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Columna
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Leones en la nieve

Paul Schelle estaba febril. La temperatura se le había disparado. Los ojos del enfermo parecían haber retrocedido más en las profundidades de sus cuencas. Arturo lo arrastró hasta la estufa y lo cubrió con mantas. Luego cogió un pedazo de hielo y lo pasó por su rostro y sus labios resecos. El agua pareció revivir un poco a Schelle.

–He traído la penicilina –le anunció Arturo.

El alemán no pareció darse por aludido. Estaba casi delirando. Arturo actuó con rapidez, cogió la ampolla y cargó la jeringuilla; luego descubrió uno de los brazos de Schelle. Subió la manga, preparó la aguja, pero al disponerse a inyectar hizo un descubrimiento que le paralizó: en el antebrazo tenía tatuado su grupo sanguíneo. Aquel era el tatuaje obligatorio para los oficiales de las SS. En campaña había facilitado las transfusiones de sangre de manera rápida y segura, pero una vez terminada la guerra se había convertido en una marca para que los rusos les identificasen y no dudaran en ejecutar directamente a sus dueños. El mismo Arturo hubiera debido tener uno, pero los avatares de la retirada no habían dejado tiempo para tatuajes, y además no le gustaban las agujas. Posiblemente eso le había salvado. Sin embargo, aquello no le sorprendía, de alguna manera lo esperaba. Hundió la aguja en la piel y empujó el líquido. “Alabado sea lo que nos hace duros”, recordó la frase de Nietzsche que adornaba los cuarteles de las SS. A continuación arrebujó al enfermo en las mantas, cogió la petaca y dio un trago al whisky. Tenía hambre y devoró la carne estofada de una ración estándar del ejército. Más tarde tendría que alimentar a Schelle quisiera este o no. Cogió la petaca y se acercó a la ventana, dio otro trago. En ese momento manadas de lobos estarían ya entrando en Berlín provenientes de todos los bosques aledaños para alimentarse de lo que pudiesen. No era seguro andar por las calles. Dio un último sorbo, cogió una manta, se hizo un sitio junto a la estufa y se ovilló. A su lado, Schelle comenzó a delirar; al principio eran palabras sueltas, sin sentido, luego fragmentos enteros de conversación. Se enfrentaba a interlocutores fantasmales, se quejaba, daba órdenes. A juzgar por sus alucinaciones, parecía estar de nuevo en el frente del Este. En Rusia no solo se había permitido todo, sino que se había recomendado lo peor; mentes lúcidas habían enloquecido, almas honestas se habían hundido en la depravación. Arturo recordó el olor a resina de los troncos descortezados de las isbas; el inacabable horizonte batido por la cellisca; las toneladas de artillería pesada sobre sus cabezas; los francotiradores disparando a los camilleros, por cada uno muerto habría cientos de soldados condenados, agonizantes en el campo de batalla y que desmoralizarían a sus camaradas; el mosconeo de la Parrala; las cifras desesperadas de material, hombres y armas que desaparecían engullidos por Rusia. Y, mientras, Hitler leía a Karl May en sus búnkeres; Stalin tenía a Poe en su mesilla de noche. El sueño fue tomándole progresivamente hasta quedar anegado por él.

