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Columna
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Los días sin ayer

EL individuo que llevaba bufanda era un cuarentón de pelo gris, párpados pesados y apariencia melancólica. Llevaba el pelo largo para ser militar. Su compañero tenía la cara roja como un ladrillo y bolsas en los ojos. Ambos escudriñaron el apartamento, y mientras el primero terminó por observarle atentamente, el segundo le registró sin pedir permiso, encontró el cuchillo y lo colocó sobre la mesa. Luego comenzó a recorrer las habitaciones.

–Me llamo Alec Whealey –se presentó el de la bufanda–. Le agradezco que nos permita tener una conversación con usted. Creo que habla mi idioma.

–Sí.

–Conoce usted muchas lenguas. En la Biblia no es una figura demasiado benigna.

Arturo sonrió por cortesía.

–Estamos aquí debido a Ignacio Arnáiz. ¿Le conoce?

Arturo respondió que no. Un destello de diversión cruzó la cara de Whealey.

–El señor Arnáiz es un oficial de su servicio secreto. España ya no mantiene relaciones diplomáticas con Alemania, no hay comunicación postal ni telefónica, así que cuando tuvimos noticias de su entrada en el país no dejamos de preguntarnos para qué.

Whealey miró a la espalda de Arturo, su colega se situó junto a la ventana y negó con la cabeza. Prosiguió.

–Por suerte tenemos amigos en España, y nos llegó la noticia de que alguien quería encontrar a una persona que nosotros también tenemos ganas de conocer…

Metió una mano en su gabán, sacó una cartera y, de la misma, una fotografía de grano grueso. En ella se reconocía a un oficial de las SS que hacía el gesto de señalar algo con un fondo de edificios en llamas y soldados a la carrera. Era Paul Schelle.

–¿Le suena? –preguntó Whealey.

–Ni idea.

–Su nombre es Jürgen Heberlein, un general de las SS. Esta foto está tomada en algún lugar del Cáucaso. Se hizo muy popular en Rusia y allí el MVD quiere invitarle a tomar té. Nosotros solo queremos llevarlo ante un tribunal.

–¿Qué hizo?

–Bien, enumerar las acciones de nuestro hombre llevaría tiempo. Podríamos decir que su verdadera vocación era la de mago, y tenía un truco estrella: hacía desaparecer pueblos enteros, habitantes incluidos –chasqueó los dedos significativamente–. Así…

Arturo comenzó a vislumbrar el corrimiento del terreno, las fallas, ese pasado que lo iba engullendo todo, incluida la finísima línea del presente.

–Les deseo suerte. Pero no entiendo por qué vienen a mí.

–Desgraciadamente le hemos perdido la pista al señor Arnáiz. Sin embargo, nos acordamos de usted, ya no quedan españoles relevantes en Berlín, usted es el único que podría serle de alguna ayuda.

–Nadie puede ayudar a los nazis. Están acabados.

Ilustración de Miguel Navia

Whealey compuso una mueca extraña y metió las manos en los bolsillos mientras hacía sonar unas monedas.

–Déjeme contarle algo: durante la guerra, los nazis organizaron una red de sociedades en España para canalizar mercancías de todo tipo, minerales, productos químicos, tecnología, etcétera, hacia el Reich. Se llamaba Sofindus. Al mismo tiempo sus servicios secretos, la Gestapo, la Abwehr, las SS…, mantuvieron un estrecho contacto con sus homólogos españoles, y su compenetración ha durado hasta el último día de la guerra. Asimismo resulta insólito que a partir del 43 se observase un ingente movimiento de capital y personal especializado hacia España, y que se registraran en el extranjero un alarmante número de patentes alemanas. ¿Ve por dónde voy?

–Berlín está llena de rumores.

–Quizás, pero conociéndoles, ¿quién nos asegura que no hayan elaborado detallados planes para mantener vivo el nacionalsocialismo en el futuro? Altos cargos, militares, empresarios podrían cimentar las bases económicas para poner en marcha la maquinaria propagandística y mostrar algún día su verdadero rostro.

–Imagino que con todo ese material fantasioso sus periódicos doblarán las tiradas.

Whealey sonrió.

–En todo caso, señor Andrade, hoy nadie quiere recordar el pasado, como si los días carecieran de un ayer. Y mi papel aquí es demostrar que nuestros actos son relevantes, tienen consecuencias, y que hemos de cargar con ellas.

–Pues repito: le deseo suerte.

–Muchas gracias. Usted no se encuentra fuera del lote, en cualquier momento podríamos volver a encarcelarlo, y esta vez sus diplomáticos no podrán sacarle. Seguro que encontraríamos gente que afirmase haberle visto disparando contra los rusos. Y hablando de nuestros “aliados”… –Whealey escorzó su cuerpo–, ellos también están buscando al general Heberlein, y con mucho ahínco, me atrevería a decir. Si ve a Arnáiz, dígale que lo más sensato es que colabore con nosotros, usted sabe que los bolcheviques no serán tan agradables.

Se quedó mirando la petaca que había sobre la mesa. Arturo siguió sus ojos y cogió la petaca. La abrió y se la ofreció.

–Quedan unas gotas. Por el imperio –dijo Arturo.

–¿El suyo o el nuestro?

–Da igual, los dos están ya de capa caída.

Whealey hizo una mueca y rechazó la petaca, Arturo se encogió de hombros y terminó el whisky. Los británicos se despidieron y Arturo les acompañó hasta el descansillo. Durante unos segundos Whealey se fijó en el letrero de advertencia y luego estudió las escaleras. Subió un par de escalones, pero al comprobar el estado en que se hallaba no debió parecerle una buena idea. Se fueron escaleras abajo y Arturo se lanzó a la ventana; ahora había otro coche junto al primero, que recogió a Alec Whealey y se alejó ­mientras su compañero quedaba de guardia. Arturo maldijo y se preguntó dónde coño estaría Arnáiz. Subió al cuarto piso y buscó a Heberlein. El frío era intenso, el alemán estaba tiritando, no tenía buen aspecto. No podía dejarle allí y llevarlo al apartamento tampoco era una opción, en cualquier momento podían regresar los amis y adiós muy buenas. Piensa, Arturo, se dijo, piensa. Tomó una decisión y cargó con Heberlein; bajaron al primer piso a trompicones y lo colocó junto a la estufa, que volvió a alimentar. De momento tendrían que arriesgarse hasta que atase todos los cabos de su plan. Le dijo que tenía que ausentarse y que no abriese la puerta a nadie; a continuación buscó su pistola y cogió el cuchillo. Al salir descubrió dibujado en el portal uno de los 88 que Arnáiz le había referido, la octava letra del abecedario, HH, Heil Hitler. Se aseguró de que el agente británico le viese; este salió del coche, terminó el cigarrillo que estaba fumando y le miró fijamente. Arturo sonrió y comenzó a andar con una nueva sombra pegada. Mientras avanzaba, recordó las palabras de Whealey acerca del pasado, y le vino a la cabeza la casa de la diosa Fama descrita por Ovidio, señora del Rumor y la Voz Pública, que nunca duerme, y en su interior se oía todo lo que se hablaba en el universo, eterna y simultáneamente, una cámara de ecos donde todo se confundía y nada se olvidaba…

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