Chocolate amargo
El mundo está sometido a una fluctuación constante. Lo sé. Y el aspecto de nuestras ciudades cambia cada día
Pensé que había aterrizado en otro sistema solar. La Bombonera de Barco, decía el cartel. En mi calle. En este barrio hasta hace poco tan despreciado… No soy golosa, pero un día me decidí a entrar en aquella tienda minúscula y vi a Teresa, con delantal a rayas, una cinta del pelo multicolor y su sonrisa pintada de rojo, bañando en chocolate cerezas y palitos de naranja confitada. Me volví adicta y durante unos años disfruté de esa alegría, hasta que hace unos meses Teresa tuvo que echar el cierre. ¿Falta de clientes, que no de éxito? La habían entrevistado aquí y allá. En televisión, en la prensa, en la radio. ¿Ahogada por los impuestos? ¿Exceso de especulación por parte de los dueños de los locales en época de crisis? El mundo está sometido a una fluctuación constante. Lo sé. Y el aspecto de nuestras ciudades cambia cada día. En un fragmento de Kafka, los edificios en torno al narrador se derrumban como si fueran de cartón y los viandantes caen fulminados en mitad de la acera. Nadie parece asustarse, mientras tenderos y conserjes ocultan los cadáveres en sus establecimientos y porterías.
También Pilar cayó hace un mes. Con sus trapos, su ilusión y una bondad que apenas le cabe en el cuerpo. Y es que hasta los comerciantes tienen su corazoncito. Hace un mes, el dependiente de una papelería a pocos metros de donde despachaban Pilar y Teresa lloraba desconsolado porque el negocio iba a cerrar. Al cabo de 30 años. Espero que Teresa, desde su casa, pueda seguir con sus bombones sin preocuparse por los números, mucho más amargos que el chocolate más negro. Y Pilar, salir adelante con otra idea. Porque en ningún oficio basta con hacerlo bien. Como tampoco con el esfuerzo. Ni con el talento. Siempre hay algo que se nos escapa… Vuelve a haber grúas sobre la ciudad.
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