Cristina Iglesias: agua, acero y seda
Recorremos junto a la creadora española su trabajo urbano más ambicioso en Toledo
Algunas de las creaciones de Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) se erigen entre montañas o se sumergen en el fondo del mar. Sus puertas para la ampliación del Museo del Prado (una vegetación fosilizada en bronce), sus marquesinas de alabastro, sus habitaciones vegetales, sus celosías de entramados geométricos y sus pozos sin fondo conforman su discurso escultórico. Museos como el Guggenheim, el Pompidou, la Tate Modern o el Reina Sofía han adquirido obra suya. Con Tres aguas, el proyecto que acaba de inaugurar en Toledo, una constelación de esculturas urbanas que conectan tres lugares de la ciudad (la plaza del Ayuntamiento, el convento de clausura de Santa Clara y un antiguo depósito de agua rehabilitado), completa una etapa que recoge gran parte de sus preocupaciones de los últimos años en lo que a intervención de espacios públicos se refiere.
Nuestra escultora más internacional se mueve por Toledo con la seguridad del que sabe dónde pisa. Aupada en sus deportivas de diseño, investigó a fondo en busca de espacios donde encajar sus esculturas. En el corazón de la ciudad, junto a la catedral, ha realizado un corte que, bajo relieves de acero inoxidable, atraviesa un lado de la plaza del Ayuntamiento. El acuífero se inauguró en mayo, pero todavía quedan flecos, como la limpieza de la obra, en la que se ven restos de colillas y huesos de aceituna que la escultora recoge impulsivamente. Falta también la señalización que facilite el recorrido. Del bullicio al silencio que impone el convento de Santa Clara, en la plaza de Santo Domingo El Real, uno de los puntos más altos de la ciudad, ajeno a las oleadas de turistas. El canto de las tres monjas clarisas que ocupan el edificio del siglo XIV se oye con nitidez desde la celda en que se ha instalado la escultura.
En ese espacio sigiloso y fresco, Iglesias rememora cómo se fraguó el proyecto de este acuífero, financiado en buena parte, además de por Acciona y Liberbank, por Artángel, fundación de proyectos artísticos dedicada a sacar el arte a la calle: “Me propusieron que buscara un sitio donde realizar una intervención pública. El proceso ha durado casi 10 años, en los que, además de la producción de la obra y la búsqueda de financiación, ha habido que sumar las complejidades que engloba trabajar con los políticos de una ciudad histórica, plagada de yacimientos arqueológicos. La idea era construir tres lugares cuyo recorrido entre uno y otro fuera la propia escultura. Las diferentes capas de historia forman estratos que sumados a los geológicos sustentan de una manera física, psicológica y poética la obra”.
En todas mis obras hay una estrategia de construcción de lugares de silencio y reflexión”, explica la escultora
No fue sencillo ponerlo en marcha. Iglesias suele darle muchas vueltas a las cosas. Empieza en el estudio, donde desarrolla el pensamiento ligado a la construcción de la obra y de las piezas a su alrededor. Se ayuda del dibujo y de la escritura; construye maquetas. En Toledo ha necesitado la colaboración de un gran equipo. Además de la gente de su taller, el arquitecto de la comisión de Patrimonio, que ha trabajado codo a codo con ella para reconstruir un antiguo colector de aguas en una torre, y la compañía constructora local.
–Tres aguas y tres culturas. ¿Por eso eligió Toledo?
–Quería reflexionar sobre la escultura pública y la manera en que podemos intervenir en una urbe para que los ciudadanos tengan una conexión con la memoria de su cultura y su lugar exacto en la historia. Toledo me pareció ideal por su orografía, el río Tajo la rodea y conforma lo que es la montaña de Toledo, la roca donde se asienta desde los tiempos visigodos. Hay bolsas de agua en la roca y el poder subir el agua desde el río hasta la parte más alta ha sido siempre muy importante para las comunidades que han coexistido aquí. En una ciudad que está llena de itinerarios, la idea de perderse va implícita. Cuando uno ve la torre, en la antigua Fábrica de Armas, sube a la parte más alta por la escalera exterior y contempla la ciudad; luego baja por la escalera interior que te lleva a un fondo donde hay una ficción de acero fundido con pátinas que con la subida o bajada del agua se puede relacionar con las mareas, con la filtración desde el río. El sentir todo eso es parte de la experiencia de la obra y también el caminar a lo largo del río, encontrando vestigios de quienes convivieron durante un largo periodo de tiempo, hasta llegar a la plaza del Ayuntamiento, con ese inmenso vaso por el que el agua corre por un cauce con la inclinación mínima y se llena como espejo de todo lo que nos rodea. Caminar entre una y otra y luego llegar al convento de Santa Clara, donde todo es íntimo y te sugiere meditación.
