La arquitectura de los pájaros
La primera vez que vi en vivo al colibrí fue en el 'hall' de un hotel de lujo en Alemania. Columnas de cristal llenas de colibríes. Una pesadilla futurista
No hay arquitectura más hermosa que la de los barcos, sin desdoro de las expresionistas grúas portuarias. Me gustan hasta los buques de guerra, cuanto más herrumbrosos mejor, arrastrando un épico remordimiento, lo que los militares ilustrados todavía llaman “la pena de Marte”. Aunque para arquitectura épica la balandra de once metros que construyó Joshua Slocum con los restos de un pesquero de ostras, el Spray, con el que partió de Boston el 24 de abril de 1895. Fue el primer navegante en dar la vuelta al mundo en solitario. Cuentan que lo hizo para olvidar un gran amor. Aunque tales amores también circunnavegan.
Pero ahora mismo estoy reconsiderando mis preferencias sobre la naturaleza arquitectónica. Llevo horas observando fascinado la construcción sutil de una esfera como hogar, un minimalismo cósmico. Pienso en la sutileza mística de Peter Zumthor, el arquitecto suizo, carpintero en la juventud, a quien llaman “apóstol de lo real”. Pero quien está trabajando ante mis ojos con ímpetu panteísta, ignorándome por completo, como hacen los operarios con los desocupados mirones de obra, es un pájaro minúsculo, ¡minimalista!, al que Linneo tuvo el humor de llamar “cavernícola”: Troglodytes troglodytes. Es el chochín o carrizo, tan discreto de color que se hace invisible, hasta que se alza con una voluntad de estilo en el que nada es vulgar. Tiene un aire, y un vuelo, de colibrí socarrón.
La primera vez que vi en vivo al colibrí fue en el hall de un hotel de lujo en Alemania. Columnas de cristal llenas de colibríes. Una pesadilla futurista. Quedó una cicatriz en la mirada que en parte se curó con una larga caminata en Brasil, en el mato de Rio Grande do Sul. Después de vadear a pie varios ríos, llegamos al sendero de los colibríes, que allí llaman bica-flor. A su lado, una vez que confían, aprendes a caminar de nuevo, en vilo, olvidando la pulsión de dominar. En la arquitectura de los nidos, tiene mucho prestigio internacional el del colibrí de garganta rubí o Archilochus colubris. Lo construye la hembra con ramas, telas de araña y una gradación de líquenes que asombraría al pintor Rothko. La hembra pone dos huevos del tamaño de guisantes y los incuba y cría en solitario.
Las sociedades de protección y observación de aves cuentan con más asociados que los clubes de fútbol
Mi cavernícola se compromete algo más. Es polígamo, pero asume la tarea de construir un nido para cada pareja. Lo hace con el esmero del colibrí. Veo cómo escoge y transporta cuidadosamente los materiales. Combina el musgo seco y el húmedo con una precisión de maestro albañil. Y hace su esfera, frágil e invencible, con un “suplemento de vista”, con una simetría del camuflaje, a la vez visible e invisible, como ese grafiti que dice en una pared de Lisboa: Respeito a claridade, mas procuro o mistério (respeto la claridad, pero busco el misterio).
El recuerdo de Zumthor me trajo el de otro suizo genial, el escritor en lengua alemana Max Frisch, autor de Homo faber y unos diarios esféricos y claroscuros como nidos del Troglodytes. Max Frisch era uno de esos magníficos rebeldes pesimistas capaces de hacer sonreír a la mismísima Melpómene, la musa que llevaba la máscara de la tragedia. Frisch era de la estirpe de un colega portugués que me alegra el día cuando le pregunto cómo va todo y él responde: “Óptimo, infelizmente óptimo”. O de esa amiga argentina, Lorena, que a la pregunta rutinaria de qué tal la vida me contesta con un porteño revés macanudo: “¡Cansada de subir al pódium, che!”.
Max Frisch nos legó, entre otras luces, la que para mí es la más sugestiva y útil definición de democracia: “Democracia significa más democracia”. A propósito de más democracia, estoy seguro que a Max Frisch le hubiera divertido el juego de “democracia ornitológica” que se practicó esta primavera en Reino Unido. Al margen de la jornada electoral política, mucha gente participó en una iniciativa para elegir a su pájaro preferido. Las sociedades de protección y observación de aves cuentan con más asociados que los clubes de fútbol. Y aunque es el país donde mejor cantan los hinchas, no hay himno comparable al de un petirrojo en la expectación del crepúsculo o de un mirlo embriagado de enebro. En la votación se trataba de elegir el national bird, el pájaro nacional. Aunque la ocurrencia nos pareció en principio un campeonato de Marear la Perdiz, un grupo de amigos acabamos contagiados de “democracia ornitológica” y discutimos apasionadamente sobre nuestro pájaro preferido.
Yo voté, claro, por el compañero carrizo. Pero todo lo zanjó el ilustrado Pereiro, en un arrebato punk: “¡El pájaro nacional de España es el espantapájaros!”.
elpaissemanal@elpais.es
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