María Nieves Rego, tango de amor y odio
RECOGE EL PLATO de la cena, va hasta la cocina, lo lava. Regresa a la pequeña mesa que está contra la pared en el recibidor y repasa las cajas con medicamentos por ver si se ha olvidado de tomar alguno (aunque ha perdido la fe en que los medicamentos sirvan para algo). Se sienta en el sofá de la sala, la espalda contra los almohadones impecables como están impecables el modular del televisor y el pequeño baño impecable y la impecable habitación en la que duerme y en la que, sobre una cómoda, hay retratos de ella misma, untuosa, arqueada, el pelo cortísimo, los ojos solares, fumando con boquilla; y como están impecables el cuarto impecable donde guarda los vestidos de baile de los últimos años –negros, con brillos y escotes magnos– y el pequeño patio impecable con la soga de tender la ropa que lava a mano porque no tiene lavadora. Quizás le dé algunas pitadas al cigarrillo electrónico. Quizás, ahora que ha apagado la radio que permanece encendida desde la mañana, mire un programa en NatGeo. Quizás repase las cosas que tiene que hacer al día siguiente: ir al supermercado, llamar a alguien. La persiana del departamento –una planta baja que da a la calle en un barrio de Buenos Aires cercano a Palermo– está baja, pero siempre está baja: de día, de noche. Son las ocho. En breve se irá a dormir. Esa es la vida ahora. ¿Esa es la vida ahora?
EN EL PRINCIPIO ES LA VOZ. Una voz en el teléfono que suena áspera, levantisca, que dice “Hola” como quien pregunta “¿Quién molesta?”, y que apenas después se lanza en una conversación encabritada.
–Yo ahora ni me maquillo. Para qué. Si ya dejé de bailar. Después de la película dije: “Voy a descansar” y soné. Se me taparon las arterias y no puedo bailar. El médico me dijo que si me opero me pongo peor. Yo fumaba desde los 11 cuarenta o cincuenta cigarrillos por día, nena. Ahora me duele cuando camino, empiezo a renguear, y no me gusta que la gente me vea así. Yo me juré que nadie me iba a ver decadente. Siempre fui reticente a la prensa. Ahora, como ya tengo mi biografía y una película, digo que el que quiera saber algo que vea eso. Pero si querés vení y hablamos. Llamame el día anterior, por si me olvido.
Pero el día anterior a la entrevista, María Nieves Rego (82 años, la bailarina de tango más emblemática de la Argentina que, junto a Juan Carlos Copes –su pareja de baile durante más de cuatro décadas, su pareja de todo lo demás durante periodos intermitentes nunca demasiado claros–, formó la dupla de tango de escenario más reconocida de todos los tiempos, bailando en el programa de Ed Sullivan y en la Casa Blanca, girando por medio mundo) no se ha olvidado. Ese día el teléfono suena pocas veces.
–Ah, nena. Claro, te espero. Pero no sé qué vamos a hablar. Si ya tengo la biografía, y la película.
La biografía se titula Soy tango, su autora es la periodista María Oliva y fue publicada por Planeta en 2014. La película es Un tango más, su director es el argentino residente en Alemania Germán Kral, tiene dirección ejecutiva de Win Wenders y es de 2015. Ella considera que esas dos formas de exposición pública son suficientes para que se conozcan su vida y su obra.
–No me vas a tener un día entero, eh. Ni dos.
EL TIMBRE suena con tanta fuerza dentro del departamento que se escucha desde la calle. Segundos después, María Nieves cruza el hall del edificio con paso elástico. Tiene el pelo corto y una sonrisa de escenario: genuina y, a la vez, una gran construcción pensada para proyectarse hasta la última fila de la platea.
–Hola, nena, pasá.
En el departamento hay una radio encendida a volumen discreto.
–Sentate.
