La jefa de los espías
Beatriz Méndez de Vigo tiene en la cabeza los secretos del Estado. Es secretaria general del CNI, ; orgánicamente la ‘número dos’, pero a cargo del día a día de los agentes Tiene 57 años y formó parte de las primeras mujeres que se incorporaron al espionaje en 1983. Hoy se centra en la inteligencia económica, la ciberseguridad y el yihadismo
No es difícil moverse con Beatriz Méndez de Vigo por el centro de Madrid. Es invisible. Nadie se gira o cuchichea a su paso. Pasa desapercibida. Es habitual verla sola los fines de semana en el supermercado, recorriendo librerías o en un cine de versión original. Es una mujer corriente, de 57 años, licenciada en Derecho, divorciada y con dos hijas universitarias; pantalón negro, blusa tímidamente estampada y unas baqueteadas plataformas; un bolso desbordado, maquillaje ligero, media melena castaña, manos pequeñas con uñas de colegiala y cero joyas. Nada que llame la atención. Un sutil servicio de seguridad sigue sus pasos a una distancia razonable. Un guardaespaldas de traje gris y peinado a cepillo masculla algo en su móvil. En las inmediaciones, un Audi blindado aguarda con el resto de su escolta. Máxima discreción. No podría ser de otra forma.
Tiene en su cabeza todos los secretos del Estado. Es desde agosto de 2012 jefa de los espías españoles; la mujer con más poder en la sombra; la secretaria general del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), la persona que dirige el día a día del servicio y reparte instrucciones a los tres hombres fuertes de la casa: los directores de Inteligencia, Apoyo a la Inteligencia (operaciones encubiertas) y Recursos. Dos coroneles y un abogado sobre los que ejerce mando directo. Un organigrama que en su siguiente escalón se estructura en 18 divisiones, y a continuación, en departamentos y áreas. Y más allá, en grupos transversales, temáticos y geográficos. Méndez de Vigo sabe el nombre de la mayoría de los miembros del servicio. Pocos conocen el CNI como ella. Esa fama le acompaña.
Es la mujer de la cocina del Centro, un organismo cuyos informes (desde unas pocas líneas hasta centenares de páginas), siempre confidenciales, siempre clasificados, una combinación de información obtenida a través de fuentes abiertas y cerradas, aderezada con el resultado de operaciones clandestinas y confidencias de los servicios de inteligencia de todo el mundo, solo tienen un cliente: el presidente del Gobierno. El Ejecutivo plasma cada año sus necesidades y prioridades de información (en materia antiterrorista, de seguridad energética o ciberseguridad) en la Directiva de Inteligencia, de carácter secreto, una hoja de ruta que se transforma dentro del Centro en el Plan Permanente de Inteligencia, que concreta esos objetivos y asigna los medios materiales y humanos y la organización, para acometer cada uno de ellos dentro y fuera de nuestro territorio.
A partir de ahí, la misión del CNI es que el jefe del Ejecutivo disponga de todas las claves a la hora de tomar una decisión estratégica, enfrentarse a una crisis, amenaza o agresión, o defender los intereses económicos y políticos del país; negociar con un mandatario extranjero, decidir una actuación militar o antiterrorista, o pagar un rescate en el Índico o el Sahel. Que cuente con una visión panorámica y conozca cada resquicio de la realidad, sus riesgos y oportunidades, interpretada por los mejores analistas, ya sea en relación con el Magreb, el espionaje industrial o el Banco Central Europeo; adelantándose a los acontecimientos.
Información comprobada, contrastada, valorada, evaluada, cruzada, integrada y analizada. Agitada a través de complejos programas de software. Sometida a ejercicios de simulacros y probabilidades. Y reducida a su mínima expresión. A la raíz. Pura inteligencia; zumo de neuronas. Lo vital de ese papel (impreso y entregado en mano por miembros del servicio de seguridad del Centro) es la conclusión que ofrece al presidente. La proyección. Los diversos escenarios que se abren solo para sus ojos para que sea capaz de prevenir y gestionar los riesgos en un entorno confuso y cambiante donde las amenazas son más globales, variadas y complejas que nunca: desde un ataque contra la prima de riesgo o una emergencia sanitaria hasta las olas migratorias, el cambio climático o un atentado de naturaleza cibernética o yihadí (como le gusta decir a Méndez de Vigo). Y sin hacer ruido. Como explica un antiguo director del Centro, “nuestra misión no es detener al malo, sino decir quién es el malo y que otros actúen. Y seguir nuestro camino sin salir en la foto. De nuestros aciertos nadie se entera; nuestros errores se notan mucho”.
