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CARTA DESDE HARLEM
Columna
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Terapia

A la primera sesión me acompañó mi madre. Me atormentaban los ataques de pánico

La primera vez que traté de ir a terapia le pedí a mi madre que me acompañara –hecho que por sí mismo ameritaba terapia–. Tenía 20 años y me atormentaban los ataques de pánico, así que concerté una cita con una doctora en un barrio adinerado de la ciudad de México.

Tocamos el timbre del edificio, nos hizo pasar un portero y llamamos al elevador. En el breve viaje vertical al quinto piso le vino a mi madre una tos tan severa que expectoró un notable gargajo. Pero ahí no había donde expulsarlo. Para nuestro horror y desconcierto, las puertas del elevador se abrieron no a un pasillo, sino al propio consultorio, donde nos esperaba una señora minúscula, con cara búho y traje sastre. Mi madre apretaba los labios en una mueca ambigua. Yo me apuré a estrecharle la mano a la doctora, pero cuando quise decirle algo, lo que me salió de la boca fue una larga, nerviosa y sonora carcajada. Mi madre, que debió de haber reaccionado con la madurez que le concedían sus años, se empezó a reír también, pero con la boca cerrada –cosa tan difícil como tratar de estornudar con los ojos abiertos–. Pude articular, no sé cómo: “El baño, por favor”. Naturalmente, la doctora se impacientaba cada vez más. Nos mostró el baño, entre reticente e irritada. Ya dentro, las dos estallamos tan inconteniblemente y tardamos tanto en recuperar la compostura que, al salir por fin del baño, la doctora nos pidió que nos fuéramos de su consultorio. Su petición reanudó nuestra demente algarabía. Nos fuimos alejando como de ladito, mi madre sostenida de la pared mientras yo apretaba furiosamente el botón del elevador. Nunca volví a terapia. Tampoco se me quitaron los ataques de pánico.

 

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