Volver al sur
Profesionales liberales están comprando casas donde antes había gente humilde. Pero no solo ellos. Todos los ricos quieren tener su ‘apartamentito’ en Nueva York
Estoy en Hudson, a dos horas de la ciudad de Nueva York. El tren, que llega a la céntrica estación de Penn, circula pegado a la orilla del río del mismo nombre. Hudson, un pueblo de apenas 6.000 habitantes, se ha convertido en el lugar de moda para artistas que quieren huir de la intensa vida de Nueva York pero que al mismo tiempo quieren estar cerca. Aquí viven el poeta John Ashbery, uno de los más reputados de Estados Unidos y del mundo; el cineasta independiente Jim Jarmusch y la artista Marina Abramovic. Asisto en Nueva York a la presentación de The Edge Becomes the Center, un libro sobre gentrificación, el proceso por el que la población original de un sector o barrio deteriorado es progresivamente desplazada por otra de un mayor nivel adquisitivo. Su autor, DW Gibson, ha entrevistado a más de doscientas personas que han sido desplazadas de los barrios en los que vivían. Hoy día, sobre todo Brooklyn y Harlem están en el punto de mira de especuladores inmobiliarios que desahucian e incluso pagan a los que viven allí para que se vayan a vivir a otro lado.
Si uno pasea por Nueva York, ve carriles bici, restaurantes de comida orgánica y vías de tren convertidas en jardines colgantes (me refiero al precioso The High Line). Gente que toma café en los parques mientras escribe en sus iphones. Pero esta imagen tan amable tiene un lado oscuro. Mucha gente trabajadora o incluso de clase media ha tenido que dejar su vivienda para mudarse al extrarradio o, incluso, a otras ciudades. Hablo de personas que vivían en su barrio desde hace cuatro o cinco generaciones, gente trabajadora de Fort Greene o Red Hook en Brooklyn, por ejemplo, donde antes habitaban familias de estibadores o trabajadores de astilleros y ahora han abierto un enorme Ikea (con un ferri gratuito que te trae y lleva a Manhattan). El propio Harlem, mítico barrio afroamericano, está cambiando mucho. El año pasado, el cineasta Spike Lee denunciaba cómo la gentrificación estaba transformando el acervo cultural de estos barrios y cómo la gente rica que se trasladaba allí no llevaba a sus hijos a escuelas públicas, sino a centros exclusivos. Solo los afroamericanos o hispanos se matriculan en los colegios de la zona. El director de Malcolm X, que asiste con indignación a la transformación de su Fort Greene, pedía respeto a los invasores en respuesta a un artículo de Constance Rosenblum, publicado en The New York Times, que aducía que la vida de su barrio había sufrido un cambio a mejor, se había convertido en un lugar habitable, donde antes había problemas de trapicheo, violencia y la policía ni se acercaba. El debate está abierto. Por supuesto, hay mucha gente que ve la gentrificación como un proceso de regeneración de los barrios.
Según DW Gibson, profesionales liberales están comprando casas donde antes había gente humilde. Pero no solo ellos. El dinero viene de todo el mundo. Todos los ricos quieren tener su apartamentito en Nueva York, por lo que los precios de la ciudad están subiendo mucho. “En el siglo XIX, muchos afroamericanos huyeron de la segregación desde el sur hasta las grandes ciudades del norte. Ahora muchos vuelven a las pobres ciudades del sur”.
Salimos de la presentación. Warren Street, en Tribeca, está llena de tiendas de antigüedades, restaurantes y librerías. Todo muy bonito, demasiado bonito. En la acera, una mujer hispana habla por su móvil de manera que se le puede escuchar desde lejos. Una elegante pareja blanca pasa por allí y se ríe de ella. “Pero si no le hace falta el teléfono”.
Yo también grito cuando hablo por el móvil.
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