Tortugas, paiches y gamitanas
El espectáculo del caparazón instalado boca arriba sobre una parrilla llama la atención y conmociona la conciencia. La tortuga es una especie en peligro en la región amazónica
La zarapatera es un pequeño prodigio culinario. Un golpe que refuta cualquier intento por minimizar y reducir el recetario amazónico a la anécdota del producto y los tratamientos elementales. Tras ella hay mucha cocina y muy depurada. También es una tremenda sorpresa. Se trata de un guiso de tortuga preparado en su propio caparazón. La carne troceada se mezcla con la propia sangre de la tortuga en un potaje que redondea sus sabores con un buen puñado de sacha culantro —esa hierba de hoja larga que se da en las selvas latinoamericanas, también llamada culantro; más sutil, más elegante y menos incisiva que el cilantro— y el toque inequívoco del minúsculo ají charapita. Perfume sobre perfume. Antes de acabar, espesaron el caldo con plátano verde rallado.
El resultado es fascinante; de esos que no se olvidan con facilidad. Potente y expresivo, te obliga a entregarte casi sin reservas, aunque siempre queda lugar para algún reparo. El espectáculo del caparazón instalado boca arriba sobre una parrilla llama la atención y conmociona la conciencia. La tortuga es una especie en peligro en la región amazónica, donde los furtivos la cazan indiscriminadamente. La abren para extraer los huevos y ponerlos a la venta en el mercado. Después tiran la carne y el caparazón. A veces también encuentras la carne a la venta en el gigantesco mercado de Belén, en Iquitos, en plena Amazonía peruana. No es un mercado fácil. Algunos puestos muestran productos que no deberían estar, como la propia tortuga, sus huevos, la carne de mono o la del lagarto negro. A los policías que patrullan las callejas del mercado no parece importarles mucho.
Esta tortuga es diferente. Pesaba unos 20 kilos, tenía alrededor de ocho años y es una de las 70.000 taricayas que crecen en el criadero de Santiago Alves, a las afueras de Iquitos. Se llama Fundo arapaima gigas y es un lugar extraño. Arapaima gigas es el nombre científico del gigantesco paiche amazónico —pirarucú en Brasil—, un pez extraordinario que puede superar los 200 kilos de peso, y el fundo es una sucesión de pozas que se alternan con praderas ocupando unas 80 hectáreas de terreno. En ellas se crían tanto la taricaya como otras tortugas —la motelo y la matamata—, el propio paiche o la gamitana, otro pescado singular. También veo mamíferos: ronsocos, zajinos, majases o añujes.
El propietario, Santiago Alves, se me presenta con una declaración que exige atención. “Yo he sido”, me dice, “uno de los mayores depredadores de la Amazonía. He crecido así, depredando, cazando, arrancando madera, porque no estaba prohibido hacerlo. Depredábamos para sobrevivir, pero yo he sido de los peores”, insiste. No sé si su confesión corresponde al converso que pide el perdón público o a la búsqueda de reconocimiento; en cualquier caso tiene algo de exhibición. “En los años setenta”, cuenta, “trabajaba en la reserva Pacaya Samiria y llegaba a matar entre 100 y 120 animales en una sola noche”. Todo cambia mediados los ochenta, cuando empieza a traficar con alevines. Más por necesidad que por convicción —cada día le cuesta más encontrar nuevas víctimas— empieza la cría en cautividad y acaba cerrando el círculo que lo transforma en conservacionista. Hoy cría los paiches por miles.
Junto a la piscigranja hay un restaurante turístico donde Santiago vende parte de lo que cría. Está avisado de la llegada de un grupo de cocineros y tiene un paiche descomunal a medio asar, entero, con cabeza y escamas, envuelto en hojas de plátano. El resultado es increíble. He comido paiche muchas veces, pero no guarda relación. El que sirven los restaurantes de Lima es seco, insípido y no conserva una gota de sangre. Este ofrece algunos de los bocados más suaves, jugosos y seductores que recuerdo. Sobre todo, los alrededores de la cabeza, que parece un cofre gigantesco. Lo abrimos, levantando la piel acorazada que lo cubre, para ir sacando los cachetes y otros bocados increíbles. Me parece estar en otro mundo. Antes, nos sirve un pescado de carne oscura y sabor profundo llamado curuchuqui y una enorme gamitana asada. Es un doble descubrimiento. Empiezo a pensar que la cocina no solo es un instrumento para aniquilar especies. También puede ser el argumento para conservarlas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.