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Columna
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Un visitante inesperado

EL hombre que entró no olía bien, pero quién de ellos lo hacía cuando no podías bañarte. Tampoco parecía pasar por su mejor momento, a juzgar por su tez biliosa. Rondaba los cincuenta años, estatura mediana, moreno, de nariz grande y corte de pelo clásico apurado. Vestía con pulcritud dadas las circunstancias, gabán, chaqueta, un halstuch (un pañuelo anudado con esmero al cuello), pantalones beis y unos zapatos buenos pero gastados. Tenía irritados los ojos, como si hubiera estado horas sin parpadear.

–Te presento a Paul Maria Schelle –dijo Arnáiz.

Arturo le saludó y le invitó a sentarse.

–Herr Schelle es un amigo de España –continuó el agente–, y allí hay mucha gente interesada en verle. Nuestro trabajo es que llegue sin contratiempos a Madrid, y tendremos que ser discretos, en estos tiempos enredados podrían confundir a un honrado industrial con quien no es.

Arturo sintió la mentira que hormigueaba en los márgenes de la historia, pero se limitó a asentir. Arnáiz sacó más documentos de aquella chistera mágica que parecía ser su bolsillo y se los entregó a Arturo. Eran los papeles para su invitado, los estudió; un trabajo de calidad, filigranas, pigmentos, sellos y firmas que no resistirían la mirada de un experto, pero con los que podían arriesgarse en los contextos y con las personas adecuadas. Arturo se los entregó a Schelle, que por el sudor de su cara parecía empeorar por momentos.

–¿Se encuentra usted bien, herr Schelle? –le preguntó Arturo en fluido alemán.

–Es una pequeña infección –su voz era formal pero frágil.

–De eso nos ocuparemos más tarde –señaló Arnáiz en un alemán más titubeante–. Herr Schelle debe volver a España porque tiene negocios que atender allí.

–¿Qué tipo de negocios?

La interrupción de Arturo sorprendió al agente.

–Química, farmacéutica…, esas cosas –respondió sin percatarse de la paradoja–. Mientras tanto, tú serás el encargado de su seguridad. ¿Tienes dinero, cigarrillos?

–Sí.

–Herr Schelle también tiene reservas. De momento podréis arreglaros.

–Si he de protegerle, necesitaré tu arma.

–¿Y por qué sabes que tengo una?

–Si no fuese así, no tendrías esa sonrisa.

Arnáiz rio como si le hubieran contado un chiste.

–Si te detiene una patrulla y llevas un hierro encima, vas a tener problemas.

–Así me enfrento mejor a ellos, ¿no?

El agente se rascó en la nuca y terminó por sacar una Walther.

–Con vuelta –puntualizó.

Arturo comprobó el cargador y colocó el arma junto al cuchillo.

–¿Y cómo pensáis sacarle?

–Hay que esperar un poco, los Aliados están obsesionados con la desnazificación y ven a miembros del Partido hasta en los kindergarten. Están apretando las tuercas en las fronteras. Nos llevará tiempo y unas cuantas propinas.

–No hay mucho que reprocharles, hay unos cuantos delitos que juzgar.

–El único crimen de los doiches fue no ultimar a tiempo la bomba atómica y perder la guerra.

Hubo un brillo en la mirada de Schelle, que hasta ese momento había permanecido ausente. Se apagó pronto.

–¿Algo más? –planteó Arturo.

–Es todo de momento –Arnáiz se levantó y le hizo un gesto para que le acompañase a la puerta; se llevó a Arturo a un aparte.

–Solo recordarte que a nuestro invitado hay dos generales y un ministro que lo quieren ver sin un rasguño. Yo volveré pronto, mientras tanto me lo cuidas como a un San Luis. Y otra cosa… –los rasgos de Arnáiz se endurecieron–. Si ocurriese algo, coges al herr y te vas directamente al club Lorelei, en Schöneberg. Allí preguntas por Pepe, de mi parte, ¿estamos?

–Estamos.

Se dieron la mano y el agente se despidió con un “Arriba España”. Arturo se aseguró de que la puerta quedaba bien cerrada y volvió con su huésped.

–¿Tiene hambre? –preguntó en su idioma.

–No, muchas gracias.

–Debe ser el único en la ciudad –ironizó Arturo.

Schelle iba a responder cuando un violento ataque de tos le dobló por la mitad.

–Eso pinta mal.

–Llevo así unos días.

–Habrá que curarle antes de marcharnos. No puede viajar en esas condiciones. Necesita penicilina.

El gesto de Schelle se volvió casi insolente.

–Aguantaré.

–De todas formas voy a llamar a un médico.

–¡No!

Hubo plomo en sus ojos, y si Arturo había dudado en algún momento de que aquel individuo no era solo un empresario, su firmeza terminó por confirmárselo.

–Está bien. Tranquilícese.

Arturo era consciente de que ambos iban a compartir lo más parecido a una celda, y por experiencia sabía que las discusiones, en espacios claustrofóbicos, podían convertirse en un espinoso deporte.

–¿De dónde es usted? –cambió de tercio.

–Westfalia –respondió sin precisar más.

–No conozco.

–¿Le suena el bosque de Teutoburgo?

–Ah, ya, donde Arminio destrozó a los romanos.

–Exactamente, es nuestro ancestro, y estamos orgullosos de ello. Aquello es el Knerland, el núcleo de Alemania.

–No lo dudo, herr Schelle, no lo dudo…

Schelle también comprendió el acuerdo tácito que se había instaurado entre ellos.

–¿Cómo… decir…? –comenzó a preguntar.

Arturo se sorprendió; la frase había sido formulada en un trabajoso español.

–¿Habla español?

–Nein –negó con la cabeza–, cómo decir… lied… –de repente empezó a cantar de memoria–: era hermoso y rubio, como la cerveza, el pecho tatuado con un corazón… Lied… spanisch…

–La Piquer –Arturo sonrió–, es una canción de la Piquer. Él vino en un barco, de nombre extranjero, lo encontré en el puerto, un anochecer…

Schelle pareció recordar y cantaron a la vez, sonriendo. En una de las estrofas el alemán comenzó a toser de nuevo como si tuviera cristal molido en el pecho. Arturo contempló su crispación y, a pesar del riesgo que implicaba cualquier salida, tomó una decisión irrevocable. Se levantó.

–Herr Schelle, podría usted morirse, y eso no es buen negocio para mí. Me da igual cómo se ponga, tengo órdenes, así que voy por la penicilina…

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