En el recibidor, sobre una mesa pequeña, entre cajas con medicamentos, hay un paquete de cigarrillos y un cigarrillo electrónico. El parqué del piso brilla como cada adorno, como cada mueble. Todo está sumido en la luz de un foco de bajo consumo, pero aun en esa semipenumbra puede verse que es una casa refractaria al caos, un lugar donde las cosas están pulidas hasta los huesos, como si todo –las paredes, el piso, los adornos– acabara de ser sumergido en un enorme tanque de líquido limpiador.
–Ahora está todo así nomás. Cuando yo estaba bien no sabés cómo limpiaba.
Tiene dedos largos y uñas fuertes, que se lucían cuando posaba, hasta hace poco, en fotos en las que se la ve fumando con boquilla, el tajo del vestido lamiéndole la pierna hasta la ingle.
–Este cigarro electrónico lo compré hace un año. Tengo que controlarme. Por las arterias. Después de la película se me tapó, perdoname, hasta el culo.
Usa un fraseo teatral, modulado, haciendo pausas dramáticas, con frases plagadas de groserías leves y un slang reo (bacán, yeite, cajetilla) que ha viajado con ella desde el siglo pasado, como tantas otras cosas han viajado con ella: las piernas largas, el vicio por la lubricidad del tango, la mirada pícara que ya tenía en fotos que la muestran, en los años cincuenta, autoconsciente de una belleza vandálica, libidinal.
María nieves rego formó con juan carlos copes la dupla de tango más reconocida de todos los tiempos.
–Te vas a asustar de lo maleducada que soy. Yo jamás me imaginé que era tanto trabajo una película. Y el director quería la pelea con Copes. Yo no lo quiero ni nombrar a Copes. Reconozco que fue el mejor bailarín de tango. Pero como tipo, no. Yo ya quiero borrar mi historia. Y no quiero que me jodan más. No puedo hacer lo que yo hice toda mi vida, que es bailar. Entonces, hablar a mí no me interesa.
Un manejo excelso de las inflexiones de voz hace que, por momentos, parezca una mujer de mansedumbre absoluta y, por momentos, un dragón sorprendido en cólera deslumbrante.
–Bueno, dale. Empecemos.
JOSÉ REGO Rico. Repartidor de leche. Gallego llegado a Argentina en un año indeterminado del siglo XX. Marido de Josefa Freire Pértega, gallega llegada a Argentina en un año indeterminado del siglo XX. Padres de cinco hijos. Dos mayores –Alfredo, Ñata– y dos menores: Cristina (Pirucha) y Cacho. En el medio, dividiendo las aguas, nueve años de diferencia con Cristina, María Nieves, venida al mundo el 6 de septiembre de 1934 en un hospital público y rápidamente trasladada al inquilinato del barrio de Saavedra en el que vivía la familia.
–Mi mamá, pobrecita, una sometida total. Ni hablaba. Mi papá un hijo de puta, un golpeador. No la dejaba hablar en la mesa. “Cállese la boca”, le decía, y le tiraba un cachetazo.
La vida de María Nieves parece, desde el principio, un tango ominoso: un padre brutal, una madre analfabeta y sumisa que inculcaba en sus hijos el pudor y la virtud del perdón, la vida en inquilinatos sin baño, la vida sin plata, la vida sin comida ni ropa.
–Yo no tenía juguetes, así que jugaba con un sifón de soda. En el pico le ponía un pañuelito y era la cabecita. Le daba besitos, le decía: “Te voy a llevar al doctor”. Al lado vivía mi madrina. Cuando ella me invitaba a comer me quería comer hasta la cacerola. El hambre es una cosa fea. Y el deseo. Querer tomar de esa botella y no poder y desearla. Es feo.
–¿Y cuándo terminó todo eso?
–Cuando empecé a trabajar de sierva. De sirvienta.
La familia se mudó muchas veces. Para 1943 vivían en un inquilinato de la calle de Pinto con tres familias más y un solo baño. Pocos meses después de haber llegado allí, su padre murió de tuberculosis y su madre quedó, a los 45 años, viuda y con cinco hijos.