Arturo despertó. Un amanecer luminoso colmaba el marco de la ventana. Se levantó y se movió con brusquedad para hacer circular la sangre. Luego entró en otra habitación donde guardaba el cubo para las necesidades; la orina no tardó en congelarse. La estufa se había apagado y buscó unas piedras de carbón. Logró que el fuego cobrase vida otra vez. Se acercó al enfermo; tuvo un sobresalto porque Schelle le observaba con los ojos quietos, sin parpadear. Pensó que había muerto durante la noche, pero sus labios se movieron débilmente, susurraba algo. Arturo descifró que tenía sed y le acercó un pedazo de hielo. Tras refrescarlo, abrió una ración de peras en lata y le dio de comer. Parecía recuperarse, pero lentamente, aún estaba muy débil. Aunque Arnáiz regresara, no podían trasladarle en aquellas condiciones. También era consciente de que cada hora que se retrasase su fuga se limitaban las oportunidades, incluidas las suyas, pero no podían hacer nada al respecto. Había que esperar. Se acercó a la ventana, ¿quién era aquel hombre?, ¿por qué le buscaban?, ninguna de las dos respuestas auguraban nada bueno. Contempló Berlín, asolada más allá de los límites de lo comprensible; había algo sobrenatural en toda aquella destrucción, en el grado de desastre más allá de todo botín o la misma guerra. Representaba casi la imposibilidad del bien. Un rictus de tristeza cubrió su rostro. La tragedia había sido que las bombas no fueran precisas, que repartiesen su devastación de una manera ciega; la tragedia había sido que los bombardeos no minasen la moral, sino que incrementaban la rabia y la resistencia. Juro coraje y fidelidad a ti, Adolf Hitler. Con la ayuda de Dios, prometo obedecerte hasta la muerte, a ti y a los jefes por ti designados. ¿Quién iba a pensar que los alemanes lo fueran a creer de verdad, que lucharían hasta el final? Un coche apareció al fondo de la calle y avanzó hasta aparcar frente al edificio. Instintivamente, Arturo se apartó de la ventana y lo espió desde una esquina. Dos hombres con gabán y sombrero se bajaron; uno de ellos miró hacia su apartamento, y a continuación sacó un paquete de cigarrillos, le ofreció uno al compañero y fumaron con calma. Las alarmas saltaron en la cabeza de Arturo, el agente no le había prevenido de ninguna visita. Pensó con rapidez. El edificio tenía cinco plantas, pero la última había sido volatilizada y las tres siguientes estaban mírame y no me toques y nadie se arriesgaba a ocuparlas. Solo estaban ellos en el primer piso y unas familias en el sótano. No tenía mucho tiempo. Schelle había caído en un duermevela; cogió todas las mantas, lo levantó como pudo, pasó su brazo por encima del hombro y lo arrastró fuera del piso. En el descansillo había un letrero que advertía: ¡Escalera peligrosa! Utilícese bajo su responsabilidad. Subieron a trompicones por una escalera oscura y húmeda, con las paredes cubiertas por grandes fragmentos de moho y un fuerte olor a excrementos. La temperatura era aún más cruda. Llegaron al cuarto piso, un apartamento medio quemado que no producía ninguna seguridad. Avanzaron entre los restos de mobiliario chamuscado y charcos aceitosos de reflejos irisados. Arturo buscó las sombras más apartadas, donde acostó al alemán y lo cubrió con unas mantas.

–Tiene que aguantar, herr Schelle –le dijo–. Volveré.

El enfermo le miró con un rostro descompuesto, asintió levemente. Arturo sabía que el frío descarnado podía rematarle, pero no podían arriesgarse a recibir visitas inesperadas. Se despidió y se apresuró a bajar las escaleras. Entró en el apartamento y corrió a vigilar la ventana; en la calle solo estaba el vehículo, no se atisbaba a la pareja por ningún lado. Arturo se recolocó el cuchillo y revisó la Walther. Podían ser der amis, o der tommies, o los ruskis..., el tal Schelle parecía ser material muy sensible y podía interesar a cualquiera de ellos. Registró la habitación en busca de cualquier rastro que pudiera haber dejado el doiche y lo hizo desaparecer. Luego se limitó a esperar, el único ruido era el crepitar de la estufa. Unos golpes terminaron por sonar en la puerta. Arturo preguntó un “quién va”. Una voz le respondió en inglés: “Inteligencia británica”. Arturo maldijo en silencio, guardó la pistola y abrió la puerta. Eran los dos hombres, tenían una estatura similar, y el de la derecha, con una bufanda, habló de nuevo.

–¿Podemos entrar?

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