Si hay un organismo donde la lealtad al Estado debe ser el primer mandamiento, ese es el CNI. Los espías no pueden ir por libre. Tener el monopolio de la inteligencia representa tener poder. Y eso lo entendieron a la perfección los distintos ministros de Defensa de la democracia, de los que dependió orgánicamente el Centro desde 1997 hasta 2011, cuando pasó a manos de la Vicepresidencia del Gobierno por decisión de Mariano Rajoy. Para los sucesivos responsables de Defensa, su titularidad representó una enorme capacidad de influencia que perdieron de un plumazo legislativo. Al mismo tiempo, ese adn militar de décadas ha marcado profundamente su estilo, ambiente y configuración, y el origen y personalidad de sus directores; hoy tan solo el 27% de los miembros del CNI proceden de las Fuerzas Armadas (y un 10%, de los cuerpos y fuerzas de la Seguridad del Estado, especialmente guardias civiles en funciones operativas), pero todavía siguen ocupando los puestos más importantes del servicio, por ejemplo, en materia antiterrorista o en el apoyo a las operaciones militares de España en Irak, Afganistán, Libia, Malí o el Índico. Sin embargo, hoy el CNI habla más con Exteriores que con Defensa.
Hoy tan solo el 27% de los miembros del CNI proceden de las Fuerzas Armadas, y el 10%, de las fuerzas de la Seguridad del Estado
Sus profesionales no tienen rostro. No pueden revelar a qué se dedican. Ni siquiera a su familia. Lo que implica una enorme tensión psicológica. La media de divorcios es muy elevada entre sus miembros. Su intimidad está monitorizada por el Centro. Son sometidos a controles aleatorios. No pueden sacar información de la casa. No pueden sindicarse ni pertenecer a partidos políticos. Su carné ni siquiera lleva su foto. No reciben premios ni medallas: solo cuando los asesinan, cesan o retiran. Sus descensos son más habituales que sus ascensos. Sus identidades, misiones, fuentes y métodos, confidenciales. “No olvidamos la información que manejamos, pero no debemos recordarla. Debe dormir en los archivos acorazados de la casa. Y que nunca salga. Aquí ves muchas cosas. Conoces toda la verdad. Y te vuelves escéptico”, explica un miembro del Centro. “Pero vibras; no te aburres; después de 30 años, nunca me he arrepentido de trabajar en esto. Cuentas con una visión inigualable del mundo”, explica una técnica superior de inteligencia (TSI). Para su director, el general de cuatro estrellas Félix Sanz Roldán, máximo responsable y directo interlocutor con el Gobierno a través de Soraya Sáenz de Santamaría, el militar de la absoluta confianza de Zapatero y después de Rajoy que salvó a la casa del colapso y el descrédito en el verano de 2009 y diseña su futuro para la década 2020-2030 a través de un grupo de prospectiva dirigido por una veterana superagente, Dolores Vilanova, “muchas veces no se trata de lo que dices, sino de que no se note que tienes información añadida. Que tu interlocutor no deduzca que sabes más de lo que aparentas saber. Que no te traicione un gesto, un silencio, una mirada”. En esa línea, su número dos, sus ojos y oídos en la casa, Beatriz Méndez de Vigo, tras 32 años en el servicio secreto reconoce que “al final, en tu vida fuera de aquí no hablas de nada; a veces no sabes si cualquier argumento que manejas en una conversación, por intrascendental que sea, se debe a una información secreta o a una operación en curso. Ante la duda, cierras la boca. Como bromea mi madre: ‘Beatriz ya no habla ni del tiempo”.