–Cuando se murió mi papá, yo lloraba porque veía llorar a mi mamá. Pero después me puse contenta. Me preocupaba, porque pensaba: “Ahora nos van a echar de acá, porque no hay plata”. Así que los más grandes nos fuimos a trabajar.
Su madre empezó a limpiar casas. Su hermana Ñata y ella, que abandonó el colegio, hicieron lo mismo. Tenía nueve años y la tomaron en un chalet de dos plantas en San Isidro, una zona elegante en las afueras de Buenos Aires. La dueña de la casa la golpeaba porque no sabía limpiar, porque le daba vergüenza salir a la calle con el delantal de mucama.
–Igual yo quisiera volver a esa miseria. Porque era libre. Lo nuestro fue duro pero al mismo tiempo hermoso, porque te enseña a vivir en la buena y en la mala. Por eso vivo humildemente. Ahora tengo la luz prendida porque estás vos. Si no, estoy a oscuras. ¿Sabés cuánto ganaba yo en la primera gira que hicimos con Copes por Estados Unidos? Cincuenta dólares por mes. Iban directo a Pinto y Núñez, al conventillo donde vivía mi mamá. Porque quería que no fuera más sirvienta. Y lo logré.
A los 11 años era una mucama cerril que quería casarse, tener hijos y una casa. Entonces empezó a ir a la milonga.
LA MILONGA es un ritmo musical, pero es también el nombre que designa a los sitios donde se baila el tango en Buenos Aires. En los años cuarenta, el tango atravesaba un momento dorado aunque no había nada parecido al baile de escenario, sino milongas que funcionaban en clubes o asociaciones barriales a las que acudían los sectores más populares, mujeres y hombres que se toreaban por una mirada, una traición o un paso mal dado en pistas en las que se bailaba sin adornos. La Ñata iba a una milonga en el club Atlanta. María Nieves, que trabajaba limpiando una casa en el otro extremo de la ciudad, en La Boca, empezó a rogarle a su hermana que la llevara con ella. La Ñata aceptó, aunque al principio no le permitió bailar. Apenas le alcanzaba el dinero para pagar la entrada, pero iba todos los fines de semana con su falda única, con sus únicos zapatos agujerados rellenos de papel. Cuando el papel se rompía, se pintaba el pie para que el agujero no se notara. En 1947, cuando en una milonga llamada Estrella de Maldonado vio entrar a un morocho que le clavó los ojos, tenía 13 y aún no había bailado ni una sola vez.
–Tenía pinta. Pero era un carrito, como les decíamos a los que bailaban mal.
Él se llamaba Juan Carlos Copes y la invitó a la pista con una leve inclinación de la cabeza. Ella bajó la mirada, en señal de “no, gracias”, pero pensó en él esa noche, y muchas de las que siguieron, aun cuando no volvió a verlo.
–Desapareció un año y después reapareció en Atlanta. Ahí ya sabía caminar, abrazar bien.
Copes se había transformado en un bailarín de respeto. Ella ya se había fogueado en la pista y le había bajado al cuerpo todo lo que sería después: los ojos cargados de vivacidad, los pechos altivos ondeando sobre caderas suaves. Cuando Copes la vio se le fue encima y, esta vez, ella aceptó. En el libro Soy tango, María Nieves dice que, cuando estaban bailando, “él acercó su boca a mi oreja y me susurró unas palabras que me hicieron vibrar: ‘Cómo nos vamos a querer”. Ahora se encoge de hombros.
–Muchos te decían frases así. Era un yeite, un truco de la milonga.
–Entonces a usted nunca le importó esa frase.
–No.
Después de algunos meses, Copes le pidió permiso a la Ñata para noviar con María Nieves. Un año más tarde se acostaron por primera vez.