De Cristina Iglesias sorprende su mezcla de timidez y arrojo. Con sus modales sutiles funde el hierro. De ahí nacen sus esculturas. Ha usado acero, alabastro, seda y cristal, hasta que en 1992 comenzó a experimentar con el agua que cubre o desnuda las raíces, venas, grutas o laberintos que pueblan su obra. Le aporta medidas, sonido y movimiento. A esos conceptos ha sumado la idea de caminar. Antes el espectador llegaba a la obra desde una entrada, pero en Toledo tiene que moverse hasta encontrar lo que busca. Donde unos encuentran un remanso de paz, arrullados por el sonido del agua, otros sienten desasosiego. “El infierno”, según la descripción de un visitante de la Torre del Agua. “Me encuentro con gente muy preparada y con visitantes que se avergüenzan de no estarlo y te dicen: ‘No entiendo nada, pero me gusta o no me gusta’. Sinceramente, esa respuesta ya es una manera de ver”.
A finales de mayo inauguró en Madrid una exposición junto con el fotógrafo Thomas Struth. Mirando uno de sus recurrentes pozos, una cavidad de cerámica en la que el agua manaba hasta desbordarse para luego desaparecer, un niño gritó: “¡Es agua!”; a su lado, dos hombres murmuraban: “¡Que sugerente, una inmensa vulva!”.
–¿Diría que ese movimiento resume la esencia de lo masculino y lo femenino?
–Solo se ve lo que está en tu imaginación. Hay una idea filosófica y poética en las habitaciones vegetales donde la ficción te rodea o en ese pozo que te obliga a mirar hacia abajo y parece más profundo de lo que es, pero la interpretación queda abierta.
De Cristina Iglesias sorprende su mezcla de timidez y arrojo. Con sus modales sutiles funde el hierro. De ahí nacen sus esculturas
Cristina Iglesias compagina la creación más íntima con la intervención en espacios urbanos. Trabaja en varios proyectos a la vez, dejando que las piezas se vayan ensamblando. “Suele haber obra reposando mientras avanzo en otras cosas; ahora preparo dos plazas en Londres al tiempo que colaboro con Renzo Piano en el proyecto de la Fundación Botín, una obra de cinco elementos: cuatro pozos y un estanque que están en cierto modo comunicados. Del estudio del movimiento de la Torre del Agua en Toledo nacieron otras cosas, pero eso mismo surgió de otro elemento anterior, son lenguajes que voy desarrollando en el tiempo”, cuenta. De esas variaciones sobre su propia memoria surgen enfoques que convergen en otros ángulos. Profesionalmente se siente cómoda. Dispone de crédito como para zanjar un contrato con un “déjelo en mi mano que acabaré en fecha”, pero no ha conseguido atajar su miedo a exponerse, especialmente los días de inauguración, cuando siente que los focos la iluminan más a ella que a sus esculturas.
–Oculta en las montañas, en el fondo del mar, en plena selva o incorporadas al paisaje urbano. ¿En qué medida cambia la obra su emplazamiento?
–Siempre trabajo sensibilizada por el espacio y el contexto, pero eso no quiere decir que los problemas que me planteo no se desarrollen también en obras que no tienen lugar específico. Crear para el fondo del mar y en una zona de especial conservación como la isla del Espíritu Santo [en Baja California, México, localización de sus Estancias sumergidas] me obliga a colaborar con biólogos marinos, pero construyo algo que tiene que ver con otras obras mías, compuestas por celosías llenas de textos que a su vez conforman lugares fantásticos. En todas hay una estrategia de construcción de lugares de silencio y reflexión. En este caso, me interesó la idea de lo remoto y construir un lugar que no es fácilmente accesible. Para verlo necesitas bajar a 17 metros de profundidad, que no es posible si no buceas con bombona de oxígeno.
