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Louis Vuitton, el imperio de lo único

Trabajo de personalización de una pieza de equipaje.
Trabajo de personalización de una pieza de equipaje. Caterina Barjau
Carmen Mañana

BEBER CHAMPÁN en un vaso de agua le resultaba simplemente intolerable. Y cada vez que volaba se veía obligada a hacerlo. ¡Incluso en primera clase! Incapaz de seguir aguantando semejante aberración, decidió encargar a Louis Vuitton un pequeño maletín para transportar dos buenas y esbeltas copas de cristal. Así, cada vez que la azafata descorchaba una botella de Möet & Chandon, ella podía sacar su propia cristalería y disfrutar civilizadamente de las burbujas.

Patrick-Louis Vuitton, tataranieto del fundador de la mítica firma francesa, rememora esta anécdota ante unos interlocutores con la mandíbula desencajada por la impresión. Se trata, puntualiza, de una de las misiones más exóticas que se le han encomendado al taller de pedidos especiales que dirige desde hace 30 años. “Pero no es la más rocambolesca”, concluye. Imposible reprimir la imaginación.

Trabajo de fabricación de una pieza de equipaje.pulsa en la fotoTrabajo de fabricación de una pieza de equipaje.

Sentado en una butaca con su pipa, mantiene a la audiencia en vilo antes de acogerse al secreto profesional, tan fuerte como el confesión. Estamos en el salón de la casa familiar de los Vuitton en Asnières-sur-Seine, una bucólica comuna al noroeste de París que Vincent van Gogh retrató en varias de sus obras.

En el taller de pedidos especiales se realizan baúles para transportar “desde un Stradivarius hasta un patito de goma”.

El fundador de la marca escogió esta localidad porque, al igual que la capital, está surcada por el río Sena y a través de él podía transportar de forma segura la madera con la que elaboraba sus famosos baúles y cajas de viaje. El éxito de la pequeña tienda que había inaugurado en 1854 en la Rue des Capucines requería una fábrica más grande. Y allí la construyó ocho años después junto a su hogar, un palacete de dos plantas que estuvo habitado por los Vuitton hasta la muerte de Josephine, la nuera del creador, en 1964. La coqueta factoría, que puede controlarse a través de las celosías del salón, acoge hoy el taller de pedidos especiales, donde se realizan por encargo baúles y maletas para “transportar desde un Stradivarius hasta un patito de goma”, según resume su director. Se trata de la división más exclusiva dentro una de las marcas más exclusivas del mundo. La joya de la corona de esa gran locomotora de la industria de la moda que es Louis ­Vuitton; una compañía valorada, según la revista Forbes, en casi 26.000 millones de euros.

Herramientas y proceso de elaboración artesanal de baúles.

Ese pequeño germen del imperio Vuitton y donde hoy trabajan 180 personas sitúa a la firma como pionera y referente de una de las tendencias fundamentales del lujo actual: la personalización. “Siempre ha sido necesaria. Conservo un archivador de mi abuelo con todas las anotaciones técnicas y detalles de las customizaciones”, apunta el director. Está en el origen mismo de la marca: Louis Vuitton se convirtió en uno de los artesanos más famosos de Francia por ser el único en el que la emperatriz Eugenia de Montijo confiaba para embalar sus suntuosas telas.

El número de millonarios ha crecido un 121% en el mundo desde el año 2000, hasta alcanzar los 32,9 millones de personas.

Dos siglos después, la personalización resulta clave para el futuro de un sector que vive uno de sus mayores cambios estructurales. Su razón de ser permanece inmutable: conseguir que el consumidor se sienta único, especial. Pero, en contra de lo que cabría esperar, el mercado actual –salvajemente consumista hasta llegar a veces al paroxismo– desafía sus planteamientos tradicionales.

Patrick-Louis Vuitton, tataranieto del fundador de la marca francesa y director del departamento de pedidos especiales.

El precio del bolso Petit Malle –un pequeño baulito que también se elabora artesanalmente en Asnières– ronda los 3.750 euros, y aunque para el común de los mortales resulte simplemente inalcanzable, cada vez hay más personas que pueden poseerlo. El número de millonarios en le mundo ha crecido un 121% desde el año 2000, hasta alcanzar los 32,9 millones. De estos, 140.000 individuos acumulan patrimonios superiores a los 50 millones de dólares (unos 47 millones de euros), según datos extraídos del Informe de riqueza mundial 2016 de Credit Suisse.

La pregunta se formula por sí sola: ¿cuando el lujo se vuelve masivo deja de ser exclusivo? La respuesta de algunas marcas consiste en vender objetos y servicios aún más caros y, por tanto, menos accesibles; la de otras, en ofrecer productos que se adapten a las necesidades y deseos concretos de cada cliente. Muchas combinan ambas. Hipocresía o mentalidad empresarial, según quien juzgue.