Juan Carlos Copes no solo resultó ser un bailarín excepcional, sino el dueño de una ambición sin prudencia: en una época en la que nadie imaginaba que podía llevarse el tango bailado a un teatro, él ya tenía intención de hacerlo. María Nieves fue una cómplice perfecta: tenía talento, belleza y capas de devoción por él. Además de bailar en la milonga, empezaron a presentarse en concursos y competencias. Copes convocó a otros bailarines, empeñado en montar un espectáculo en la avenida Corrientes, donde están los teatros más importantes de la ciudad. Un día fue al Nacional, cuyo dueño, Carlos A. Petit, era dueño también de un cabaret histórico, el Tabarís. Copes le habló de su proyecto. Petit se interesó y así fue como, en 1955, debutaron en el Nacional y el Tabarís. Hacían un número de tango entre vedettes y algunos cómicos, y aunque ganaban apenas para pagarse el viaje, y ella seguía limpiando casas, fue el arranque de algo que ya no se detuvo.
Trabajó limpiando de casa en casa en el barrio de la boca hasta que su hermana la llevó a una milonga.
–Copes empezó a decir: “Hasta Nueva York no paro”. Yo, por mí, no hubiera hecho nada. ¿Cuál es el sueño de una mujer?
Tener un hijo. Tener marido. Te hablo de mi época. Ahora es distinto.
–Usted no quería vivir del tango.
–No. No fue una vocación propia. Mi sueño era tener una familia. Y salió pa la mierda.
Viajaron por Puerto Rico, por Cuba, por México. En 1959, finalmente, llegaron a Nueva York e hicieron, en el Waldorf Astoria, un show llamado Evening in Buenos Aires.
–¿Usted cuándo dejó de trabajar como…?
–¿Como sierva? No sé. Tendría 18 años.
En la pared del pasillo que divide los cuartos de la sala hay un espejo ovalado, antiguo.
–Qué lindo espejo.
–Me lo rayaron todo con la cámara cuando vinieron a filmar.
– ¿Le parece que la película quedó bien?
–No, como el orto. Yo me comí un año de frío, de madrugadas. Cuando terminó la película dije: “Bueno, voy a descansar un poco”. Y cuando quise volver a bailar noté un dolor en la cadera. Me dijeron que tengo las arterias tapadas y que no se puede hacer nada. Eso me tiene con una depresión tremenda. Por qué mierrrda, digo yo, no me cagué las manos. En vez de las piernas. Entonces no salgo. Para ir por la calle caminando como una viejita, no. Yo tengo 82 años, pero no me siento una viejita. Porque yo, cuando Copes me sacó del ballet, me dije: “Soy una vieja”. Y me lo creí.
En una escena de la película de Kral, mientras ella habla sobre Copes, se detiene y le dice al director: “No tengo por qué hablar de eso. Te dije que no quiero hablar más (…). No hablo más. Y no hablo más. Y ya me lo hiciste nombrar”. Hace un silencio, como una ola bestial que retrocede para tomar envión: “¡Copes, Copes, Copes! ¡Ya me tenés podrida con Copes!”. Y, como un cóndor que se lanza a destrozar su presa, grita, con ira cerval: “¡Quién carajos es Copes!”.
–ELLA TENÍA que contarme su historia con Juan Carlos –dice Germán Kral, el director de Un tango más, desde Múnich–. Y en un momento explotó y me mandó al carajo. Pero nunca dijo: “Se van de mi casa”. Eso es parte de su profesionalismo. Yo creo que es completamente contradictoria, y eso es lo fascinante. Ellos no se hablaban, y bailaban como los dioses. Se querían matar sobre el escenario. Y de ese odio surgió una belleza que transformaba el baile en puro arte. Mi sensación es que ellos amaban más al tango que al otro. Y eso fue lo que les permitió seguir bailando cuando ya no eran pareja.
En la primera escena de la película, María Nieves y Copes se encuentran sobre un escenario. Se miran a los ojos. Él levanta el brazo izquierdo. Ella posa su mano en la de él. Copes hace un movimiento apenas perceptible con la mandíbula, como si mordiera.