Otra de sus esculturas, de 1992, se levanta en los fiordos noruegos, en un acantilado mirando al mar. Fue su primer impulso para trabajar con agua. Quería encerrar al espectador en una habitación donde no veía el océano, solo lo escuchaba. “Trabajé con imágenes donde el agua te hacía volver sobre tus pasos, retirarte ante el manantial que se filtraba, pero no se pudo hacer por dificultades técnicas”. Lo aplicaría posteriormente cuando los arquitectos belgas Paul Robbrecht y Hilde Daem le propusieron trabajar en Amberes, en una plaza que estaban remodelando a los pies del Museo de Bellas Artes. “Ahí comenzamos seriamente a proyectar una obra con agua, pero luego, por un problema político como consecuencia de un cambio de Gobierno, parte del presupuesto lo gastaron en otra cosa y tuvimos que esperar casi 10 años para terminarlo”.
Después surgió el proyecto de las puertas de la ampliación del Museo del Prado, su primera obra pública en España, una escultura de 22 toneladas y 6 metros de altura. “Lo realmente importante es que se trata del Prado, el templo del imaginario. Desde el inicio lo miré como un umbral, un lugar en sí mismo; fue una de mis preocupaciones cuando Rafael Moneo [el arquitecto de la obra] me pidió que pensara en ellas. Se trata de una entrada ceremonial, aunque también es una puerta de emergencia de uso cotidiano. Eso me posibilitó trabajar con un programa de secuencias en las que el movimiento y el tiempo son parte de la obra. Sus hojas se mueven ocho veces al día desde que se abren, a las diez de la mañana, hasta cerrarse, a las ocho de la tarde. Cada posición crea nuevos espacios, y los flujos urbanos, de madrileños y de visitantes, hacen de esta obra una experiencia accesible a todos. Es interesante pensar cómo las piezas permanentes viven en el tiempo”.
Como una ruta más, la excursión toledana junto a la escultora desemboca en su vivienda, ubicada en una exclusiva urbanización del norte de Madrid, donde comparte vecindario con su hermano el compositor Alberto Iglesias. Alrededor de la mesa donde nos sentamos hay planos, catálogos, maquetas y serigrafías enmarcadas. En este estudio planifica, pero posee otro local dedicado al trabajo más manual. La luminosidad llena la casa. El estudio comunica con la vivienda. Basta atravesar una puerta para encontrar “la zona de Juan” y la suya. Ubicadas en espacios muy próximos. En la decoración destacan unas cortinas de terciopelo marrón oscuro que, por la caída de la tela, entre tableada y arrugada, podrían ser obra suya. Con la excepción de uno de sus delicados trabajos en seda, colgado de una de las paredes, casi toda la obra expuesta en esta parte de la vivienda recuerda que un día la habitó Juan Muñoz, fallecido en 2001. Desde la terraza, donde reposan algunas de las personales esculturas de su marido, se divisa un lejano paisaje urbano, rematado por las torres de Europa. La misma postal que contempla desde su cama, enmarcada por las ramas de un magnolio con sus olorosas flores. La cama casi pegada al taller sugiere momentos de inspiración que la obligan a saltar del lecho. Como muchos artistas, Iglesias se reconoce insomne, por eso la proximidad entre el lugar donde suceden los sueños y el espacio donde desarrolla las venas, raíces, grutas y laberintos que pueblan su obra y en las que hay algo animal. No ve apenas televisión, sigue fiel a la suscripción de The New Yorker y The New York Review of Books, a las lecturas de literatura fantástica del siglo XIX y a la ciencia-ficción. El cine también entra dentro de sus fuentes de inspiración. Con el tiempo ha ido cambiando sus hábitos: “Desarrollas tu personalidad de una forma y luego la adaptas al trabajo”, añade. Vive en Madrid y trabaja en sus dos estudios con su equipo y el apoyo de una fundición en Éibar, pero viaja con tanta frecuencia que, en realidad, los aviones, las salas de espera de los aeropuertos y hoteles son sus no lugares, sitios que acaban siendo muy fértiles porque, en medio de la soledad que genera verse rodeado de desconocidos, se concentra muy bien.