Son en torno a 3.500 personas con un presupuesto de 240 millones de euros. Tienen un cuartel general de elegante aspecto ochentero, bunkerizado y pulido hasta el paroxismo, a un paso de La Moncloa y La Zarzuela; un conjunto de cinco edificios (Inteligencia, el corazón del complejo, se concentra en el llamado Estrella) y un helipuerto donde hasta el mínimo detalle está clasificado y prohibido fotografiar, desde los teléfonos hasta las trituradoras de documentos. No se pueden retratar sus instalaciones, por miedo a descubrir la identidad de sus miembros; sus exteriores, por las matrículas de los coches; los tejados, por los campos de antenas. Ni, por supuesto, el Centro de Operaciones, un amplio espacio tapizado de pantallas, inmerso en el edificio Octógono, donde trabajan equipos transversales en situaciones de crisis sin ver el sol. Cuando entra un desconocido, todos se ponen muy nerviosos.
Estas construcciones, silenciosas y rodeadas de cuidados jardines y protegidas por un puntilloso servicio de seguridad ostensiblemente armado, albergan uno de los servicios secretos más completos del mundo. Algo así como la fusión de la CIA, el FBI y la NSA estadounidenses. La casa concentra en una sola estructura la inteligencia exterior e interior de la Nación; el antiterrorismo; la contrainteligencia, la seguridad cibernética y criptográfica, las escuchas, la cooperación con los centros de inteligencia de todo el mundo (incluso con los que las relaciones diplomáticas son inexistentes) y la coordinación de todos los servicios de información españoles (los del Cuerpo Nacional de Policía, las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil). Su director es el zar de la inteligencia. Fuera de España, cuenta con terminales en todas las embajadas, con agentes con estatus diplomático y también con obtenedores clandestinos; son unos 200 profesionales, a los que hay que añadir un número indeterminado de contratados, lo que se llama reserva de inteligencia. Lo único que no alberga físicamente la casa es la Dirección Técnica de Apoyo a la Inteligencia, encargada de las operaciones clandestinas, situada a solo 10 minutos, en el bucólico bosque de El Pardo, a 200 metros del poderoso equipo de seguridad del palacio de la Zarzuela.
Aquí todo es secreto. La organización y estructura interna; los medios y procedimientos; la identidad de su personal, instalaciones, bases de datos y fuentes. En este universo aparte, por más que se repregunte, siempre se obtienen silencios y sobreentendidos. Más aún de boca de la jefa, experta en escabullirse tras 32 años en la empresa, y cuya única peculiaridad destacable en una apariencia profesoral tranquila y afable (con puntas de aspereza propias, según ella, de una mujer que ha luchado por ascender en un mundo de hombres) es su voz curtida por infinitos cigarrillos rubios.
De la visión de su despacho, comunicado con el del director, es imposible deducir ningún rasgo de su personalidad. Es un espacio grande, desnudo, frío; sin papeles, libros, recuerdos ni fotografías familiares. Sus cajones están cerrados con llave. En un rincón, una caja fuerte. Una ronda de seguridad se cerciora de que no quede nada sobre las mesas al final de cada jornada. El solitario pasillo que conduce hasta su despacho, en una zona ultrarreservada del edificio Estrella, está decorado con los retratos de sus directores desde 1977. Todos son hombres de mediana edad. La mayoría militares; la excepción son un diplomático y un ingeniero de Montes (Jorge Dezcallar y Alberto Saiz). De alguno nadie recuerda el nombre. De uno nadie lo ha olvidado. Es el teniente general Emilio Alonso Manglano. El hombre que lo reinventó tras el golpe de Estado del 23-F de 1981 y lo dirigió hasta 1995. Un tipo duro y refinado, fumador de negro, paracaidista y amigo del rey Juan Carlos, con experiencia en combate, que construyó desde cero, de la fusión de dos servicios militares del franquismo (inteligencia interior y exterior), un servicio que hoy se sitúa entre los 10 primeros del mundo. Manglano, que fue clave en la eliminación del golpismo en España y la apertura del Centro hacia el exterior, murió en 2013 solo, pobre, decepcionado y acosado por la justicia. Un personaje de novela.