Aquella presentación en el Waldorf Astoria tuvo consecuencias. Los convocaron del Arthur Murray Show, un programa de la CBS, y eso hizo que los contrataran en el teatro Chateau Madrid, de Nueva York, y eso hizo que en 1961 les propusieran presentarse en New Faces, un programa de televisión que buscaba nuevos talentos, y eso hizo que los llevaran al show de Ed Sullivan. Pero la relación entre ellos no era fácil: él estaba rodeado de mujeres y quería seguir creciendo; ella solo quería volver a Buenos Aires y estar con su mamá. Así y todo, en 1965, en Las Vegas, se casaron. Cuando regresaron al país, compraron una casa y ella llevó a su madre a vivir con ellos. “Le dije: ‘Acá tenés’ –dice Copes en Quién me quita lo bailado (Corregidor, 2010), la biografía que sobre él escribieron Mariano del Mazo y Adrián D’Amore–, tu barrio, tu casa, tu madre, tu libreta de casamiento. Ahora no me jodas más. Yo sigo solo”. Se fue de gira un año. Ella conoció a José, un hombre que vendía ropa a domicilio. Él quería casarse, tener hijos, pero cuando Copes volvió, ella volvió con él.
–Dije: “Lo único que sé hacer es bailar tango”. Pensé que si no estaba Copes no podía bailar con otro. Tonta de mí. Entre uno y otro, elegí el tango. Me quedé con Copes.
Se mudaron a un chalet en Olivos, una zona acomodada en las afueras. Aunque bailaban juntos y compartían casa (ella y su madre vivían en el piso de abajo, él en el de arriba), se peleaban por todo: por una mujer, por un paso de baile. Los contrataron en Caño 14, un club nocturno al que iban empresarios, políticos, y donde se montaba un espectáculo con lo mejor del tango de entonces: Osvaldo Pugliese, el Polaco Goyeneche. Bailaban también en sitios como Karim, donde mujeres de categoría cobraban por copas de categoría, y por todo lo demás. Debajo del escenario no se hablaban, pero en el escenario transformaban la ira en precisión, el encono en virtuosismo. En 1971 comenzaron a trabajar en Karina, otro club nocturno. En 1972 una muchacha de 18 años llamada Myriam Albuernez fue a ver el espectáculo. Copes la vio y quedó prendado. Siguió un romance sin mucho plan, y él decidió dejar la casa que compartía con María Nieves para mudarse a un departamento del centro. Unos años después Myriam quedó embarazada y, en 1976, nació la primera hija de ambos, Geraldine. María Nieves dice que, durante todo ese tiempo, ella no supo de esa relación.
–Me enteré de la hija porque alguien me dijo: “María, sabías que fulana…”. Eso también lo superé. Fue el orgullo lo que sufrió.
–Pero ustedes ya no eran pareja.
–Yo ya no lo quería a él. Y empecé a vivir la vida que no viví de jovencita. No dejé títere con cabeza. Entraba a la milonga y era la reina. Pero basta. No quiero contar esto. No. Estamos hablando de mi historia de amor. No hablo más.
–Siguieron bailando juntos.
–Te diría que fue nuestro mejor momento.
La pareja se presentó en el waldorf astoria y acabó bailando en el exitoso ‘show’ televisivo de ed sullivan.
En los años ochenta, el director Claudio Segovia montó un espectáculo llamado Tango argentino. Junto a músicos y cantantes, convocó a las mejores parejas de tango bailado, entre las que estaban María Nieves y Juan Carlos Copes. El espectáculo le dio al tango, desde su estreno el 10 de noviembre de 1983 en el teatro Châtelet de París, una relevancia internacional que jamás había tenido. En 1984 desembarcaron en el City Center, de Nueva York, y en 1985 debutaron en el teatro Mark Hellinger, de Broadway. Tenían planeado permanecer cinco semanas y se quedaron seis meses. A fin de año, el New York Times destacó a Copes y María Nieves como los mejores en el rubro danza, y él estuvo a punto de ganar un Premio Tony, pero lo perdió en manos de Bob Fosse. En 1986, ambos fueron invitados a bailar en la Casa Blanca, para Ronald Reagan, y la hija de Gene Kelly fue a verlos durante una presentación en Los Ángeles para llevarlos a casa de su padre, que quería conocerlos.
