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El vuelo de amor de la mantarraya

El amor pasional nos vuelve locos. Salimos disparados de nuestra rutinaria vida y nos llegamos a creer bichos con alas

Rosa Montero

La mantarraya o manta gigante es un animal marino descomunal que puede medir más de ocho metros de envergadura y pesar 1.400 kilos. Como detalle simpático diré que carece del aguijón venenoso que poseen las otras rayas en la cola, o sea que si te topas con alguna mientras estás nadando puede que te ahogues de la impresión al ver semejante bicharraco, pero en realidad no es peligrosa. Las hembras son ovovivíparas, es decir que los huevos fertilizados permanecen y maduran dentro del cuerpo de la madre durante nueve meses o quizá durante doce, no se sabe muy bien. Porque hay muchas cosas que se ignoran de esa criatura majestuosa.

Cuanto más alto salgas y más grande seas, más ruido conseguirás al regresar al agua

Estos pocos datos los acabo de buscar en la Wikipedia, todavía hipnotizada por uno de los vídeos más extraños y bellos que he visto en mi vida. Dura poco más de dos minutos, me lo mandó Héctor Ibarra y es de la BBC (googlead BBC-Earth-Watch these fabulous flying rays y lo encontraréis). En un mar pleno y calmo aparecen de repente unas orejas negras, una forma oscura que recuerda a la cabeza de Batman. Sigue emergiendo la mantarraya, sale fuera del agua como impelida por un resorte y a continuación esa enormidad vuela por el aire, agita elegante y poderosa las aletas, que ahora son alas, y al cabo vuelve a caer al agua desde muy alto, produciendo un ruido atronador y un aluvión de espuma. Esos animales de más de una tonelada salen de las profundidades como flechas y parecen ingrávidos cuando se aventuran con intrepidez en el medio hostil que es el aire para ellos; algunos hacen piruetas mientras están fuera, dan saltos mortales, giran sobre sí mismos antes de caer. Y luego se desploman sobre el mar con brutales panzazos que sin duda deben de ser muy dolorosos.

¿Y por qué hacen tal cosa? Pues hay varias teorías, entre otras la del puro juego, pero al parecer la explicación más convincente para los científicos es la del cortejo. La mayoría de las mantas voladoras son machos (aunque de cuando en cuando también hay alguna hembra) y se cree que es la manera que los galanes tienen de llamar la atención y conseguir pareja. Cuanto más alto salgas y más grande seas, más ruido conseguirás al regresar al agua, más espuma, más conmoción del mar (y más dolor en la tripa, desde luego). Y todo eso debe de ser un formidable reclamo sexual. Así que ahí va nuestra mantarraya macho con la panza magullada a aparearse con la mantarraya hembra más sana y más guapa y a disfrutar su bien merecida victoria y, hale hop, la cópula dura unos noventa segundos. Y para eso tantísimas acrobacias, tan enorme esfuerzo.

Los genes son unos tiranos; ya lo decía Schopenhauer: el amor no es sino un engaño de la naturaleza para conseguir la perpetuación de la especie. O como también decía el escritor y filósofo inglés Samuel Butler en el siglo XIX: “La gallina es solo el sistema que tiene un huevo de hacer otro huevo”. O sea que ser una mantarraya adulta, mantenerte viva y llegar a crecer hasta los ocho metros, aprender a salir del agua a fuerza de músculos como un húmedo relámpago, aletear en el aire grácilmente y pegarte un porrazo al regresar al mar, todo eso, en fin, no es más que la forma que el huevo de la mantarraya tiene de hacer otro huevo.

Ese periodo de feliz enajenación, de ímpetu febril y brioso entusiasmo, suele durar poco

Y no me digan que esto no les suena y que no se reconocen de algún modo. En realidad, ¡somos tan parecidos todos los animales! ¿Quién no ha vivido alguna vez ese mismo frenesí alegre y turbulento de las mantas gigantes? El amor pasional nos vuelve locos, nos hace saltar por los aires y desde luego nos empuja a comportarnos muy por encima de nosotros mismos, de nuestras posibilidades, de lo que en realidad somos. Salimos disparados de nuestra rutinaria vida submarina y de repente nos llegamos a creer bichos con alas.

Dura poco. Sí, ese periodo de feliz enajenación, de ímpetu febril y brioso entusiasmo, suele durar poco (y menos mal: es un estado anímico extremo imposible de soportar durante mucho tiempo). Y luego las cosas se calman, o cambian, o se pierden, o se rompen. Luego vuelves a ser mortal, y te sumerges en tu vida, y sientes de nuevo sobre ti el peso abrumador del mar del tiempo. Todo ese paroxismo puede no haber servido para nada; o quizá sí, quizá para una cópula de 90 segundos, quizá para que se forme un embrión, quizá para que el maldito huevo pueda crear otro huevo. Sí, de acuerdo; tal vez sólo seamos un mero instrumento para la ciega y tenaz perpetuación de la especie. Pero ¿saben qué? Mientras tanto, volamos. Y eso no nos lo puede quitar nadie.

@BrunaHusky

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