Tres décadas antes, a finales de 1982, el entonces coronel Manglano dio un golpe de mano en aquel opaco reducto de militares y abrió la puerta al ingreso de civiles como analistas de inteligencia y expertos en tecnología. Un año más tarde, en mayo de 1983, esa oferta de empleo se extendería a las mujeres. Era la forma de diversificar la composición de su base de agentes (clave en un servicio secreto moderno, donde se tiende a contratar profesionales de distintas edades y orígenes educativos, laborales, raciales y religiosos) y, sobre todo, de captar jóvenes que dominaran idiomas, una habilidad de la que carecía la oficialidad procedente de las academias franquistas que engrosaba y dirigía el Centro. Hoy en el CNI es más importante saber urdu, farsi o las decenas de dialectos del árabe que artes marciales. Aquel 1983, el ingreso de las primeras mujeres como miembros del servicio secreto fue una conmoción. Hasta aquel momento, el puñado de ellas que trabajaban en el Centro eran secretarias o ganchos sexuales. Pero ese otoño llegaban al Centro las seis primeras destinadas a ser analistas de inteligencia. Eran veinteañeras (al contrario que los oficiales del Centro, incluso de sus compañeros de promoción, que estaban en la cuarentena, eran al menos comandantes y muchos diplomados en Estado Mayor y paracaidismo). Ellas tenían estudios universitarios e idiomas y aportaban una nueva visión a la inteligencia. Hoy el 33% de los miembros del CNI son de ese sexo; unas 1.200 profesionales de las que un tercio son técnicos superiores de Inteligencia. Un porcentaje elevado de mujeres, si se tiene en cuenta que en el Ejército o la Guardia Civil la presencia femenina está en torno al 10%, pero insuficiente en su proyección cuando se advierte que solo un 20% de los puestos vitales del Centro está ocupado por ellas. Y al margen de Méndez de Vigo y las dos veteranas jefas de gabinete del director, ninguna ocupa un puesto vital en Inteligencia. Una tendencia que Méndez de Vigo está dispuesta a cambiar muy pronto.
La infrarrepresentación de las mujeres en la dirección del espionaje no es un hecho inherente a nuestro país. En abril de 2012, David Petraeus, general de cuatro estrellas y director de la CIA, encargó un informe a la exsecretaria de Estado Madeleine Albright sobre el papel de la mujer en el gran servicio secreto estadounidense. Albright concluyó un año después en un informe titulado Mujeres en liderazgo que aunque el 46% de los miembros de la Agencia ya eran mujeres, aún estaban lejos de los puestos directivos. A continuación daba un conjunto de directrices para reforzar ese liderazgo. Algo similar se llevó a cabo en 2013 en Reino Unido, cuando la Cámara de los Comunes encargó a la exministra laborista Hazel Blears un estudio titulado Mujeres en la comunidad de inteligencia del Reino Unido, que fue presentado al Parlamento este año y que concluía que aunque el 37% de los profesionales de la inteligencia británica son mujeres, estas solo ocupan un 19% de los cargos de dirección, por lo que animaba a fichar más agentes femeninas, incluso amas de casa de más de 40 años, y darles en general más posibilidades de demostrar de lo que son capaces. No hay que olvidar que Reino Unido fue el primer país en poner a una mujer al frente de su servicio secreto; en realidad han sido dos consecutivas, Stella Rimington y Eliza Manningham-Buller, como directoras del MI5.
Gracias al trabajo de agentes femeninas se localizó al jefe de ETA Txeroki y se liberó a los secuestrados del Sahel
Un estudio de esa índole no se ha hecho nunca en la inteligencia española, donde lo cierto es que las profesionales han estado apartadas de los puestos más operativos, los destinos en el exterior y en los cargos tecnológicos, aunque han proliferado en Análisis de Inteligencia, donde una mujer, Raquel Gutiérrez, llegó a ser directora a mediados de 2000. Aunque aquí todo es secreto, se puede afirmar que gracias al trabajo de agentes femeninas se resolvieron asuntos tan delicados como la localización, seguimiento y detención del jefe de ETA Mikel Garikoitz Aspiazu, Txeroki, y la resolución de los secuestros del pesquero Alakrana en el Índico y de los cooperantes Ainhoa Fernández y Enric Gonyalons en el Sahel.
