Louise Bourgeois, álbum de ausencias
La artista franco-americana protagoniza desde el próximo 10 de junio una muestra en el Museo Picasso de Málaga Viajamos hasta Nueva York, a la que fue su casa, en el barrio de Chelsea, para hablar con el hombre que se convirtió en su mano derecha durante los últimos 30 años de su vida
No paraba de gritarle. No paraba de gesticular y de gritarle. La primera vez que Jerry Gorovoy se encontró con Louise Bourgeois no se puede calificar de prometedora. El joven comisario esperaba que la artista, en aquel entonces underground, estuviera agradecida por haber sido incluida en una muestra en pleno Soho neoyorquino, una exhibición que podía ayudar a situarla en el mapa. Pero no, ahí estaba esa mujer pequeñita e iracunda profiriendo gritos como una posesa; no le gustaba cómo estaban dispuestas sus obras junto a las del resto de artistas que componían la exposición Diez esculturas abstractas. Corría el año 1980.
Nadie hubiera dicho en aquel momento que ese joven espigado, barbudo y apuesto, artista y comisario que buscaba su sitio en el mundo del arte, de nombre Jerry Gorovoy, iba camino de convertirse en el más firme apoyo de la artista francesa afincada en Nueva York, en el bastón que la sostendría durante sus 30 últimos años de vida, en el hombre que le organizaría la agenda, la recogería cada mañana a las diez en su casa para llevarla al estudio, le pondría plazos para que entregara sus obras a tiempo, su paño de lágrimas, el bálsamo de sus desconsuelos, su amigo. El hombre al que solía referirse como El Pacificador.
“Probablemente tendría que haber sido su psiquiatra”, dice con media sonrisa y gesto de cariño Gorovoy, hombre de pelo largo y aspecto elegantemente bohemio, nacido en Nueva Jersey hace 61 años. Enfundado en su chaqueta blanca, el que fuera asistente de Bourgeois está sentado en el viejo sofá azul en el que tantas tardes pasó, viendo a la artista trabajar en la mesa contigua; ella, siempre de espaldas a la cocina, mirando al patio trasero. Estamos en Chelsea, Nueva York, en la casa a la que Bourgeois (1911-2010) se mudó en 1961. Junto al sofá, sobre una mesa, reposan, intactos, los tubos de pintura al óleo que usaba una artista cuya obra ha experimentado un sostenido proceso de reivindicación a lo largo de los últimos 40 años, una mujer que plasmó su vida en cada jirón de sus esculturas de paño, cargando de fuerza autobiográfica cada retal de su obra, la impulsora del llamado arte confesional.
En aquel primer encuentro –“me quedé en estado de shock total”–, Gorovoy pudo atisbar algunos de los trazos que ayudan a explicar la vida y la obra de esta creadora inclasificable que rompió con el minimalismo imperante en el Nueva York de los ochenta con una obra en la que volcaba todas sus turbulencias emocionales. “Básicamente, aquel día gritaba porque estaba nerviosa. Le ponía nerviosa exhibir sus trabajos. Según fui conociéndola, tomé conciencia de su ansiedad: cuando estaba asustada, asustaba a los demás”.
Ella solía decir que la gente feliz no tiene historias”, indica su asistente
–¿Su arte estaba conducido por la ansiedad?
–¿Su trabajo? Totalmente. Las obras solo le salían cuando tenía un problema o sufría de ansiedad. Ella solía decir: “La gente feliz no tiene historias”. Lo que la impulsaba eran los problemas, el dolor, la angustia, la ansiedad. Por eso necesitaba trabajar: para expresar, procesar e intentar comprender lo que le pasaba.
Llegan ecos de niños jugando en el patio de colegio ubicado junto a la parte trasera de la casa. A Louise Bourgeois, autora de la célebre araña gigante que habita a las espaldas del Museo Guggenheim de Bilbao, le encantaba escuchar ese rumor que filtraban sus ventanas. Le ayudaba, además, a saber cuándo había llegado la hora de comer. Le ordenaba el día.