Proceso para la elaboración artesanal de baúles. /CATERINA BARJAU

La segunda opción, la personalización, cruza transversalmente el sector del lujo. Desde la sastrería a medida, por la que grandes firmas como Gucci o Ermenegildo Zegna han decidido apostar este año, hasta la cosmética. Carolina Herrera, por ejemplo, acaba de lanzar una línea de perfumes y aceites de alta gama (su precio supera los 200 euros) pensados para que el consumidor los combine como un alquimista y cree su propia fragancia a la carta.

“El ‘see now, buy now’ (lo veo, lo compro) está bien para adquirir un paquete de tabaco, no un producto de lujo”.

Patrick-Louis Vuitton asegura que la supervivencia de su excepcional taller no responde a ninguna decisión estratégica ni de marketing. “Es tan solo un plus que les ofrecemos a nuestros clientes”. Tampoco pretende captar a esos compradores que buscan diferenciarse del resto de consumidores del lujo: el vértice de la pirámide de la exclusividad. Pero lo hace. Y eso los convierte en maestros de la personalización para regocijo de Delphine Arnault, directora de la firma e hija de Bernard Arnault, el empresario francés que erigió el conglomerado de empresas de lujo más grande del mundo –Louis Vuitton Möet Hennessy– a partir de la fusión en 1987 de la firma parisiense y la compañía productora de champán y coñac que le da sus dos últimos nombres.

La casa familiar y la factoría que Louis Vuitton construyó en 1862 en Asnières-sur-Seine.

Desde entonces, el mercado del lujo se ha transformado con la incorporación de países emergentes como Rusia y China y el desembarco de los millennials, pero, según Vuitton, el perfil de su cliente no ha variado. “Siente la misma necesidad de llevar consigo cosas que valora. Solo han cambiado los hábitos, los objetos con los que viajan. Antes eran libros y ahora tabletas. Fin”, resume. En su catálogo aumenta el número de preciosos baúles diseñados para atesorar consolas o equipos de música digitales, pero se mantienen los joyeros o baúles escritorios. También hay lugar para excentricidades como minicasinos portátiles con ruleta incluida, porque nunca se sabe dónde pueden sorprenderle a uno las ganas de apostarlo todo al negro. La imaginación del ser humano, como su ego, no tiene límites y el trabajo de Patrick-Louis Vuitton, que presume de poder construir con sus manos cualquier modelo de baúl, consiste en lidiar con ambos. “No siempre es fácil”. Solo recuerda un cliente insatisfecho: la editora de una importante publicación internacional. “Me pidió un bolso, pero yo no quería hacerlo. Todo el mundo insistió y finalmente accedí. Cuando estuvo terminado, se lo llevé personalmente y me dijo que era horrible. Le respondí: ‘Te lo advertí”, se ríe. La personalización podría ser una vertiente del psicoanálisis. “El director de un banco muy importante, un tipo que tomaba a diario decisiones que comprometían miles de millones de euros, llamaba a su madre cada vez que tenía que escoger el color de sus maletas. No podía hacerlo sin ella”, recuerda.

Asnières también representa el legado artesanal de una de las marcas más plagiadas del mundo. Tras sus celosías se custodia la esencia original de la firma, el savoir faire que comenzó a fraguarse cuando, con solo 13 años, Louis Vuitton huyó de su casa de Anchay, en la región de Jura. Tardó dos años en llegar a pie hasta París y a lo largo de este trayecto trabajó en platerías, carpinterías y fábricas textiles. Toda esta experiencia se materializó en su revolucionaria creación: un baúl recubierto por una lona impermeable y con la tapa plana –hasta ese momento eran en su mayor parte curvas–, lo que permitía apilarlo con mayor facilidad.

Un baúl perteneciente al modisto Paul Poiret (1879-1944).

En la actualidad, la marca posee 12 talleres artesanales –uno de ellos en Barcelona–, pero es en el de Asnières donde se concentran las manos “especialmente habilidosas”. Un pequeño grupo de trabajadores de todas las edades elabora con paciencia monacal los más de 400 encargos que salen de media al año. Está prohibido entrar con cámaras y, además de cierto misterio, se respira calma y concentración. Parece una gran sala de manualidades: mientras una mujer de mediana edad forra de cuero el interior de un cajón, un chico tatuado hasta los nudillos elige el cierre de un maletín de apariencia estándar pero que esconde un doble fondo para documentos, tal y como ha pedido su futuro propietario: T. H., según las iniciales pintadas en la tapa. El tiempo de elaboración varía según la dificultad y el tamaño de la pieza, pero suele rondar los ocho meses. En Asnières no hay prisas. “Esperar es necesario” y además, según Vuitton, excitante. “Sucede como cuando estas en un restaurante y sabes que el plato que te espera es glorioso: miras el reloj todo el rato. Es la emoción de la impaciencia. Pero no puedes acelerar los tiempos de producción: para diseñar, para que llegue la piel perfecta, para que seque la cola”, argumenta. Esta actitud define de nuevo una estrategia decimonónica, en las antípodas del supuestamente moderno see now, buy now (lo veo, lo compro), que lleva los diseños a las tiendas inmediatamente después de presentarlos. “Me parece bien para adquirir un paquete de tabaco, pero no un producto de lujo”.

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