Envidia y pesadumbre
Para alcanzar ese grado de comunicación con un animal tan asustadizo no solo es preciso estar en paz con la naturaleza, sino con uno mismo
Nunca he logrado que un pájaro se posara de este modo en parte alguna de mi cuerpo. Debe de ser por la ansiedad que transmito. La comparo con el sosiego que respira el hombre de la foto y me hago cargo. De otro lado, maté muchos gorriones de pequeño y quizá todavía reconozcan al asesino de sus bisabuelos y tatarabuelos. No los matábamos por maldad, sino por aburrimiento y porque no estaba mal visto. Como molestábamos mucho en casa, nos hacíamos con un tirachinas, a veces con una escopeta de perdigones, y nos íbamos al campo, que estaba a la vuelta de la esquina, a jugar con la muerte. Hemos hecho cosas tremendas. Ernesto Sábato cuenta en un libro que ahora no me viene que le sacaba los ojos a los gorriones y luego los soltaba. Padeció más tarde respecto a los ciegos una manía persecutoria que daría lugar al ‘Informe sobre ciegos’, un texto delirante incluido en Sobre héroes y tumbas.
De ahí que el individuo de la imagen, obtenida en el parque del Retiro, en Madrid, me produzca envidia (y pesadumbre). Para alcanzar ese grado de comunicación con un animal tan asustadizo no solo es preciso estar en paz con la naturaleza, sino con uno mismo. Me viene a la memoria El hombre de Alcatraz, una película de los sesenta, con Burt Lancaster de protagonista, en la que un tipo muy conflictivo, condenado por asesinato a cadena perpetua, halla la paz cuando salva la vida a un gorrión que recoge, helado, en el patio de la cárcel. Debe de haber algo profundamente terapéutico en estos animales que por su tamaño y su aspecto podrían ser las cucarachas de las águilas.
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