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Manhattan tiene sus propias metas

Muchos habitantes de Manhattan viven ajenos a la aprobación de los ODS. No los necesitan. Activistas natos, se involucran en mejorar el mundo

Lola Hierro
Manhattan, el viernes a medio día.
Manhattan, el viernes a medio día.Lola Hierro

Viernes por la mañana en Nueva York. En la sede de las Naciones Unidas, el Papa Francisco I está a punto de pronunciar un discurso durísimo. La institución celebra su 70 Asamblea General y acoge también a numerosos jefes de Estado y Gobierno, llegados desde todos los rincones del mundo para participar en la aprobación de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), es decir, el documento que marcará el rumbo que todos los países han de seguir en los próximos 15 años para mejorar la situación en la que viven millones de personas. Erradicar la pobreza extrema, el hambre y algunas enfermedades como el VIH, lograr una educación de calidad para todos los niños y niñas, reducir la desigualdad entre hombres y mujeres o revertir el cambio climático son algunas de las metas marcadas.

Nueva York vive con entusiasmo su Asamblea y celebra el solemne compromiso que adoptan esta semana los países para mejorar la situación de los más vulnerables: Central Park acoge hoy sábado el festival Global Citizen con cuatro grandes de la música –Beyoncé, Coldplay, Pearl Jam y Ed Sheeran- dentro de la iniciativa Take Action, pensada para involucrar a la sociedad civil en la consecución de las metas de desarrollo. Miles de personas han llegado a la ciudad solamente para asistir a la Cumbre o, quizá, a la misa que el papa dio ayer en Madison Square Gardens, cuyos alrededores quedaron colapsados por fervientes seguidores que querían ver al Pontífice.

Otros ciudadanos u organizaciones de diversa índole aprovechan para llevar a cabo protestas por las causas que a ellos les importan, como los animalistas que hoy sábado reclaman que no se sacrifique a los animales abandonados que llegan a las perreras municipales o como la de los dalits que a mediodía van a pedir que la abolición del sistema de castas en India sea real y desaparezca la discriminación que aún hoy padecen. Paralelamente, otros tantos habitantes, trabajadores neoyorkinos, turistas, inmigrantes o estudiantes viven completamente ajenos a la activad que se desarrolla esta semana en la ONU y aquello de los Objetivos de Desarrollo Sostenible ni les suena.

Javier y Lenin, empleados de una empresa de promoción de inversiones, en su oficina de la Quinta Avenida.
Javier y Lenin, empleados de una empresa de promoción de inversiones, en su oficina de la Quinta Avenida.Lola Hierro

En Manhattan, las medidas de seguridad son exhaustivas. Varias calles han sido cortadas al tráfico y docenas de farolas lucen carteles de papel en los que se advierte que está prohibido aparcar en esa vía: “No se detenga en ningún momento. Zona de seguridad. Vehículos sujetos a grúa”, dicen los pasquines colocados por el Departamento de Policía de Nueva York. Además, el metro y los trenes que acercan a los trabajadores de zonas periféricas como New Jersey o Brooklyn circulan tarde, mal y nunca, asegura Javier Miñana, alicantino expatriado en esta ciudad desde hace tres años y hoy director de una empresa de promoción de inversiones. en un edificio de oficinas en la Quinta Avenida. “Todos los años por estas fechas la ONU celebra una Asamble y la ciudad se pone imposible, pero esta vez es la peor. Nuestra compañera lleva dos días sin venir”, asegura. Una silla vacía en el despacho que comparten lo atestigua. “Vive en las afueras y no puede llegar hasta aquí en coche. Ha intentado coger el tren dos días seguidos, pero ni levantándose a las cuatro de la madrugada lo ha conseguido, van tan llenos que es imposible subir. Después de intentarlo varias veces, ha decidido quedarse en casa”.

Tanto Javier como su compañero Lenin, jefe de ventas de la misma compañía, indican que no estaban informados de la importancia de la Asamblea, ni de los ODS, pero ambos colaboran con diversas iniciativas para ayudar a los más vulnerables: Javier contribuye económicamente con dos ONG relacionadas con el mundo el deporte que destinan las cuotas de los socios a la educación de chicos sin recursos para que acaben la secundaria. Lenin es voluntario en el comedor social de una iglesia de Manhattan. No conocen las metas de desarrollo, pero sí les importa el peligroso rumbo que está tomando el planeta. “Me preocupa la degradación del medioambiente y la falta de infraestructuras, algo clave para que cosas tan importantes como la educación, la sanidad o el agua llegue a la población”, abunda Javier.