En la parte trasera de esta vivienda reposa en estos días una de las réplicas de Maman (1999), la icónica araña de Bourgeois. Habita en un lugar que a partir del próximo mes de septiembre podrá ser visitado. La antigua casa del vecino está siendo reconvertida en espacio expositivo donde se podrán ver fotos de la artista, viejos carteles, escritos, esculturas, cuadernos de notas. Las arañas son uno de los elementos recurrentes de su obra. Aparecieron por primera vez en sendos dibujos que datan de 1947 y reaparecieron con fuerza a partir de los años noventa. A la artista francesa le atraían los arácnidos, insectos inteligentes, protectores y tejedores como lo fue ella en su infancia en el taller familiar de tapices medievales y renacentistas.
Louise Bourgeois, que falleció en 2010, a los 98 años, fue una creadora de honestidad brutal. Esculpía sus traumas, trazaba sus culpas, dibujaba sus obsesiones. “Pero era una mujer capaz de resucitar”, apunta José Lebrero, director artístico del Museo Picasso de Málaga, que el próximo 10 de junio inaugura Louise Bourgeois. I Have Been to Hell and Back (Louise Bourgeois. He estado en el infierno y he vuelto), una ambiciosa muestra sobre la artista francesa (nacionalizada estadounidense). “Los artistas lo pueden pasar mal”, añade Lebrero, “pero también son capaces, como lo fue ella, de sublimar este mal pasar y convertirlo en obra, haciendo partícipes de este tránsito sanador a los espectadores”.
Un pañuelo de cuadros con los bordes azules que la artista tejió en 1996, y en el que grabó el mensaje “I have been to hell and back. And let me tell you, it was wonderful” (He estado en el infierno y he vuelto. Y déjame que te diga, fue maravilloso), es la obra que sirve de leitmotiv y da título a la muestra. Procedente del Moderna Museet de Estocolmo, la exposición recoge más de 100 trabajos (47 esculturas, 44 dibujos en papel y piezas tejidas, y un lienzo), de los cuales 33 no se habían visto antes, según dicen los organizadores. La mitad de la obra expuesta, 52 trabajos, son posteriores al año 2000. Es decir, fueron creados por una Bourgeois octogenaria o nonagenaria.
La creadora de Maman fue una artista tremendamente prolífica hasta el final. Y es precisamente en los últimos años de su vida cuando sus trabajos adquieren mayor vuelo. “Yo soy un gran defensor de su obra de los años noventa y dos mil, es cuando ella llega a lo que realmente quiere contar, con economía de medios, precisión y claridad”, afirma Philip Larratt-Smith, canadiense de 36 años que comisarió una exposición basada en los textos de Bourgeois (incluidos los escritos psicoanalíticos; estuvo en terapia durante largos años). “Para la mayoría de los artistas, los últimos trabajos son posteriores al punto más alto de su obra; pero en el caso de Louise, no es así. Los trabajos más originales y radicales son los de su etapa final. Eso explica por qué tiene tan buena acogida entre los jóvenes artistas; la ven contemporánea”. Hacía tiempo que el comisario Larratt-Smith, que vive a caballo entre Dinamarca y Nueva York, no se acercaba a la antigua casa de Bourgeois. Aquí solía acudir él en los últimos años de la artista a leerle textos. “Siempre me pareció muy atractiva intelectualmente. Era una persona juguetona, irónica. Tenía un sentido del humor muy oscuro”.
Bourgeois tenía unas rutinas bien marcadas. Cada mañana, a las diez, Jerry Gorovoy acudía a buscarla para llevarla al estudio que tenía en Brooklyn, donde pasaba el día trabajando. Acudía allí seis días por semana. “Unos días estaba de mal humor porque algo le molestaba; otros, estaba fenomenal”, recuerda Gorovoy. “Louise sufría de un insomnio terrible”. En los últimos cinco años de su vida, podía estar cuatro o cinco días seguidos sin dormir.
