Juan Muñoz, templo de silencio
‘Double Bind’ fue el testamento involuntario del artista madrileño fallecido a los 48 años. Una obra clave para entender la trayectoria de un creador de reconocimiento internacional Tras 13 años oculta, ahora se expone temporalmente en el centro HangarBicocca de Milán
Así como todo gran artista encuentra su escala ideal, las obras de arte buscan siempre un espacio donde descansar, su sitio definitivo. En los museos/mausoleos, pinturas y esculturas reposan el orgullo de su estamento estético, sellando la armonía entre artista y comunidad: “Aquí yace la Mona Lisa, también llamada Gioconda, el retrato más famoso de la historia. Murió víctima de sus propios enigmas, reproducciones y parodias. Desde 1913 descansa en relativa paz tras un cristal blindado en el Louvre”. Antes de lograr su panteón en estos repositorios, muchas obras tuvieron que sufrir un tránsito abrupto, víctimas de agresiones o secuestros. Se sabe que otra obra maestra de Leonardo, Il Cenacolo, que el de Vinci pintó para el refectorio de Santa Maria delle Grazie, en Milán, estuvo a punto de ser arrancada de su emplazamiento original por el entonces rey de Francia, Luis XII de Orleans, en 1497, en su intento por recuperar el ducado italiano y llevarse el fresco como botín de guerra. Pero fue precisamente la fragilidad de la pintura –los pigmentos comenzaron a desprenderse del yeso a causa de la humedad– la que le hizo resistente al expolio. Desde entonces y durante cinco siglos, La Santa Cena ha permanecido en la misma iglesia dominica bajo un régimen de constantes restauraciones.
Es también en Milán donde ahora se exhibe, esta vez de forma provisional, Double Bind (Doble vínculo), la obra que Juan Muñoz creó en 2001 para la Turbine Hall de la Tate Modern de Londres. Con ella, el artista madrileño (1953-2001) encontró la escala y el sentido último de todas sus elucubraciones plásticas. La reedición de la pieza, junto a 14 grupos escultóricos más, ha sido posible gracias a Pirelli y al empeño de Vicente Todolí, director artístico del HangarBicocca (sede cultural de la firma italiana), la escultora Cristina Iglesias y James Lingwood (director del centro de producción artística Artangel), miembros del comité asesor que gestiona el legado del escultor y que desde hace años trabajan para que la instalación tenga un sitio permanente. Solo dos semanas antes de la inauguración de la muestra Double Bind & Around, el presidente de la marca de neumáticos con sede en la capital lombarda anunciaba que la compañía China National Chemical Corporation se había hecho con la mayoría del accionariado. La centenaria empresa italiana se convertía así en la nueva víctima del rampante colonialismo económico de China y las monarquías petroleras del Golfo, que está afectando con parecida agresividad a las obras de arte, como se vio recientemente con el caso del gauguin Nafea Faa Ipoipo (¿Cuándo te casarás?) que el millonario suizo Rudolf Staechelin vendió al emirato de Qatar por 300 millones de dólares, la cifra más alta pagada hasta ahora por una pintura. Muchos de los trabajos de Juan Muñoz están poblados de personajes con rasgos orientales. Conocida la grotesca veneración de los magnates mandarines por la estatuaria que los representa –los famosos “chinos” de Juan Muñoz–, no resulta descabellado pensar que muy pronto querrán hacerse con alguna de ellas. Ya lo dijo Andy Warhol: “Tres docenas de maos son mejor que una”.
En la obra ‘Double Bind’, que ahora se expone en Milán, Juan Muñoz encontró la escala y el sentido último de todas sus elucubraciones plásticas
Galardonado en 2000 con el Premio Nacional de Artes Plásticas, Juan Muñoz figura entre los creadores más reconocidos del escenario internacional. Autor de profunda ambición, curiosidad intelectual e ingenio, perteneció a la primera generación de artistas estadounidenses y europeos de finales de la década de los ochenta que, como Robert Gober, Mike Kelley, Thomas Schütte, Paul McCarthy, Charles Ray, Kiki Smith o Stephan Balkenhol, abordaron desde diferentes perspectivas la figura humana, o fragmentos de ella, para situarla dentro de arquitecturas familiares que aluden a espacios de transición, como escaleras, balcones, puertas, sótanos, barandillas y suelos que crean ilusiones ópticas.
Educado artísticamente en Londres –donde conoció a la que luego fue su esposa, la escultora Cristina Iglesias– y después en Nueva York y Roma, Muñoz decidió instalarse a mediados de los noventa en Torrelodones, un pueblo situado a pocos kilómetros de su Madrid natal. En ocasiones se le oía decir que odiaba su ciudad y que deseaba verla arder. La escultura le sirvió de catarsis. Construyó una maqueta de sus calles, edificios y balcones, le prendió fuego y fotografió el cartón en llamas. Tituló la obra La quema de Madrid vista desde el balcón de mi casa (1999).
Por esos mismos años, Muñoz emprendió sus hoy conocidas series escultóricas de personajes de cuerpo anómalo –ventrílocuos, ilusionistas, enanos, bailarinas, tamborileros– que, solos o en grupo, y siempre absortos en sí mismos o en los demás, entablan una enrevesada partida psicológica con el espectador. Para Muñoz, la escultura tenía la misma función que un juego de manos, era un truco filosófico capaz de poner a prueba la naturaleza de la realidad: “Es necesario que los espectadores se muevan en una determinada dirección para que el truco funcione y el espectador pueda asombrarse. Es muy sorprendente comprobar lo mucho que deseamos ver algo que no existe”.