La cafetería Bread & Butter está en la Segunda Avenida con la calle 47, muy cerca de las instalaciones de la ONU, y en ella trabajan unos 20 empleados, todos hispanos o asiáticos. Son las 10 de la mañana y en la televisión el Papa Francisco saca los colores a los mandatarios allí presentes acusando a la institución de legitimar guerras. Pero el aparato tiene el volumen quitado así que nadie se entera de sus palabras. Tampoco nadie lo pide; todos los comensales están inmersos en sus desayunos y sus teléfonos móviles y no parece interesar lo que se cuece a pocas manzanas. Carlina, ecuatoriana de 50 años y a cargo de la contabilidad, ha oído hablar de los ODS por encima. “El cambio sí puede estar en nuestras manos, pero necesitamos más información para que sepamos qué acciones concretas podemos realizar para mejorar las cosas”. En similar ignorancia vive su compañera Phoebe, surcoreana de 27 años, pero a ella no le hace falta saberse las metas de desarrollo para aportar su granito de arena. Preocupada por la infancia, dona dinero a dos ONG centradas en la defensa de los derechos de los más pequeños. “Lo importante es echar una mano, da igual la manera”, opina.

En otras zonas de Manhattan también parece que los ciudadanos viven ajenos a todo el despliegue y el entusiasmo internacional. Sayeed, taxista de origen turco pero con 26 años ya en la Gran Manzana, sí conoce “un poco” eso de los ODS, pero es muy pesimista. “Los ciudadanos no podemos hacer nada, son los políticos y los millonarios quienes de verdad pueden cambar las cosas pero no quieren, nosotros somos esclavos de ellos”, dice con malestar. “Las palabras va y vienen, pero nada cambia”, sentencia. De opinión similar es Zahir, bangladeshí de 28 años que vende souvenirs en una tienda pegada al Memorial de los atentados del 11-S. “Todos somos iguales y todos merecemos las mismas oportunidades para mejorar, pero no todos tienen acceso a ellas”. Y critica a su Gobierno duramente mientras cobra unas gorras de los Yankees a unas turistas de Utah: “Dicen que la economía crece, pero los que tienen menos cada vez viven peor. Y, mientras nos engañan, mi país es uno de los que desaparecerá por la subida del nivel del mar que provocará el cambio climático”, lamenta.

Pero no todo es pesimismo. Janna, de 23 años, es dependienta en los grandes almacenes Macy’s, uno de los iconos de la ciudad. El interior es una oda al consumismo. Enormes letras brillantes anuncian productos exclusivos de Michael Kors, Gucci o Versace, entre otros. Miles de personas gastan miles de dólares por minuto en carísimos productos de toda índole. En medio de la vorágine consumista, esta joven de New Jersey atiende con amabilidad a las clientas de la firma. Se toma un respiro para contar que ella sí sabe qué son las metas de desarrollo. De hecho, el año pasado participó en la iniciativa que organiza conciertos en Central Park y sortea las entradas entre los ciudadanos que han participado en pequeñas acciones propuestas desde la web, como compartir manifiestos en redes sociales, donar algo de dinero o asistir a eventos solidarios. Ella ganó una entrada el año pasado y éste también lo ha intentado, aunque sin tanto éxito. A su juicio, lo más urgente es erradicar la pobreza. “Si eres pobre, no puedes acceder a nada más. Ni a educación, ni a sanidad, ni a nada. Todo el mundo debería tener acceso a unos mínimos”, dice convencida y optimista, pues cree que el mundo, poco a poco, sí mejora.

Janna, dependienta de Macy's, atiende a unas clientas.
Janna, dependienta de Macy's, atiende a unas clientas.Lola Hierro

Desde sus oficinas de la Quinta Avenida, Lenin y Javier comparten opiniones parecidas. “Quiero ayudar pero siento que no está en mi mano hacer nada importante, siento que me queda grande”, lamenta el primero. “Pero hay que hacerlo, y hay que presionar. Es un desafío porque surgen imprevistos y dificultades, pero debemos cambiar el modelo productivo”, anima su compañero. Desde la pequeña cafetería de la calle 47, Carlina es, quizá, la que lanza el argumento más certero: “No necesito conocer los ODS. En realidad, todos podemos ser buenas personas y ayudar a quienes lo pasan mal”.

Artículo publicado en colaboración con la UN Foundation.

Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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