión Soviética; recorría con sus camaradas las estepas para que sus paisanos sintieran la grandeza de la patria.

El mando decidió acelerar la operación Soyuz, cuyo tripulante sería el primero en flotar en el espacio; los astronautas protestaron, no hubo caso.

En 1967 la carrera por el espacio se estaba acelerando. Los americanos se preparaban para atacar la Luna; la URSS no podía tolerar esa derrota. La revolución cumplía medio siglo y precisaba un golpe. El mando decidió acelerar la operación Soyuz, cuyo tripulante sería el primero en flotar en el espacio; los astronautas protestaron, no hubo caso. El coronel Komarov fue designado para comandar la nave: sabía que no funcionaría y pensó en negarse, pero le dijeron que, si no iba, Yuri Gagarin iría en su lugar. Por salvarlo, aceptó; sólo pidió que lo velaran a cajón abierto, para que los señores del Kremlin vieran lo que habían hecho.

El Soyuz 1 despegó el 23 de abril a las 0.32; a las 4.00 ya estaba claro que nada funcionaba. Desde tierra le ordenaron que abortara, que volviera. No era fácil, pero Komarov era un gran piloto: casi lo consigue. Llegó a entrar en la atmósfera y preparó el aterrizaje, pero el paracaídas tampoco funcionó. Desde un puesto de la CIA en Turquía captaron por radio los insultos del hombre que caía a miles de kilómetros por hora.

De su solemne funeral quedaron fotos: una especie de raíz carbonizada, retorcida, y unos señores gordos que tratan de no verlo. La prensa soviética, faltaba más, no contó la verdadera historia: Komarov se volvió un mártir destinado a vivir para siempre en el panteón del Kremlin. Si todo hubiera seguido como entonces, Komarov hoy sería un nombre para tantas cosas.

Pero fue que se quedó sin causas. El panteón ya cerró; el espacio está abierto. En las últimas décadas, la empresa más importante que los hombres hayan intentado fue casi abandonada por difícil, por cara, por lejana. Está volviendo poco a poco, sólo que ahora ya no son los Estados quienes la encabezan. Acorde con la tendencia general, parece que también ocupar Marte va a volverse el negocio de unos pocos.

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