–Le pedimos sacarnos una foto y no aceptó. Nos dio una foto autografiada. Me parece muy bien. Como si vos ahora me decís que me querés sacar una foto, te digo que no.
En 1987, por desavenencias con el elenco, renunciaron a Tango argentino y regresaron al país. Siguieron bailando en clubes nocturnos y teatros, con épocas buenas y malas. En 1993, con 92 años, la madre de María Nieves murió.
–Murió antes de todo lo que pasó después. Por suerte. Así no vio nada.
En 1996, ella y Copes hicieron una gira por Japón y los organizadores de una de las presentaciones les pidieron que, al terminar, ambos dijeran unas palabras. Bailaron y, después, se acercaron al micrófono. Mientras él se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, ella dijo: “El tango danza tiene algo muy especial, que es la comunicación en la pareja. Por eso es que al bailarlo sentimos un sinfín de emociones. Como podría ser el amor, pero también el odio”. En el vídeo que registra el momento puede verse que, cuando ella dice “pero también el odio”, Copes la mira, casi sorprendido.
–Pero no lo dije con rencor. Y me fui caminando. Esa caminada mía…
Se levanta y recorre la sala, las piernas como dos jaguares que saben lo que tienen que hacer.
–Yo soy felina, viste. Pero eso es porque vos sentís el aplauso del público y empezás a caminar y mirás al hombre y es una sensación que te transporta. Yo ahí ya no soy María Nieves. Soy otra cosa. Me ponen lo que sea adelante y me lo como. El tango es como un acto de amor. Porque empezás caminando, haciendo firuletitos con las piernas del hombre, y terminás con los ganchos, nena, que es un polvo.
Antes de aquella gira por Japón, Myriam Albuernez le había dado un ultimátum a su marido: “Le dije a Juan –dice Myriam Albuernez en la película de Kral–: ‘Yo creo que la etapa con Nieves está cumplida. Pensalo. Si vos volvés a casa, no existe más Nieves como compañera de baile. Si seguís bailando con Nieves, ni vuelvas a casa’. Y él volvió a casa”. Así, un día de 1996 María Nieves recibió la visita del director Manuel González Gil que le comunicó que estaba preparando con Copes un espectáculo llamado Entre Borges y Piazzolla. Y que ella no estaba en el elenco.
–Sentí que me clavaban un puñal en el corazón. Por qué mierda no me echó antes, cuando yo tenía 50 años. Pero yo tenía 62. Y pensé que el tango se había acabado para mí.
–¿Qué hizo?
–Nada. Me quedé en mi casa.
Fueron casi dos años de encierro, de no saber qué hacer. Hasta que en 1998 Luis Pereyra, un bailarín que había formado parte del ballet de Copes, le ofreció incorporarse al elenco de Tango, la danza del fuego. El día del estreno salió al escenario temerosa. Pero, antes de que pudiera dar un paso, la gente estalló en una ovación. Pensó, incrédula: “¿Me aplaudirán porque me tienen lástima?”.
–Es que yo siempre pensé que él era el importante de la pareja. Nunca me habían aplaudido así.
“me llevo bien con mi edad. Siempre digo: ‘si vuelvo a vivir haría lo mismo’. Todo. Menos copes”.
En 1999, Claudio Segovia repuso Tango argentino en Broadway y la convocó para que bailara, una vez más, con Copes. Ella aceptó, dice, por dinero. Estuvieron 10 semanas bailando como dos espadas, sin dirigirse la palabra.
–Yo bailé con bronca. Pero soy una profesional.
