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Reinventar el ‘Made in Italy’

Nicola Trussardi convirtió la fábrica familiar de guantes en un imperio de estilo de vida. Su hija conquista a una nueva generación

Varios diseños de la marca fundada en 1911.
Varios diseños de la marca fundada en 1911.

En Italia las dinastías que controlan el negocio del lujo gustan de convertirse en imagen de sus propias marcas. Porque en el país alpino poco vende más que una familia fotogénica. Ahí están los Missoni, los Armani o los Versace.

Pero el clan Trussardi siempre había mantenido un perfil discreto en este sentido. Al menos hasta ahora y pese a las tragedias que han definido sus últimos años. En 1999 Nicola Trussardi, que había transformado la pequeña fábrica de guantes fundada por su abuelo en 1911 en un imperio global, moría a los 55 años en un accidente de coche.

Apenas cuatro años después, su primogénito, Francesco, que se había hecho cargo de la empresa, perdía también la vida al estrellar su Ferrari en una carretera secundaria cerca de la casa familiar en Bergamo. Por eso, hace tres años, sus dos hermanos pequeños, que no estaban llamados a comandar la firma –o al menos a hacerlo tan pronto–, se tuvieron que repartir las tareas al frente de la compañía: Tomaso (32 años) es el director ejecutivo, y Gaia (36 años), la directora creativa. Y con ellos han llegado nuevos aires a la marca.

Gaia protagonizó el año pasado la campaña publicitaria de la nueva fragancia femenina de la casa llamada My Name. El año anterior fue su hermano quien se puso frente a la cámara de Wim Wenders para los anuncios del perfume masculino My Land. Ayuda, claro, que ambos tengan aspecto de modelos veteranos. Además, Tomaso se ha convertido en un habitual de la prensa rosa de su país tras casarse con la presentadora y exesposa de Eros Ramazzotti, Michelle Hunziker.

Además de este cambio en su estrategia de comunicación, la marca está sumida en una discreta transformación que pasa, entre otras cosas, por restar (algunos) años a su clientela y que parece funcionar. La compañía facturó el año pasado unos 150 millones de euros, según el portal especializado Modaes, y notó un repunte global del 8%.

“Tomaso y yo somos muy parecidos y no necesitamos hablar mucho. Él está enfocado en el negocio, que es lo que le gusta, y yo en la imagen y el producto. Yo respeto su papel y él el mío. De hecho, mi hermano es mi mayor fan”, cuenta Gaia en un reservado de la macrotienda que la marca tiene en Milán frente al teatro de la Scala, y que incluye un café y un restaurante con dos estrellas Michelin.

Han pasado apenas unas horas desde el desfile de Trussardi para la primavera-verano de 2016 y la directora creativa está satisfecha con el resultado, una colección de aires más rústicos que urbanos. “Me dijeron que se quedó un montón de gente fuera, muchos veinteañeros modernos. Me hace gracia que nuestros shows sean tan populares entre la gente joven”, comenta. ¿Le obsesiona llegar a ese público? “No, ya lo hacemos a través de Trussardi Jeans, pero los cambios no pueden ser abruptos, tienen que ser graduales. Las blogueras rusas me comentaban que les gusta que la marca pueda ser cool, pero sin abandonar la parte clásica”.

Gaia aprendió a montar en bici en el aparcamiento de la fábrica de Trussardi y pasó allí casi todos los sábados de su infancia, mientras sus padres trabajaban. “Nosotros no podemos cerrar la puerta del despacho a las siete de la tarde y olvidarnos de todo”, admite, “lo quiera o no, la empresa es parte de mi identidad”. Aun así, no siempre tuvo claro que acabaría llevando el negocio familiar. Estudió Sociología, trabajó como modelo, coqueteó con el cine y hasta tuvo dos grupos de música, de los que prefiere no dar el nombre. “La gente creativa es evanescente, pero aquí he encontrado la manera de controlar esos dos lados, el artístico y el empresarial”. Lleva 13 años en la compañía, donde se fogueó en varios departamentos hasta que en 2013 sustituyó a Umit Benan como responsable máxima de las colecciones de Trussardi; de la segunda línea, Tru Trussardi, y la tercera marca, centrada en el denim.

