La espera
PUTO Berlín. El dedo de Arturo se deslizó por la superficie helada del cristal, trazaba las mayúsculas mientras en la calle caía copiosamente la nieve. No se escuchaba ningún ruido en la noche berlinesa. En una esquina había un bulto oscuro que se parecía a uno de aquellos cadáveres rígidos y dolorosos, miles de ellos, que habían quedado como cosas rotas en los campos helados de Rusia. No sabía qué hora era, todos los relojes de pulsera se los habían quedado los ruskis, junto con todas las mujeres, cuando tomaron la ciudad. La fecha sí, esa sí la sabía, diciembre de 1946, y la temperatura también: un abismo de grados bajo cero. Lo único que le separaba de convertirse en uno de aquellos cuerpos escarchados era una pequeña estufa de carbón que alimentaba con lo poco que podía conseguir en la calle. Tenía cigarrillos suficientes para pagarlo, la única moneda que servía en Berlín, y la suerte de no fumar. Charlottenburg, en el sector británico, se moría de frío igual que el sector americano o el soviético o el francés; el agua se congelaba en las cañerías, la luz sufría cortes constantes. Se arrebujó en el abrigo y se caló el gorro de lana. Frío. Frío lancinante. ¿Qué mierda hacía aún allí? Había estado con la División Azul en Leningrado, Krasny Bor, el río Ishora…, luego con la Legión Azul retrocediendo por Pomerania y más tarde con las SS defendiendo aquella ciudad de mierda… Había dejado un rastro de sangre por toda Europa en aras de la dichosa patria o ya no sabía de qué, y ahora le habían dicho que tenía que esperar.
Cuando llegaron los ruskis logró pasarse a la zona aliada y fingir que era un “trabajador desplazado”, uno de tantos a quienes habían prometido el oro y el moro y habían sido esclavizados sin miramientos. Sin embargo, los ingleses no se habían creído el cuento y le tuvieron detenido unos meses hasta que logró ponerse en contacto con el servicio exterior español. “En estos tiempos tan críticos y difíciles es muy loable que haya hombres como usted”, le habían dicho el año anterior, “por descontado, si usted regresa a España todo esto se le tendrá en cuenta en su debido momento”, le habían repetido. Aquel era el puñetero y exacto “debido momento”, pero el agente del SIAEM que había conseguido su libertad le había dicho que tenía que esperar. Los dientes le castañetearon; levantó más el cuello del abrigo y volvió a pegarse a la estufa. Rumió el pasado, que le asaltaba, le anegaba; había recuerdos que se sentaban a nuestro lado y se dedicaban a retorcernos el corazón, pensó. Tuvo sed y se acercó a un cubo donde tenía hielo, lo picó con un cuchillo y chupó un pedazo durante un rato. De repente se puso rígido, había escuchado un ruido en el pasillo; quizás der Amis se hubieran arrepentido de su decisión y quisieran recordarle que la pérfida Albión seguía siendo un enemigo entrañable. Agarró el cuchillo y aguantó la respiración. Se oyeron claramente unos pasos y luego unos golpes secos en la puerta. Arturo se mantuvo en silencio. Escuchó una voz.
–Soy Arnáiz, ábreme.
Arturo se relajó pero no dejó el cuchillo, que enfundó en la cintura. Abrió la puerta y permitió entrar al agente.
–Hace un frío de cojones –dijo el hombre por todo saludo.
–Ahí tienes la estufa.
Rafael Arnáiz se sentó junto al fuego colocando sus manos enfundadas en mitones como si quisiera detener algo. Aquel tipo de cabeza alargada y huesuda, como un caballo, algo cargado de hombros, era en aquel momento su pasaporte de regreso a España.
–¿Has visto los números? –preguntó Arnáiz.
–¿Qué números?
–88, escrito por todo el barrio, y supongo que por toda la ciudad.
–¿Qué significa?
–Parece que el ocho es por la octava letra, la H. Dos ochos, doble hache: Heil Hitler. Los doiches no se resignan.
–¿Después de todo esto?
Arturo señaló más allá de la ventana el paisaje de ruinas fantasmales en que se había convertido Berlín.
–Se dice que el Führer sigue vivo y que aguardará el momento para hacer resurgir al Reich de sus cenizas.
–Créeme, ese demonio hace tiempo que ha vuelto a casa.
Arnáiz ladeó una sonrisa. Palmeó las manos para entrar en calor.
–Por cierto, se me olvidaba, capitán Andrade…
–Soy teniente.
–Te han ascendido, acaban de comunicármelo hoy mismo. Parece que en el palacio de Santa Cruz te tienen aprecio.
–Lo único que quiero es que me “asciendan” en un avión y me lleven a Madrid.
–No seas desagradecido.
–Soy lo que me sale de los huevos.
Se sostuvieron la mirada. Arnáiz decidió no mantener el envite y volvió a concentrarse en el fuego: al cabo estaba tratando con un héroe. Metió la mano en uno de los profundos bolsillos de su gabán y sacó una petaca, que colocó en la mesa.
–Coñac Hennessy, sin aguar. Para la rasca.
–¿Dónde lo has conseguido? –en el rostro de Arturo hubo un matiz de incredulidad.
–La guerra significa prosperidad para la gente juiciosa –Arnáiz también sacó unos papeles de otro bolsillo–. Aquí tienes tu nueva documentación, vuelves a ser un ciudadano español. Con todos los derechos. Y la patria te ha reclamado ya.
Arturo cogió los papeles y los observó sin mucho entusiasmo.
–Gracias. Ahora, ¿a qué estamos espe-
rando?
–Dirás mejor a quién.
Por la cara de Arturo pasó la sombra de una interrogación, pero no dijo nada.
–¿No te interesa saber más? –preguntó Arnáiz.
–Solo quiero saber cuándo nos marchamos.
–Si por mí fuera ya estaríamos en Madrid, pero hay que llevar con nosotros a otra persona.
Arnáiz agarró la petaca, la abrió y le ofreció. Arturo echó un trago y se la devolvió; el agente brindó “por los nuevos comienzos”, dio un sorbo y enroscó el tapón.
–¿Nuestro invitado puede traer problemas? –se interesó finalmente Arturo.
Arnáiz metió las manos entre las piernas y sonrió.
–Ahora solo para sí mismo.
Arturo se sentó en otra silla y sacó el cuchillo, lo puso cerca. Había considerado mantenerse al margen de cualquier información, en ocasiones era más útil no saber. Sin embargo, por el talante de Arnáiz, aquello parecía muy resbaladizo, había que estar dispuesto para la pelea. Se tocó la oreja rota, recuerdo de los ruskis. En ese momento sonaron pasos fuera de la habitación; hubo un silencio, como si el visitante estuviera decidiendo qué hacer a continuación, hasta que picaron en la puerta.
–¡Ahá! –se congratuló Arnáiz–, ha llegado nuestro invitado. Permíteme hacer los honores.
Se levantó, se dirigió a la puerta, dijo una contraseña que fue rápidamente corroborada y abrió sin contemplaciones.
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