Luchar contra la hipertensión, también en los países pobres
La OMS se ha propuesto reducir su incidencia en un 25% para contener el ascenso de las muertes por enfermedad cardiovascular
La Organización Mundial de la Salud (OMS) se propuso reducir en un 25% las enfermedades no infecciosas (NCD, por sus siglas en inglés). Lo harán mediante la aplicación de nueve objetivos voluntarios que se fijaron en una reunión sobre estas dolencias en el año 2014.
Cuatro son las patologías crónicas que forman las NCD: las enfermedades cardiovasculares, las pulmonares, la diabetes y el cáncer. En el 2012 fueron las responsables de la muerte de 38 millones de personas —de un total de 56 millones en el mundo—. Un 42% de —16 millones— fueron prematuras —es decir, de menores de 70 años—. Cabe resaltar que aproximadamente las tres cuartas partes de las muertes por NCD y la mayoría de las prematuras —82%— ocurrieron en los países de renta baja-media.
Pero estas estadísticas de 2012 no solo reflejan a las NCD como una epidemia global que obliga a tomar decisiones de forma urgente, sino que la proyección del futuro inmediato, hasta el año 2030, es todavía más negativa, con cifras globales de 52 millones de muertes colaterales a estas enfermedades. De ellas, las principales son las cardiovasculares, que pasarán de 17,2 a 22,2 millones.
La OMS recomienda la implementación de los nueve objetivos voluntarios de una forma lo más rápida posible y, si es factible, de forma simultánea para poder alcanzar la primera meta que enuncian: reducir la mortalidad prematura en un 25% para 2025. Pero como es fácil de comprender, será cada país o región en su entorno concreto la que tendrá que tomar decisiones priorizando unas frente otras con criterios coste-efectividad.
En este contexto, y teniendo en cuenta que las enfermedades cardiovasculares son las más prevalentes de las NCD, es aconsejable priorizar la prevención de los factores de riesgo demostrados que inciden sobre ellas. De todos ellos, el principal es la hipertensión arterial, por lo que la OMS propone reducir un 25% su prevalencia para contener su ascenso, en función de las circunstancias de cada país.
Y la pregunta que hay que contestar: ¿Por qué la hipertensión?
El primer objetivo es su diagnóstico a todo paciente adulto que presente niveles persistentes iguales o superiores a 140/90. Se calcula que esta enfermedad es uno de los principales riesgos de mortalidad global, con una prevalencia del 22% de la población, y que las muertes que causó ascienden a 9,4 millones en 2010.
¿Qué podemos hacer?
Dada la alta prevalencia y que la mayoría de pacientes son asintomáticos, la decisión más aconsejable sería tomar la tensión arterial de forma sistemática a toda la población adulta con un protocolo único y con criterios consensuados. Se trata de una técnica exploratoria no invasiva y fácil de realizar por personal sanitario, no necesariamente médico, que solo precisa una mínima formación. Además, el funcionamiento y coste de los aparatos para medirla son sencillos y asequibles.
Los pacientes diagnosticados de hipertensión deberían ser periódicamente controlados para comprobar su evolución y poder ajustar el tratamiento en aquellos que se les haya prescrito. Lo deseable sería conseguir el autocontrol por los propios pacientes que hayan normalizado sus cifras.
Vale la pena recordar que la tensión es en la inmensa mayoría de veces (por encima del 90%) esencial o idiopática, es decir, que no conocemos su causa exacta. Se trata de una enfermedad crónica que precisará del tratamiento indicado para su el control y corregir el factor de riesgo que conlleva sus cifras elevadas.
Después del diagnóstico, ¿Qué exploraciones complementarias necesitamos?
Este es un punto muy importante y, según mi criterio, de diferente enfoque según se trate de población de baja-media renta o de alta renta (de países como España). En estas últimas, aparte de conocer si la hipertensión mantenida ha afectado los órganos diana (ojos, riñón, corazón, vasos...) se solicitan otras complementarias, en ocasiones muy sofisticadas, para descartar, o lo que es lo mismo, diagnosticar si es consecuencia de una causa conocida. Estos casos representan un porcentaje muy pequeño (menos del 10%) de los pacientes.
La aproximación tiene que ser absolutamente diferente en los países de renta baja-media, ya que el objetivo principal es modificar un factor de riesgo (normalizar las cifras de tensión arterial) muy prevalente en la población general con criterios coste-efectividad. Hay que priorizar la salud pública como criterio principal. Esto obligara a que las exploraciones que podamos solicitar según el entorno donde nos encontremos estén enfocadas casi exclusivamente a las que orienten a las repercusiones de la hipertensión sobre los órganos diana y no dirigidas principalmente a descartar la hipertensión secundaria.
De todas las pruebas que podemos solicitar hay que priorizar y, si solo pudiésemos escoger una de ellas, aconsejaría la determinación de la glicemia para poder diagnosticar la diabetes mellitus, que junto a la hipertensión, es el principal riesgo de las enfermedades cardiovasculares.
Y una vez diagnosticada ¿cómo la tratamos para normalizar las cifras?
La primera medida sería incidir con políticas generales y personales de cada paciente en las llamadas higiénico-dietéticas, que en forma muy resumida serían: moderar o disminuir la ingesta de sal, evitar el sobrepeso y la obesidad, potenciar la actividad física, no hacer un mal uso de la ingesta alcohólica, abolición del tabaco...
Pero estas medidas tienen que ser acompañadas de tratamiento farmacológico bajo criterio médico cuando la enfermedad hipertensiva las precise para poder hacer descender y, si es posible, normalizar las cifras de tensión arterial.
Al igual que el razonamiento utilizado en las exploraciones complementarias según renta per cápita de cada país, será necesario que para los pacientes de baja-media renta se tengan que seleccionar los fármacos (genéricos) que tengan una eficacia demostrada y cuyo coste pueda ser asumido teniendo en cuenta la prevalencia de la enfermedad y que se trata de un tratamiento crónico. Pero, al mismo tiempo que somos conscientes del elevado coste de la implementación de esta medida, también tenemos que afirmar que los criterios utilizados coste-efectividad obligan a no posponer esta decisión contra uno de los principales factores de riesgo de mortalidad de la población mundial.
Aunque hay que tener en cuenta la costo-efectividad, no se puede demorar las acciones para frenar la hipertensión en los países con rentas bajas y medias
Disminuir las cifras tensionales y su normalización tiene un protagonismo importante en la prevención de los ataques del corazón, accidentes cerebrales, demencia, insuficiencia renal y ceguera, entre otras dolencias. Estudios epidemiológicos muestran que el descenso de 10 mmHg de la tensión sistólica (la alta) está asociado a una disminución del 22% en la enfermedad coronaria, un 41% de los accidentes cerebrales y entre un 41% y un 46% de la mortalidad cardiometabólica.
Aparte de esta evidencia, la toma sistemática de la tensión en la población general puede conllevar otros beneficios indirectos: puede representar ser la puerta de entrada en el sistema de salud de un porcentaje importante de pacientes; representa un reforzamiento necesario del personal sanitario autóctono (médico y sobre todo no médico); podría permitir diagnosticar otras patologías, como tuberculosis o diabetes en pacientes asintomáticos; potenciar políticas sanitarias más transversales con su repercusión positiva sobre los sistemas de salud que, en general, si existe, son frágiles.
Todo este planteamiento, sin embargo, solamente será posible si la hipertensión es considerada como una prioridad sanitaria con la participación e implicación social y política.
Xavier de las Cuevases el responsable de cooperación del Colegio de Médicos de Barcelona.
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