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Columna
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¿Quién puede matar a un niño?

SI había algo en aquella ciudad por lo que valía la pena matar, eso era la penicilina. Los berlineses caían como moscas mientras en el mercado negro se hacían fortunas. Arturo había discutido con Schelle, pero terminó imponiéndose, y este había sacado un rollo de grasientos billetes que colocó sobre la mesa. Tras coger la pistola y el cuchillo, salió a la calle y recibió una bofetada gélida. La nevada estaba aflojando y comenzó a c nar en dirección al Tiergarten. A su alrededor, las ruinas de la ciudad se elevaban en la oscuridad como farallones. Los alemanes tenían una palabra para la fascinación por las ruinas, ruinenlust; podía imaginarse a los visitantes de Berlín cien años después mientras recorrían aquellas calles como si pasearan entre los escombros de Roma, absortos en la poderosa estética de la destrucción. Toda civilización, por omnipotente que pareciese, terminaría convirtiéndose en puro despojo: aquella era la lección. Pero lo que antes necesitaba siglos, ahora sucedía de la noche a la mañana por efecto de las bombas: Dresde, Hamburgo, Berlín… Temblaba de frío cuando llegó a las inmediaciones del parque; a principios de año, a todas las f lias alemanas se les había asignado un árbol para cortar leña y calentarse, y el Tiergarten había sido talado hasta dejarlo reducido a una extensión de tocones punteados por estatuas y el metal retorcido de las farolas, en un desolado paisaje de barro congelado. Como recuerdos de los masivos bombardeos que había sufrido la ciudad, había una enorme hélice clavada en medio, un fragmento de una de las fortalezas  derribadas. Los recuerdos le atenazaron, no muy lejos quedaba el barrio diplomático y la antigua embajada española, y en el zoo se había reído por última vez con sus camaradas, R ro, Ninfo, Saladino, Manolete…, unos muertos, otros desaparecidos durante la defensa de la ciudad. Llegó a la estación de Zoologischer Garten, uno de los centros del mercado negro; bullía de buscavidas y clientes que hablaban de un fenómeno tan real como inexplicable: la terquedad de la vida. Arturo se movió entre ellos, nadie parecía disponer del grial hasta que un chico de unos doce años, feo y raquítico, se le acercó y le confirmó que él podía conseguírselo.

–No es barata. ¿Con qué vas a pagar?

Arturo sacó unos cuantos billetes. El chico asintió.

–Sígueme.

Rodearon el Bahnhof Zoo y se internaron en Wilmers­dorf. Culebrearon entre paredes agujereadas por proyectiles y montañas de escombros, hormigón, tuberías y basura cubiertas de nieve. Los puntos de referencia habían ­desaparecido en aquella ciudad cementerio, las calles estaban bloqueadas o eran impracticables; todo un nuevo y desconocido trazado en el que alguien sin brújula podría perderse fácilmente. Eso sin contar con el peligro de las paredes que se derrumbaban aleatoriamente, los cientos de bombas sin detonar que estallaban en los lugares y momentos más inesperados. A esas alturas, Arturo ya estaba apercibido, pero no lograba precisar de dónde podía llegar el peligro. El crío se detuvo antes de llegar a una pared, se dio la vuelta, metió los dedos en la boca y silbó con fuerza. Los niños comenzaron a surgir de las sombras, eran alrededor de una decena entre los cuales había dos crías; harapientos, sucios, algunos llevaban prendas de la Wehrmacht. En sus manos portaban martillos, palos, navajas…, y tenían miradas hoscas, amenazadoras. Ninguno de ellos superaba los 14 años.

–Tiene mucho dinero –dijo su guía mientras le señalaba.

Uno de los críos, rubio, que llevaba un gabán de oficial, se adelantó para aclarar quién era allí el líder. Arturo puso las manos a la espalda para demostrar que no estaba intimidado, pero actuó con cautela debido a su mirada trastornada.

–Necesito penicilina.

–No tenemos esa mierda, pero nos vas a dar todo lo que tienes –respondió el jefecillo.

–¿Y cómo se supone que vas a obligarme?

–Somos más.

Arturo asintió.

–En eso estamos de acuerdo. Pero me temo que necesito penicilina, y si vosotros no la tenéis, tendré que buscar a otro proveedor.

El crío pareció sorprenderse, como si aquel hombre no entendiese la situación o fuese un chiflado. Metió la mano en el gabán y sacó un pequeño revólver. Le apuntó directamente al estómago. Su voz se volvió sibilante.

–Todo lo que tengas.

El gesto pareció excitar al corro de niños, que comenzaron a gruñir, insultar y jalear. Arturo sintió cómo el miedo se le enroscaba en el estómago, pero no perdió la calma. Sonrió y levantó las manos; en ese momento se escuchó un estruendo, un lienzo de ladrillos que se había desplomado o una de las habituales demoliciones controladas. El fragor fue suficiente para distraer unos segundos a la horda infantil; con un rápido movimiento, Arturo sacó su Walther. Apuntó a la cabeza del crío. Todos permanecieron en silencio.

–Necesito penicilina –repitió Arturo.

A continuación sonrió y fue elevando la pistola hasta colocar la gélida boca del cañón en su sien. Con la otra mano buscó en un bolsillo y sacó el rollo de billetes.

–¿Entiendes? –preguntó sin perder la sonrisa.

El jefe parecía hipnotizado por la osadía de Arturo, no acababa de establecer una secuencia lógica. Tal vez fuera debido a su descabellada acción, o a su manera de sonreír, o quién sabe; el crío guardó la pistola y ordenó al resto de la banda que se acercase para conferenciar. Al cabo se acercó a Arturo muy serio y le dijo un precio. Arturo asintió.

–También necesito una jeringuilla. ¿Puedes conseguirla?

–Costará lo mismo que la penicilina.

–¿Cómo puede costar lo mismo?

–Porque la necesitas.

–Eres un ladrón.

El crío sonrió por primera vez. Arturo aceptó, pero pactó primero la entrega y luego el dinero. El jefecillo le dijo que esperase, hizo una señal a la pandilla y desaparecieron en la oscuridad. Arturo permaneció allí, aterido mientras rumiaba la escamante negativa de Schelle a ser visitado por un médico, la posibilidad de que aquellos críos le hubieran engañado de nuevo o que pagaría el doble de lo convenido por achicharrarse en alguna terraza del Retiro. No pudo soportar más el frío; ya estaba considerando marcharse cuando apareció el mismo arrapiezo con quien había hablado en la estación. Le entregó una bolsa. Arturo comprobó el contenido: una ampolla, una jeringuilla. Lo convenido. Le entregó el dinero, pero el mocoso negó con la cabeza.

–Falta.

–¿Cómo que falta?

–La propina.

–¿Por qué?

–Por llevarle de vuelta.

Arturo miró los acantilados de ruinas que le rodeaban y fue consciente de que podría extraviarse en aquel dédalo y terminar congelado en cualquier esquina. Qué cabrón, pensó.

–Espero que tengas buena memoria –le dijo al crío.

Este se adelantó y le guio sin titubear por el laberinto hasta la estación del Zoo. Cumplieron su trato y Arturo prosiguió hasta Charlottenburg. Abrió la puerta del apartamento y anunció su llegada, pero nadie respondió. Al entrar en el salón descubrió a Paul Schelle desplomado en el suelo.

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