La presencia de Juan Muñoz se siente casi en todos los espacios. Su fallecimiento la sumió en un silencio de casi una década. “Hay heridas que son y serán siempre parte de ti, pero no es verdad que me apartara de todo durante ese tiempo”, explica. “Eso lo escribió alguien y siempre se repite. Basta mirar mi currículo para darse cuenta de que sucedió justo al revés, me puse a trabajar sin parar. No quería quedarme quieta. Cuando muere Juan preparaba una exposición de su obra que iba a inaugurarse en el Museo Hirshhorn de Washington, que tuvimos que posponer dos meses y que luego viajó al Art Institute de Chicago, al Museo de Arte Contemporáneo de Houston y al MOCA de Los Ángeles. Todo eso se organizó tras su muerte. Mi vida en ese momento, aunque siempre habíamos estado muy cerca y compartíamos tantas cosas, fue sacar todo eso adelante. Conté con ayuda, pero me exigió un enorme esfuerzo; además tenía una niña de 12 años y un niño de 6, nuestros hijos, que también me ayudaron a seguir. En paralelo, yo ese mismo año iba a inaugurar una exposición en el Museo Serralbes de Oporto que después fue a la Whitechapel de Londres y al Museo de Arte Moderno de Dublín. Solo la pospuse unos meses, no llegó ni a un año. Hice lo de Juan y a la vez monté mi gran exposición. El trabajo me ayudaba. Fueron años muy intensos y de mucho dolor.
–Siendo usted vasca, parece obligado que hablemos de Chillida y Oteiza y la influencia que hayan podido tener en su obra.
–Hay tantas influencias… empezando por los constructivistas rusos o los bajorrelieves sirios del British Museum. Pero reconozco que no solo se educa el arte en los museos y los libros. El hecho de haber crecido en un lugar donde he visto un lenguaje escultórico abstracto, construido con tanta naturalidad, en la calle, me ha formado tanto como el recorrido por los libros y los museos.
–Sorprende que no haya obra pública suya en la ciudad donde nació.
–Odón Elorza me lo propuso cuando era alcalde de San Sebastián; pero luego se diluyó. Me gustaban el parque de María Cristina, uno de los sitios más bellos de la ciudad, y el monte Urgull. Yo tampoco pensé que era el momento… Y, bueno, ahora manda Bildu, que parecen más preocupados por la recuperación de los bailes populares que por la creación de nuevos lenguajes.
–Nació en una familia con grandes inquietudes culturales: cinco hermanos, cinco artistas. Crecieron en un ambiente de libertad en el que también participaban sus progenitores. Su padre, químico, ha cumplido 91 años, y todavía recuerda el momento en que le contó que dejaba la carrera de Químicas para explorar el arte.
–Sentí un gran alivio cuando me contestó simplemente que ya lo sabía. Me gustaban las ciencias, pero también me interesaba el arte y llegó un momento en que me atreví a dar el salto. Por eso me matriculé en la Chelsea School of Art. Buscaba nuevos horizontes, explorar e irme fuera. Conocí a Tony Cragg, Anish Kapoor y también a Juan Muñoz. Allí descubrí que quería trabajar en el espacio. Era joven y me sentía ávida por ver cosas nuevas. Llegué a Londres con ideas muy deslavazadas, pero descubrí a artistas que me abrieron nuevos mundos. Hubo una exposición en la Hayward Gallery que se llamaba Pier and Ocean, y había obra de Sol LeWitt, Walter De Maria, Robert Smithson, Eva Hesse. Aquello fue una revolución para mí. Al mismo tiempo me impresionaba la capilla Brancacci con pinturas de Masaccio y Masolino, obra cumbre del Renacimiento, o Giotto en la capilla Scrovegni en Padua. Las cosas se suceden y te envuelven; primero surgen las obsesiones y luego hay que tener el valor de desarrollarlas. En mi caso llegó de una manera natural, aunque lo sentí como una enfermedad que se apodera de ti. Es difícil de explicar, tu obra es una construcción, es tu vida. Como creadora soy muy exigente, nunca me siento del todo satisfecha.
–Montañas de escombros agrupados en una habitación, una investigación sobre la búsqueda científica de una expedición en el siglo XIX para captar un eclipse… son formas del nuevo arte contemporáneo. ¿Cree que ese tipo de manifestaciones pueden ser absorbidas por la cultura popular?
–En cierto modo, aunque no consiga ser tan popular. Lo que estoy diciendo y lo que me planteo está relacionado con ello. Contar cómo desapareció un barco y la búsqueda de este es una película poética de Tacita Dean que no es comercial y que puede ser exhibida en una galería o en una bienal y acabar en la colección de un museo. Es una manera de presentarlo, como lo es la obra de Lara Almarcegui y sus reflexiones sobre lugares desolados. Hay manifestaciones del arte contemporáneo que son distintas, usan otros vocabularios. Algunos de estos lenguajes ya han existido antes con Smithson o Matta-Clark, que construyeron propuestas parecidas y están en los museos o a veces solamente en fotografías que documentan esas acciones. La acción contemporánea trae en los mejores casos aire nuevo; posteriormente vendrá la criba.
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