En 1983 Beatriz Méndez de Vigo tenía 24 años y acababa de concluir Derecho. Miembro de una familia de la alta sociedad madrileña, hija de un teniente coronel, era una joven discreta, conservadora, apocada y buena estudiante, que dominaba el alemán y el inglés y no sabía qué hacer con su vida. Su padre había muerto dos años antes de un infarto fulminante. La perfecta candidata. Manglano había abierto el año anterior las puertas del servicio secreto a los civiles, pero su apuesta estaba trucada: todos los señalados eran hijos y parientes de oficiales. Una forma de asegurarse la lealtad de los nuevos agentes que se ha mantenido hasta hoy. A eso hay que sumar la profunda endogamia del Centro. Méndez de Vigo fue señalada por un amigo de su padre y del propio Manglano, el aristocrático jefe de Inteligencia Exterior del Centro Estanislao Urquijo, un coronel del Estado Mayor que conducía unos coches deportivos que rivalizaban con los del propio James Bond. En un mes y medio Beatriz se convirtió en agente secreto. Ante el escepticismo de la vieja guardia, “que adoptó con nosotras una actitud paternalista que nos reventaba”, explica una analista de aquella generación. “Eran educados, pero nos trataban como niñas; como secretarias. Para ellos, las operaciones clandestinas eran demasiado peligrosas para nosotras. Y tampoco abundaban las ingenieras que se hicieran cargo de los temas tecnológicos. Además, muchas no optamos por puestos en el exterior por cuestiones familiares. Este es un trabajo en el que es difícil conciliar. Pero en el CNI, cuando no coges un tren, no vuelve a pasar”.
Las primeras hornadas de mujeres del Centro fueron destinadas a la División de Inteligencia Exterior, menos politizada que la de sus compañeros de Interior (centrados en el golpismo y la lucha contra ETA), donde su conocimiento de idiomas era básico y el riesgo menor. Inteligencia Exterior sería el germen de la carrera de Méndez de Vigo. En siete años se convertiría en una avezada analista sobre la realidad al otro lado del telón de acero, especialmente en la República Democrática Alemana. Tras la caída del Muro, en 1989, sería fichada por Manglano (el dios Ra del Centro) para el Departamento de Relaciones Internacionales, que Méndez de Vigo llegaría a dirigir y le permitiría conocer los grandes servicios secretos del mundo, su forma de trabajar y a sus responsables, además de tejer una red global de contactos. Allí trabajaría codo con codo con tres directores (los generales Manglano, Félix Miranda y Javier Calderón) durante 14 años. Hasta ser fulminada sin explicaciones por Alberto Saiz, el director del CNI impuesto por el ministro de Defensa José Bono al presidente Zapatero tras la victoria socialista de 2004 (que posiblemente tuvo en cuenta que el hermano de Beatriz, Iñigo Méndez de Vigo, era un barón del PP y hoy ministro de Educación). Saiz, que modernizó tecnológica y organizativamente el Centro entre 2004 y 2009, fue un pésimo gestor de sus recursos humanos y llegó a marginar a tres docenas de los agentes más potentes del CNI, entre ellos cuatro jefes de Inteligencia. En 2009 la situación se volvió irrespirable, con algunos de esos agentes al borde de la rebelión y filtrando información a la prensa sensacionalista. En una cena de despedida a uno de los afectados, el resto de sus compañeros del Centro le regalaron una camiseta deportiva con el número 32 grabado en su espalda: era el total de los despedidos por el director Alberto Saiz. En julio de 2009 este era por fin obligado a presentar su dimisión al Gobierno por su irregular gestión del servicio de inteligencia. Y desaparecía del mapa.
La formación internacional sería básica en la carrera de Beatriz Méndez de Vigo, y especialmente en su actual responsabilidad. Diversos analistas concluyen que hoy es imposible para un país producir inteligencia de calidad en solitario, sin contar con la colaboración y un flujo continuo de información procedente de los servicios de todo el mundo, especialmente en materia antiterrorista. “En estos momentos la seguridad del otro es tu seguridad”, explica un analista. Para Antonio M. Díaz, profesor de Ciencia Política y uno de los grandes expertos españoles en inteligencia, “ya no estamos en la Guerra Fría con su paso mastodóntico; ahora todo es instantáneo. Las amenazas son rápidas y contundentes. Antes se pasaba del riesgo a la amenaza; ahora se pasa del riesgo a la catástrofe. Cuando un yihadista tiene los medios para actuar, actúa. Hay que pararle a tiempo. Y en eso es clave la cooperación internacional. Cualquier detención de terroristas islámicos en un país es el resultado de una investigación que ha empezado y continuado en otros países”. Para el director del CNI pueden pasar solo ocho meses desde que un joven es radicalizado y pasa por la yihad hasta que está en condiciones de atentar en Occidente.