En 2001 la invitaron a participar en Tanguera, una puesta de la bailarina Mora Godoy, y volvió a las giras por Europa, Asia, Estados Unidos. A los 65, a los 79 años, María Nieves bailaba con compañeros a los que les llevaba décadas –Pancho Martínez Pey, Junior Cervila–, recibía homenajes, arrancaba ovaciones, se ofrecía al frenesí de un público que no había imaginado. Y entonces, una vez más, todo terminó.
–Porque se me taparon las arterias.
–¿Cuándo fue la última vez que vio a Copes?
–El día que terminó la película. El director quería que bailáramos, pero yo le dije: “¡No! Yo con Copes no bailo más”.
–¿Le gustó verlo ahí?
–No, no me gustó para nada.
–¿Y con él nunca pensó en tener hijos, en…?
–Sin palabras. Sin palabras. Bueno, ya me estoy cansando, nena. Me aburre hablar. Y me quedo como cargada de bronca. Porque no quiero hablar más de mi vida. Me da bronca porque en mi interior me estoy diciendo: “¿Por qué lo aceptaste?”.
En la puerta de calle, al despedirse, sonríe y dice:
–Gracias. Y no le digas a nadie dónde vivo.
–HOLA, ¿MARÍA?
–¿Quién habla?
–La periodista. Quería combinar con usted para que la fotógrafa fuera a su casa a hacer reproducciones de las fotos de su álbum.
Primero dice que esa semana no puede, después que puede el jueves, después que el jueves a la mañana no puede, después que sí.
–Ya le avisé que usted no quiere retratos actuales.
–¿Yo? ¡No! ¡Yo retratos no! ¡Que se hubieran acordado antes! ¿¡Sabés para qué quieren hacerme retratos ahora!? Para decir: “Mirá la vieja”. ¡Que se hubieran acordado antes!
EL JUEVES a las dos de la tarde, María Nieves cruza el hall de su edificio vestida con una blusa floreada que deja descubiertos el cuello y los hombros.
–Hola, nena, pasá.
La casa está igual que dos semanas atrás: impecable, casi a oscuras, la radio prendida.
–Esta mañana vino la fotógrafa.
–Sí. Me dijo que le permitió hacer unos retratos.
–¿Sabés qué pasa? Tenía en mente que no me iban a sacar fotos. Y después me dije: “Puta, parecés una aficionada”. Yo tendría que haber cuidado toda mi vida artística como pretendo cuidarla ahora. Ahora ya no vale la pena.
Va a la cocina y calienta la pava. Cuando regresa, dice:
–¿Sabés que quería adoptar un perro? Pero no me quieren dar, porque soy jovata y tienen miedo que el perro se quede solo.
Yo me llevo bien con mi edad. Y siempre digo: “Si vuelvo a vivir haría lo mismo”. La miseria, todo. Menos Copes.
–¿Pero qué le dio la miseria?
–Felicidad. Nacimos con la miseria y para nosotros era una cosa normal. Gracias a Dios saqué de mi mamá no ser mentirosa, no tener envidia y saber perdonar.
–¿Ella lo pudo perdonar a su padre?
–Seguro. Si no, no lo hubiera llorado.
–¿Y usted?
–No. Nunca.
–¿Y a Juan?
–Ah, sí. Yo a Juan lo perdoné. Me gustaría ser amiga de él. Yo era sirvienta y podría haber seguido de sirvienta, pero el tango me dio mucho. Siempre les digo a las bailarinas jóvenes que, si van a tener un hijo, no dejen pasar el tiempo. El tango puede esperar.
–¿Hubiera dejado el tango por una familia, por…?
–Sí. Sin duda. Sí, sí.
De pronto se queda callada. Tiene una expresión temible, la mueca de alguien que va a arrojarse en picado sobre su carga más oculta para ponerle fin.
–¿Está apagado eso? –pregunta, mirando el grabador.
–No.
–Apágalo.
–¿Por qué?
–Porque te voy a decir un secreto.
Cae la tarde cuando acompaña hasta la puerta y, con una sonrisa humilde, dice:
–Gracias por interesarte en mí, nena
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.