Sus escritos revelan que tenía una fijación edípica con su padre”, afirma Philip Larratt-Smith
Este ritual diario queda recogido en 10AM is when you come to me (Las diez de la mañana es cuando vienes a mí) (2006), serie de dibujos que refleja la gratitud de la artista hacia su asistente. En ella se ven sus manos y las de Gorovoy acercándose, tocándose; el trazo se vuelve tembloroso en la última estampa, el reloj se pone rojo. Es el reflejo del miedo a que él no llegue, a que lo haga tarde.
“Ella solía castigarme destrozando sus obras”, relata Gorovoy con una imagen de Bourgeois junto al cantante Bono y al artista Damien Hirst a sus espaldas. Acusaba a su asistente de ser el que la obligaba a trabajar, a cumplir con los plazos. “Podía ser muy autodestructiva; y destructiva con otros. Tras comportarse así con alguien, se sentía culpable”.
Gorovoy, que compartía con Bourgeois un gran interés por el psicoanálisis, profundiza en las características psicológicas de la artista. “Se sentía culpable por no ser una buena madre. Por no ser una buena esposa. Su relación con sus padres fue complicada, hay mucho sentimiento de culpa en su trabajo. Llegó a Nueva York en 1938 y en 1941 ya tenía tres hijos. Aquello fue muy duro. Tenía que ser mujer, madre, y quería ser artista. Todo este conflicto entre esos roles le suponía una gran presión y se sentía culpable por no poder llegar a todo”.
Louise Bourgeois nació en el seno de una familia de clase media en el París de 1911. Sus habilidades para el dibujo no pasaron inadvertidas para su madre, que regentaba un negocio de restauración de tapicerías medievales y renacentistas. Ahí dio la pequeña Bourgeois sus primeros pasos como artista.
Un gran trauma de infancia marca su vida y su obra. El causado por la relación que su padre mantuvo con la tutora que le enseñaba inglés, Sadie Gordon Smith. “Lo que sus escritos de psicoanálisis revelan es que tenía una fijación edípica con su padre”, afirma Philip Larratt-Smith, hombre que empezó a trabajar con el archivo de Louise Bourgeois en 2002, ordenando todos sus escritos, diarios, agendas y apuntes, y que acabó comisariando una muestra con 93 textos de la artista bautizada como The Return of the Repressed (el retorno de lo reprimido). “Ella contaba que le odiaba, que le molestaba que fuera mujeriego; pero, en realidad, le idealizaba, le amaba”.
El retrato psicológico es complejo porque, por otro lado, experimentaba sentimientos de odio, resentimiento y celos hacia la figura materna, de modo que la coexistencia de estos conflictos emocionales dejará huellas en su discurso artístico.
El pintor cubista Fernand Léger fue uno de sus maestros en París. Bourgeois abrió una pequeña galería de arte en el seno del negocio familiar. Allí conoce a su marido, el historiador de arte norteamericano Robert Goldwater. Esa relación sella su salto a Estados Unidos, el lugar en el que desarrollará toda su carrera artística.
Llega a Nueva York en 1938, donde su marido la pondrá en contacto con el mundillo del arte. Conocerá a Willem de Kooning, a Mark Rothko y a franceses afincados en la Gran Manzana en los años de la Segunda Guerra Mundial como André Breton y Marcel Duchamp. Ahí empieza a sufrir de insomnio y descubre los efectos terapéuticos de la pintura.
“Ella deseaba tener hijos. Y su marido, al principio, no quiso”, explica Gorovoy. “Pero luego, cuando los hijos llegaron, ella, en realidad, no los quería; y su marido, sí”. En 1939 adoptan a Michel Olivier, un chico francés, huérfano. En 1940 nace su hijo Jean-Louis. Un año más tarde llega el tercer hijo de la pareja, Alain Matthew. Y en 1945 realiza su primera exposición en solitario, Pinturas de Louise Bourgeois, en la galería neoyorquina Bertha Schaefer. Así arranca su carrera.