En 1988 ya el 15% de los efectivos del Centro eran mujeres. Pronto iba a destacar Dolores Vilanova, nacida en 1960, licenciada en Derecho, sobrina y nieta de militares y divorciada de otro analista. A lo largo de casi dos décadas, Vilanova se iba a convertir en la punta de lanza de las mujeres del servicio secreto; la pionera en cada peldaño; experta en contrainteligencia y el Magreb, fue la primera jefa de área (nombrada por Manglano) y la primera jefa de división del Centro (cargo al que la aupó el general Calderón). Por fin, en 2002, el primer director civil del Centro, el diplomático Jorge Dezcallar (al que conocía de cuando él ocupaba la Embajada de España en Marruecos), la situaba de número dos del CNI. Su ascenso suponía marginar al último alto oficial en activo del Centro, el general de brigada Aurelio Madrigal, que ocupaba ese puesto desde 1997. La vieja guardia castrense puso el grito en el cielo. Vilanova tendría que lidiar con los peores momentos del CNI, el asesinato de siete de sus miembros en Irak y los atentados del 11 de marzo de 2004, que el Centro no supo prevenir. Con la llegada de Alberto Saiz a la cúpula del CNI en 2004 rodaba su cabeza, “por necesidades del servicio”. Pasaría a las tinieblas de un mediocre destino en el Ministerio de Justicia hasta que fue recuperada por Sanz Roldán. A Vilanova le sucedería al frente de la secretaría otra mujer de las primeras promociones, Esperanza Casteleiro (exresponsable de la terminal de Brasil), y en 2008, Elena Sánchez (mujer de Inteligencia y experta en el Magreb), hoy jefa de la terminal de Washington.
Méndez de Vigo había sido también defenestrada en 2004 por Saiz de la jefatura de Relaciones Internacionales. Recaló con poca fe en Contrainteligencia, en un puesto de inferior categoría, centrado en el control de los agentes secretos de la ex Unión Soviética en España. Lloró mucho. A lo largo de los siguientes siete años se apasionaría con un trabajo que reúne todas las habilidades del analista y el agente de campo. Y suponía salir a la calle después de haber sido durante 20 años experta en análisis y temas internacionales. Según el general Calderón, exdirector del CNI y viejo espía, “la contrainteligencia es la mejor escuela para un agente. Aprendes cómo trabajan los otros servicios; sus capacidades y debilidades; lo que saben, cómo lo obtienen y cómo organizan sus redes; los agentes dobles, las infiltraciones, su financiación; es un posgrado”. Uno de los grandes éxitos de Méndez de Vigo al frente del área fue la detección y expulsión de España de dos agentes secretos rusos a finales de 2010, “por desarrollar actividades incompatibles con su estatus”. Quizá como premio, era destinada al año siguiente a la terminal del CNI en Berlín, como enlace con el BND alemán. Allí sería testigo en 2011 de los movimientos especulativos contra nuestra economía, el rescate a la banca y un escenario de prima de riesgo a 650 puntos. Un paisaje que le iba a dar pie a desarrollar en el CNI una potente división de Inteligencia Económica con dos fines: “Trabajar por la estabilidad del sistema financiero español y proteger los intereses de las empresas estratégicas españolas”.
En el verano de 2012 Méndez de Vigo fue convocada por la vicepresidenta en La Moncloa. No se conocían. La entrevista fue larga. El 2 de agosto era nombrada secretaria general del CNI. Recibía un servicio secreto pacificado y prestigiado por Sanz Roldán, muy enfocado y fortalecido en el fenómeno yihadista en efectivos, presupuesto, traductores, equipos de desplazamiento rápido y despliegue internacional (sobre todo en el Magreb), y que estaba obligado a fortalecer sus capacidades en ciberseguridad, inteligencia económica y prospectiva, con la intención de adelantarse a las amenazas. Esta feminista que nunca confesará serlo en público, veterana como pocos, con un historial sin borrones y con el Centro en su cabeza, llegaba al cargo con una idea más: fortalecer el papel de la mujer en el espionaje español. En ello está. Aunque nunca nos enteremos.
elpaissemanal@elpais.es
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