El sombrero de los sueños
Cuando Rick Blaine le dice a Ilsa Lazlo, las alas de sus fedora tocándose y envueltos ambos por la misma niebla cinematográfica en el aeropuerto de Casablanca: “Lo lamentarás. Tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana, pero más tarde, toda la vida”, podría referirse a la idea de eliminar el sombrero de su vestuario.
El final de esa película, protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, forma parte de la abultada lista de imágenes icónicas que no tendrían sentido si sus personajes no llevaran un elegante sombrero de fieltro. La relación de los fedora (y de su mejor marca: Borsalino) con el cine es más que simbiótica. Cuando aparece la sombra silbadora de un gánster en el arranque de la película Scarface, de 1932, no es necesario explicar nada más. Tampoco cuando Buster Keaton se prueba mil modelos en El héroe del río, de 1928, o cuando Indiana Jones (Harrison Ford) y su padre en la ficción (Sean Connery) no se lo quitan ni cuando viajan en un aeroplano sin capota durante su última cruzada. Tal y como explica el reciente documental Borsalino City, dirigido por Enrica Viola, este complemento está hecho para la fábrica de los sueños, pero también para las pesadillas (en Elm Street), como cuando lo viste Freddy Krueger.
“De algún modo, Hollywood hace películas como Borsalino hace sombreros. Creo que la fascinación por la cultura italiana tiene que ver con una cierta idea de estilo y de hacer las cosas bien”, explica Viola. Su película arranca con la carta que Robert Redford envía a las oficinas de la marca piamontesa. Lo guía una obsesión, la misma obstinación enconada de los que se disputaban el halcón maltés o el arca perdida. Desde que vio a Marcello Mastroianni con un borsalino de ala exagerada en 8½ , no puede vivir sin él. Esa fijación lo hará visitar los almacenes de la marca en Alessandria y recorrer pasillos y pasillos hasta ceñirse el que buscaba. Redford es el último de una larguísima lista de estrellas del cine y de la música obsesionadas con “el Rolls-Royce de los sombreros”, del que se despachaban hasta dos millones anuales en los violentos años veinte, cuando se usaba en los palacetes (con la copa de champán) y también en los callejones (con la pistola).
Giuseppe Borsalino, fundador e ideólogo de la marca, levantó un imperio dando trabajo a toda la ciudad de Alessandria. Aprendió el oficio en la fábrica Berteil, en la Rue du Temple parisiense, para luego traer maquinaria de la Battersby de Londres. Incluso viajó a los 60 años por Australia para encontrar el mejor conejo, con cuyo pelo perfeccionaría su obra de ingeniería.
A pesar de que hoy en día se ven más en las pantallas que en las calles, Borsalino aún conserva una decena de tiendas propias en Italia y una en París. Desde la fábrica que abrieron en 1986 a las afueras de Alessandria sirven al planeta todo tipo de productos: corbatas, relojes, perfumes y bicicletas con cierto sabor nostálgico. Incluso, últimamente, cascos de moto. La historia de la firma se puede rastrear en un gran museo de 400 metros cuadrados que abrió en 2006, pero en realidad el futuro pasa por preservar el mito. La marca ha encontrado improbables y fecundos nuevos mercados (la comunidad judía ortodoxa lituana, por ejemplo), pero la leyenda se reverdece cada vez que famosos más o menos recientes como Johnny Depp, Leonardo DiCaprio, Denzel Washington, John Malkovich, Kate Moss o Justin Timberlake se fotografían con uno de sus incunables. A la firma, de hecho, le gusta emplear una máxima poco varada en la nostalgia: “En el pasado, creamos generaciones de estilo… Hoy creamos el estilo de las nuevas generaciones”.
Ya en la primera película promocional de Borsalino, de 1912 y titulada Fabbricazione dei cappelli Borsalino, se mezcla el mito de Robinson Crusoe con el lenguaje de documental corporativo que muestra las entrañas de una fábrica. Por la disputa de los herederos de Giuseppe, la batalla por ganar la partida desarrolló una audacia publicitaria que se sublimó con unos anuncios en colaboración con el artista Marcello Dudovich. Así compitió con los bombines londinenses y con los Stetson yanquis.
Jean-Claude Carrière, escritor y compinche de Luis Buñuel, admite que el fedora era la forma instantánea de reconocer la clase social y determinados rasgos de un personaje. Un sistema que quedó abolido en los años sesenta que él vivió. Sin embargo, decidió homenajear ese estilo en la película Borsalino, de 1970, y su continuación, Borsalino & Cía., que tomaban este nombre para explicar las aventuras de dos pillastres de Marsella en los años treinta, encarnados por Alain Delon y por Jean-Paul Belmondo. El mismo, este último, que ya en Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard, vestía uno y miraba un afiche de Bogart en un cine y le decía a la fotografía, con un tono de fascinación genuina: “Bogey”.
Desde entonces, ese sombrero se ha colado en la silueta del Moonwalk de Michael Jackson y en las cabriolas de Britney Spears, en todas las películas ambientadas durante la ley seca. Podríamos encontrar la moraleja (qué sucede cuando decides quitártelo) en el retrato de Gay Talese de un Frank Sinatra abatido por el peso de los años y un inoportuno resfriado. Ahí ya no lo viste y con él se han ido demasiadas cosas: “Llevaba una convincente peluca negra, una de las 60 que posee, la mayor parte confinadas a los cuidados de una insignificante viejecita que, con el pelo en una pequeña bolsa, le sigue a todas partes cuando actúa”. Los años dorados del borsalino quedaban ya atrás, pero su cinta anudada, su corona triangular, sus alas que añaden misterio al rostro de actores y cantantes perviven en cientos de películas.
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