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EN TERAPIA
Columna
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Ficciones

Nunca he ido a una escuela de escritura. ¿Para qué? Yo voy a terapia. Si no me convence el relato, no pasa nada

Nunca he ido a una escuela de escritura. ¿Para qué? Yo voy a terapia. Llego a la consulta con una historia enmarañada y el terapeuta sugiere un cierto sentido, agrupa los datos en ciertas escenas, coloca a los personajes bajo cierta luz… Si no me convence el relato, no pasa nada.

¿Qué es la realidad sino una ficción abierta a múltiples interpretaciones? Como diría Groucho Marx: esta es tu historia, si no te gusta, tengo otras. ¿Cuántas versiones hay de un hecho que sucede dentro de una familia? Tantas como miembros de la familia. Cada Navidad, cuando todos los hermanos nos reunimos en casa de mis padres, hacemos una visita a la infancia, ese breve tiempo que funciona como el más poderoso pegamento de contacto. Mi hermana mayor recuerda cómo nos daban pan con vino y azúcar para merendar. Mi hermana pequeña asegura que era pan con mantequilla y azúcar. Yo recuerdo pan con aceite y azúcar. Mi madre afirma que no recuerda nada, ni siquiera el pan y el azúcar.

¡Imagine cómo serían los Evangelios si los hubiéramos escrito en mi familia!, le digo al terapeuta. Él enarca una ceja y me contesta: “Usted, que ha estudiado filosofía, conocerá este silogismo. Todos los hombres son mortales. Sócrates era mortal. Luego todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos los hombres son homosexuales. ¿Verdad o mentira?”. Sonriendo, gira la muñeca para mirar el reloj: “Ya es la hora, seguimos el próximo día…”. Sí, es cierto, a menudo parecemos autores del teatro del absurdo.

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