Nadie es lo que parece
Releer las vidas de nuestros héroes sirve para darnos cuenta de todo lo que no sabíamos
Si decimos que era ultraderechista por mucho que a su debido tiempo no le hiciera ascos al dinero del Gobierno de la República; que era monárquico, devoto del carlismo y defensor de las castas sociales hasta el punto de sostener que “el pueblo no tiene derecho a pensar”; que su mezcla de nostalgia imperialista y racismo le llevaban a decir que “España debió exterminar las razas autóctonas americanas” y que nuestro gran error fue llevar a cabo una colonización “en demasía suave y humanitaria” cuando eliminar “a los indios habría asegurado la dominación” del continente; si añadimos que aún en 1932 repetía a los cuatro vientos, como si tuviese gracia, la caracterización de las mujeres que hizo Schopenhauer como personas “de cabellos largos e ideas cortas”; si le sumamos a todo ello que al parecer era un mentiroso compulsivo que lo mismo inventaba que había cazado un lobo que alardeaba de su amistad con José Zorrilla, por mucho que jamás hubiese cruzado una palabra con el autor de Don Juan Tenorio, y completamos la información diciendo que era aficionado a la equitación, la esgrima y el esoterismo; que compuso una zarzuela nunca estrenada y trabajó como actor en algunas obras propias y otras ajenas, por ejemplo en La comida de las fieras, de Jacinto Benavente, o en la película La malcasada, donde hace una aparición fugaz junto al pintor Julio Romero de Torres; si contamos todo eso, sólo adivinarán que hablamos de Ramón María del Valle-Inclán quienes hayan leído su biografía La espada y la palabra (Tusquets), escrita por Manuel Alberca.
Con ese libro en la mano, descubrimos qué lejos de la verdad está la imagen que suele tenerse del autor de Divinas palabras, que nunca fue ni revolucionario, ni de izquierdas, ni siquiera un bohemio, sino partidario del autoritarismo, enemigo de Miguel Primo de Rivera pero devoto de Mussolini, siempre en busca de un cargo público –fue desde conservador del Tesoro Artístico Nacional a director de la Academia de España en Roma– y, en sus últimos años, víctima de una esposa que nada más aprobarse el divorcio en nuestro país lo persiguió con sus sospechas, su rencor y sus demandas judiciales hasta la tumba.
Volver a contar una historia sirve, a veces, para cambiar lo que sabemos de ella. En su edición de las obras de Bécquer, que acaban de sacar a la luz María del Pilar Palomo y Jesús Rubio Jiménez en la Fundación José Manuel Lara, encontramos a un hombre con muchas más aristas de las que tiene la imagen clásica del autor de las Rimas: no fue un poeta en las nubes, sino un ciudadano muy pendiente de la política y la actualidad, partidario de Isabel II y defensor del presidente González Bravo, director de periódicos como El Contemporáneo o Los Tiempos; que en dos épocas distintas trabajó como censor de novelas y que ni siquiera estuvo fatalmente enamorado de su supuesta musa, Julia Espín, sino más bien interesado en su padre, un músico célebre para el que escribía libretos de zarzuelas. Su mujer se llamaba Casta Esteban y se separó de ella a los pocos años de matrimonio. Y, por supuesto, tampoco fue al monasterio de Veruela a buscar un tesoro, como se ha fantaseado, sino sólo a pasar las vacaciones con la familia y a escribir sus Cartas desde mi celda.
¿Cuánto se parece nuestra idea de alguien a quien fue? Para saberlo, no hay más que leer Crónica de mí mismo (Errata Naturae), que reúne una serie de cartas de Walt Whitman, inéditas hasta hoy en nuestro país, que demuestran a las claras que el genio de Hojas de hierba era otros además del que conocemos: un amante escurridizo, un buen negociador de su obra y sobre todo, en sus propias palabras, alguien “que en el terreno personal no es en modo alguno el vagabundo tosco y excéntrico o el bicho raro que se empeñan en hacer ver”, ni un anarquista, sino un individuo que “ha aceptado las vicisitudes de la vida con entera serenidad y decoro, sin desafiar siquiera las convenciones”.
Tres buenos ejemplos de que releer las vidas de nuestros héroes sirve, también, para darnos cuenta de todo lo que no sabíamos de ellos y poder al fin, como escribió Pedro Salinas, “besar rostros en vez / de máscaras amadas”.
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