La carrera de Muñoz, tremendamente productiva, culminó en 2001 tras su repentina muerte en su casa de veraneo en Santa Eulàlia, en la isla de Ibiza, a causa de un aneurisma. Double Bind fue su testamento involuntario y en él se encuentran las respuestas a toda una serie de cuestiones relativas a la percepción de la obra de arte surgidas desde el impresionismo.
Cuando Claude Monet pintó la catedral de Ruán como un pastel derritiéndose, lo hizo con idéntica actitud a la desplegada frente a las verdes glicinias enroscándose en un puente japonés. En sus telas, cada almiar, cada sauce, era algo trivial y a la vez interminable, susceptible de absorber toda capacidad de examen de que la mirada es capaz.
Sin pretenderlo, Muñoz tomó de los impresionistas la idea de la obra como un jardín donde una situación se va desplegando subjetivamente sin llegar a cristalizar. Y quizá también aprendió de Rothko que el artista debía entrar en la propia obra: “Si pintas un cuadro más grande, estás dentro de él. No es algo que puedas dominar”. Traducido en palabras de Juan Muñoz: “Mi trabajo es un hombre en una habitación que no espera nada”. Ahí reside la inefabilidad de Double Bind, una instalación que los incondicionales del artista madrileño han calificado como su “Capilla Sixtina”, pero que quizá habría que comparar con la “Capilla Rothko”: un acertijo de vacuidad inpresionantemente teatral, un espacio en blanco y negro que se abre para que el espectador se introduzca en él. En el último silencio del artista.
Marcel Duchamp creó su particular “capilla”, Étant Donnés (La cascada), con una vieja puerta que encontró en una masía de Cadaqués y un bajorrelieve que representaba una mujer desnuda tirada boca arriba con un quinqué en la mano. Tardó 20 años en construir la obra. La hizo en secreto, en su estudio del Greenwich Village neoyorquino, y se preocupó de redactar un manual de instrucciones para el montaje. Tras su muerte, en 1968, y de acuerdo con su voluntad, la obra se instaló definitivamente en el Museo de Arte de Filadelfia. Por esa misma época, los mecenas norteamericanos John y Dominique de Menil le encargan a Mark Rothko que convierta una capilla no confesional aneja a la Universidad de Rice (Houston) en una obra de arte. El pintor de los campos infinitos creó 14 cuadros oscuros que colocó cuidadosamente en un espacio octogonal, una caverna de luz negra dividida en módulos. La Capilla Rothko es unidad y pluralidad, objeto y acontecimiento. El espectador no puede parar en ningún punto o conclusión, pues se encuentra en su propio laberinto buscando a su doble imaginario. El conjunto no pudo inaugurarse hasta 1971, un año después de la muerte del artista.
En la obra ‘Double Bind’, que ahora se expone en Milán, Juan Muñoz encontró la escala y el sentido último de todas sus elucubraciones plásticas
Igual que ocurre en la Capilla Rothko, es difícil entrar en Double Bind sin sentir una fuerte emoción. La prematura muerte de Juan Muñoz a los 48 años, dos meses después de la inauguración de su pieza en Londres, le confiere una dignidad conmemorativa y una convulsión de desplazamiento interior, como si escapáramos de un mundo real consumido, como lo vislumbraron los místicos. La instalación se levanta a tres alturas sobre una superficie de 1.500 metros cuadrados y está llena de efectos ópticos, ascensores vacíos que suben y bajan invariablemente, ventanas y puertas medio abiertas o medio cerradas que el espectador percibe desde un sótano apenas iluminado y por cuyos balcones transitan individuos de rostro casi idéntico. “Estoy sorprendido”, declaró Muñoz, “de cómo algunas ideas muy prematuras, implícitas en mis primeros balcones, dan la impresión de reaparecer en este trabajo”. “Este trabajo” era la enorme e inquietante Double Bind.
Ahora la pregunta es qué ocurrirá con la obra tras su desmontaje en el HangarBicocca, a finales del mes de agosto. Si ninguna institución pública se interesa por ella, regrsará a la extraña y absurda vida que tuvo durante 13 años, oculta en un almacén de Madrid. Quizá se transforme en animal kafkiano que excava galerías bajo el suelo, quién sabe hacia qué destino, bajo la indiferencia de la élite acultural española.
'Castellers' y gominolas
Para Vicente Todolí, director artístico del HangarBicocca, "Madrid es la ciudad perfecta para albergar Double Bind. Cerca del Reina Sofía hay muchos locales y naves donde se podría quedar definitivamente. Es una instalación que apenas necesita mantenimiento y su montaje no superaría el medio millón de euros". Una cifra discreta si la comparamos con otras esculturas que "decoran" los espacios públicos del territorio español. La gominola verde sobre el cerro de Boadilla del Monte, también llamado "osito Gürtel", obra de Eladio de Mora, tuvo un coste de 360.000 euros; El astronauta, en Valdemoro, que firma Francisco Leiro, supuso un gasto para el contribuyente de 40 millones de las antiguas pesetas (bajo la aparente donación de la promotora El Restón, ligada a Francisco Granados y David Margaliza). El homenaje a los castellers de Antoni Llena, situado a espaldas del Ayuntamiento de Barcelona, 630.000 euros, más o menos lo que se han pagado por las fallas de Juan Ripollés en las rotondas de Castellón o las no menos meninas de Manolo Valdés en Alcobendas. Y una última referencia: Crown Fountain (2004), la fuente que el escultor barcelonés Jaume Plensa creó para el Parque del Milenio de Chicago, costó 17 millones de dólares y sus gastos de mantenimiento alcanzan los 630.000 anuales.
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