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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El país cansadito que resiste en silencio

En Nicaragua, Daniel Ortega ha vuelto a pisotear (a la turca) a aquellos que quieren ensombrecer su ascenso a los cielos

Juan Cruz
Daniel Ortega junto a su esposa, Rosario Murillo .
Daniel Ortega junto a su esposa, Rosario Murillo .INTI OCON (AFP)

En Nicaragua creen que Daniel Ortega, el otrora revolucionario que quiere prolongar su dictadura tanto como su matrimonio, se oculta porque tiene alguna dolencia de la piel. También podría ser que no sale para no verse reflejado en su país empobrecido y triste. Aquella “Nicaragua tan violentamente dulce” que abrazaron Julio Cortázar y tantos revolucionarios hace 40 años transita hacia la melancolía. Pero esa realidad se silencia, como si aquella Nicaragua no se hubiera muerto. La izquierda del mundo, incluida la que tenemos, se tapa la cara. No conviene ponerlo de manifiesto. “Son los nuestros”, como lo fue Chávez, como lo es Maduro.

Hay mucha literatura sobre las razones de esa melancolía, ante esa revolución y ante otras que nos hicieron pensar en el hombre nuevo o en el mundo feliz. A ese propósito hay un libro, Tumulto (Malpaso, 2015), que debería divulgarse más y que escribió recientemente Hans Magnus Enzensberger. El escritor alemán vivió incluso la revolución soviética, se implicó en la Cuba revolucionaria y en las otras revoluciones chiquitas de Europa. Ahora, tantos años después, se entrevista a sí mismo: el joven que fue, revolucionario apasionado, ilustrado poeta que viajaba de revuelta en revuelta en busca del hombre nuevo para el hombre, le hace preguntas como puños a este viejo que encarnó a un revolucionario cuya ilusión se parecía a la de multitud de otros ciudadanos del mundo que buscaba playas debajo de los adoquines. Entre las playas que aplaudimos estuvo la revolución sandinista.

Entre los que con más pasión aplaudió la revolución que desde hace 30 años viene demoliendo sin cesar Daniel Ortega estuvo Julio Cortázar, cuyo libro Nicaragua tan violentamente dulce (Muchnik Editores, 1984) es una declaración de amor y de protesta. De protesta contra aquellos que osaran ponerle pegas a la revolución, incluida la Revolución cubana, que había pasado por la vergonzosa prueba del caso Padilla.

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Ahora Daniel Ortega se ha cargado a su oposición parlamentaria, ha vuelto a pisotear (a la turca) a aquellos que quieren ensombrecer su ascenso a los cielos (ayudado por la Iglesia, por cierto) y no recibe del mundo que le profesa lealtad (entre otros, los progresistas de izquierdas de nuestro territorio) otra cosa que silencio. Que haga lo que quiera, “es de los nuestros”.

El eslogan del matrimonio —la esposa de Ortega, Rosario Murillo, es la candidata a la vicepresidencia— que ahora se quiere mantener en el poder para siempre dice: “Nicaragua cristiana, socialista, solidaria”. No es ninguna de las tres cosas. Es una dictadura violentamente amarga. Un país cansadito que resiste mientras se calla el mundo entero y miran para otro lado los que creen que criticar a Ortega (¡todavía!) es criticar a la izquierda que cultivan.

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