Gorovoy recorre la casa a la que la familia se mudó en 1961. Aquí desarrolló la artista gran parte de sus trabajos de la década de los sesenta, setenta y ochenta (después trasladó el trabajo a un estudio en Brooklyn). En la segunda planta está la habitación que compartió con su marido. En 1973, cuando este falleció, decidió no volver a utilizar esa estancia que da a la parte trasera de la casa y se mudó a la habitación con vistas a la calle. Le encantaba sentarse a mirar por la ventana.
Un día acudió al MOMA y retocó una obra delante del público. Los vigilantes le afearon la conducta. Ella se rebeló
La estrecha cama en la que dormía sigue intacta, encuadrada en una librería. Allí reposan polvorientos ejemplares de Jules et Jim, de Henri-Pierre Roché, junto a obras de Proust, Malraux, Salinger y Erica Jong.
La artista franco-estadounidense expuso a lo largo de tres décadas en Francia y en Nueva York. Pero durante mucho tiempo fue, básicamente, un fenómeno underground. Hasta que se cruza en su camino Deborah Wye. La retrospectiva que comisaría en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA, en el año 1982, cambia el rumbo de la carrera de Bourgeois y le granjea, por fin, un reconocimiento internacional. La artista ya tiene por aquel entonces 70 años.
Wye recuerda que tuvo que enviar un camión del MOMA a casa de Louise Bourgeois seis meses antes de la exposición para evitar que siguiera retocando sus trabajos. “Para que, con su ansiedad, no lo volviera a cambiar todo”, señala con media sonrisa Wye, que fue comisaria de dibujo y obra impresa del museo neoyorquino. Recuerda incluso que, una vez inaugurada la retrospectiva, hubo un día en que Bourgeois se acercó por el MOMA y empezó a retocar uno de sus trabajos, con el público delante. Los vigilantes le afearon la conducta. Ella se rebeló. Para algo era la autora.
“Adoro cada una de sus fases artísticas, de sus esculturas y de sus dibujos”, dice Wye, que trabaja en la web que reúne todos los trabajos impresos de la artista neoyorquina (ha colgado ya 2.190 obras).
La soledad, el abandono, la maternidad. Son algunos de los grandes temas de su obra, en la que plasma todo aquello que le obsesiona. Sus creaciones experimentan un cambio importante en los últimos años, en que deja de volcar el antagonismo con su padre para reorientar su trabajo hacia la figura de la madre, utilizando materiales más suaves, recuperando la práctica de tejer de su infancia, usando paños y gomaespumas para sus esculturas. En los setenta-ochenta es reivindicada en los círculos feministas. A finales de la primera década del nuevo siglo, por el movimiento gay.
El valor de sus obras no ha dejado de crecer en los últimos 30 años. Lo explica en conversación telefónica desde Zúrich Iwan Wirth, galerista y uno de los embajadores de la obra de Bourgeois en la Europa de los noventa. “Pero comparada con artistas de su generación, en mi opinión, todavía está poco valorada”, dice, en términos de mercado. Una escultura de Giacometti se puede vender por 115 millones de euros; una de Bourgeois, por 13, ilustra.
La etapa que compartió con Gorovoy, sus últimos 30 años, fue la más prolífica de su carrera. La que generó la mayor parte de las obras que se podrán ver en Málaga. El asistente y amigo dice que echa mucho de menos a la artista franco-americana. Que aprendió mucho con ella. “Era alguien intensamente sensible, visualmente inteligente. El modo en el que percibía el mundo era tan único…”.
Su arte fue su terapia hasta el final. De ahí la fuerza y honestidad de sus trabajos. En una entrevista concedida en la segunda mitad de los ochenta a Christiane Meyer-Thoss, Bourgeois dijo: “No estoy interesada en la belleza de la piedra. La doy por hecha. Yo intento expresar los devastadores efectos de las emociones que experimentamos. Ese es mi tema”.
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