Un árbol caído
A finales de la séptima década del siglo XX, España está de moda. De repente, se ha convertido en antagonista de sí misma
Todo es verdadero porque es conocido, hasta familiar.
La urbanización se llama El Tomillar y está en la sierra de Guadarrama, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de Madrid. Muy cerca está el pueblo, pero sus habitantes viven en un mundo distinto. La urba es el reducto de un puñado de matrimonios amigos, jóvenes profesionales con cierto éxito y un futuro halagüeño, tan prometedor como el de su propio país. A finales de la séptima década del siglo XX, España está de moda. De repente, como por ensalmo, se ha convertido en antagonista de sí misma, y lo que hace muy poco era antiguo, monótono, gris y rancio, se ha vuelto moderno, divertido, multicolor y chispeante. Todo va bien, e irá mejor mientras las jóvenes parejas de El Tomillar –niños de papá que jugaron a la revolución en su juventud, se cansaron antes de tener tiempo para desencantarse y han encontrado un equilibrio discreto entre la razón y el corazón, entre su cuna y sus sueños, sus ansias de nadar y la cordura de guardar la ropa– se preparan para recibir la tajada que les corresponde del pastel de la modernidad. Este es el bosque donde todos los árboles aún están en pie, en su sitio, cuando un fantasma retorna del pasado.
La última novela de Rafael Reig, Un árbol caído, toma su título de las palabras que el diputado andalucista Alejandro Rojas Marcos dirigió a Adolfo Suárez en el Congreso el 29 de mayo de 1980. El relato arranca casi exactamente un año antes, cuando dos vecinos de El Tomillar, el futuro novelista de éxito Pablo Poveda y el futuro dirigente del PSOE Alex Urrutia, se sientan a jugar una partida de ajedrez que se convierte en el eje que estructurará toda la novela. En la apertura, los dos contrincantes y quienes les rodean están conmocionados por el anunciado retorno de Luis Lamana, conocido en su juventud por un mote infame, Gordito Relleno. En la mesa de al lado, donde Johnny, el hijo del carpintero del pueblo, también gordo, también ajedrecista, observador y callado, les mira entre otros chicos de su edad, la noticia del regreso de Lamana, el desarrollo de la partida, sólo parece afectarle a él.
Johnny nunca renunciará a ese diminutivo anglosajón, tan hortera, que sólo se atrevería a usar un muchacho del pueblo
Si esta novela no la hubiera escrito Rafa Reig, se parecería mucho a la que ustedes creen que es con la información que les he dado hasta ahora. Pero como esta novela es de Rafa, un escritor capaz de escribir un Manual de literatura para caníbales y aplicarse sin piedad sus propias reglas, la emoción y la ironía, la ferocidad y la ternura, la sorpresa y la memoria acechan al lector donde menos se lo espera. Ningún lector se atrevería a esperar tampoco a Lourdes, Mari Lourdes, Mary Lou, Lou, la reina inconcebible, la asombrosa seductora que destrona de un plumazo a la morena de rompe y rasga que reinaba sobre El Tomillar y a su hija y heredera, una chica digna de salir en las fotos de los anuncios de Coca-Cola. Ajedrecista inesperada, naturista espontánea, exhibicionista enamorada, Venus de Willendorf, primaria y esencial, Lourdes es la mujer primera que acaba siendo la única. Ningún personaje de Rafael Reig había sido nunca tan digno del amor, del apetito de los lectores caníbales como esta mujer tonta e inteligente, inconsciente y sensible, transparente e indescifrable, arrolladora siempre y en todas sus contradictorias facetas.
Los ojos de Johnny, que nunca dejarán de ser los del hijo del carpintero, a quienes los padres de sus amigos tratan con la condescendiente amabilidad de los progres que alientan a sus hijos a tener amigos de clase inferior a la suya, miran a Lou y registran el progreso de las piezas sobre el tablero. Johnny nunca renunciará a ese diminutivo anglosajón, tan hortera, que sólo se atrevería a usar un muchacho del pueblo. Tampoco dejará de ser nunca un chico gordo, serio y callado, ni siquiera cuando logre triunfar en la vida. Sus triunfos, muy modestos pero triunfos al cabo, jalonan un destino muy distinto a la derrota de algunos de sus amigos, hijos de los grandes triunfadores de la urba que acabarán por ser árboles caídos, sombras malogradas del estrepitoso espectáculo de luz y color que marcó un tiempo, una época de la historia de este país. Cuando todos los troncos vayan cayendo, cuando los focos se apaguen, uno por uno, para dejar un triste rastro de purpurina vieja sobre lo que parecía hecho de oro puro, la mirada del hijo del carpintero, un chico gordo con un vulgar nombre de paleto, sostendrá una historia en la que podemos reconocernos como en el reflejo del espejo del cuarto de baño de cada uno de nosotros.
La primavera es la estación de los libros. Si escogen éste, Johnny y Lou devorarán sus corazones y les ofrecerán los suyos a cambio. Habrán hecho un buen trato, no lo duden.
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