¿Cuántas veces se preguntan ella y Tomaso “cómo haría esto nuestro padre”? “Casi nunca. Él fue un pionero y un visionario, pero quizá lo que él hacía ya no serviría para este momento”. Nicola Trussardi, asegura su hija, fue “el primero en Italia que tuvo la visión necesaria para crear una marca de lifestyle. Probablemente, en todo el mundo solo existía Hermès cuando él lo hizo”. A finales de los setenta y principios de los ochenta, en el despunte del Made in Italy, cuando también pusieron las bases de sus imperios Giorgio Armani, Gianni Versace y Gianfranco Ferré, el empresario se dio cuenta de que ya nadie necesitaba tantos guantes de piel y aprovechó la maquinaria y los proveedores para crear otros accesorios “que vendía él literalmente por toda Italia. Se iba solo con su pequeña maletita de 24 horas”, recuerda Gaia. La heredera concede a su padre el mérito de haberse sabido apartar de la idea del yuppy americano durante el boom económico de los ochenta, para centrarse en cambio en esa identidad burguesa italiana, que se demostró ser enormemente vendible.

El prototípico cliente de Trussardi de entonces era, según la actual directora creativa, “alguien que tenía éxito pero que también disfrutaba de su familia y del tiempo libre, haciendo cosas sanas al aire libre, jugando al golf, al tenis, navegando… Por eso mi padre puso el logo de la marca, el famoso galgo, en raquetas, en bolsas de golf. Todo lo que pudiese transformar en Trussardi, lo hacía”.

A ese ejercicio de branding espontáneo, ayudaba y mucho el hecho de que el propio Nicola Trussardi encarnase el ideal patricio del norte de Italia. Amigo de Bettino Craxi –socialista y primer ministro de Italia entre 1983 y 1987–, el empresario navegaba cerca de la isla de Elba, donde compró una villa diseñada por un discípulo de Le Corbusier. Allí colgaba parte de su colección de arte y ofrecía cenas para Umberto Eco, Luciano Pavarotti, la reina Noor de Jordania, Tina Turner y Robert Altman, que le ofreció a Trussardi un cameo en la película Prêt-à-porter.

La firma, que comparte con otras casas augustas como Loewe el poso especial que da el negocio peletero, sigue apoyando su imagen de marca en la tradición y el ocio gentil, pero los nuevos gestores han intuido que para llegar al consumidor de hoy en un mercado hiperpoblado hace falta algo más que una familia atractiva jugando al tenis. “Me interesa la idea del individualismo, de generar tu propia relación con el entorno”, defiende Gaia.

Durante sus años de esplendor, la marca fue también una de las primeras en buscar la asociación con el mundo del cine y el arte. El director Dario Argento coordinó un desfile en el castillo Sforzesco de Milán y la firma vistió un Macbeth en la Arena Romana de Verona. La actual directora creativa mantiene ese espíritu a su manera, ahora que las colaboraciones con artistas son casi obligatorias en el mundo del lujo. “Me aburre que en la moda todo el mundo trabaje con los mismos dos o tres fotógrafos y tenga la misma identidad gráfica. Creemos que es casi nuestra responsabilidad hacer algo distinto”.

El año pasado, la casa celebró el 40º aniversario de su logo, el reconocible galgo, con un corto animado ilustrado por el japonés Yuko Shimizu. Y, para la primavera-verano de 2014, sustituyeron los modelos por auténticos perros, vestidos y fotografiados por el retratista William ­Wegman, en una de las campañas más celebradas y compartidas en las publicaciones digitales, ávidas de imaginería poco convencional.

Todos estos movimientos en la empresa, y su refuerzo en el mercado asiático con tiendas en Shanghái, Pekín y Hong Kong, llevaron a pensar que los Trussardi podrían estar buscando un grupo inversor, pero la familia lo negó hace unas semanas. Seguirán controlando el 100% del grupo.

En España, un mercado estratégico para la marca, han empezado a vender en El Corte Inglés y abierto una tienda en la calle de Serrano de Madrid, donde debe competir con varias decenas de nombres que ni siquiera existían en los ochenta, cuando la firma se hizo fuerte. “Es verdad, veo surgir las marcas como si fueran champiñones”, dice Gaia. “Pero todo lo que sube rápido, baja aún más rápido, porque los consumidores se aburren igual que se excitan. Las cosas que son valiosas y sólidas requieren un tiempo para construirse”. A veces, más de cien años.

elpaissemanal@elpais.es

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