La artista pirata
En los últimos años, en la realidad y en el cine, la televisión, el cómic y la literatura, el 'hacker' se ha configurado como un nuevo héroe cultural
Núria Güell, bendita juventud, parece no haber matado una mosca en su vida. Siempre lleva grandes aros de colores, nunca se pone maquillaje: su cara transparenta franqueza hasta que te fijas en sus pupilas y descubres, al fondo del túnel, un plan de huida. Son varios kilómetros de simpatía inofensiva, pero ahí están, tras la escotilla de la cuenca ocular que da al cerebro, los planos de la cámara acorazada, las vías de escape que llevan al museo, el plan B para denunciar la caja B. A veces se pone una gabardina de piel chillona y entonces sí queda claro que es una artista hacker, una agente secreta, una pirata.
Una de sus tácticas habituales es la cámara oculta: “He descubierto que todo es actitud, al inicio me preparaba artefactos elaborados para disimular la cámara”, me cuenta. “Con el tiempo, uso la técnica del turista o del ciudadano estresado que no puede soltar el teléfono móvil, la cámara encendida, solo es cuestión de estar segura y mirar a los ojos de tu interlocutor, y así he grabado a tenientes de la policía, a asesores de Esade…”. La técnica de la hipnosis, el túnel ofensivo, la mosquita muerta.
Para que nadie vea a la hacker que busca los fallos del sistema y atraviesa el muro matrix para reprogramar desde dentro, como hizo en el Museo Reina Sofía con el proyecto Arte político degenerado, en complicidad con Levi Orta: creó una sociedad anónima en un paraíso fiscal y le cedió el control a un grupo activista. Para que nadie descubra a la agente secreta que compró todo tipo de repulsivo merchandising fascista a la Fundación Francisco Franco y enterró las cajas de noche y con alevosía, en una cuneta (Resurrección). Para que nadie delate a la criminal, hija de V de Vendetta, que fue capaz de ofrecerse como esposa de cualquier cubano que necesitara papeles para emigrar (Ayuda humanitaria) y de diseñar formas de expropiar dinero a entidades bancarias (Aplicación legal desplazada).
“Lo que me resulta más interesante es cómo a través del pasaporte del arte puedes reclutar informantes institucionales que, sin saberlo, se hacen cómplice de tu objetivo”, me dice. Le pregunto si el arte político pasa necesariamente por esas vías: “No, son metodologías que a mí sí que me interesan. Para mí el arte político es el que logra desarticular el discurso dominante que nos sujeta como sociedad, y esto sí pasa necesariamente por interpelar al espectador, afectarlo hasta obligarle a posicionarse”.
Eso es lo que buscan, en paralelo, artistas como Güell, movimientos como Anonymous y personajes como Assange o Snowden. No solo en la realidad, también en el cine, la televisión, el cómic y la literatura de los últimos años se ha ido configurando el hacker como nuevo héroe cultural. “Colaborar con ellos en el contexto activista es un chute de energía”, me confiesa. “Lo que más admiro es su pasión y su ética, que desafía el capitalismo, usan la creatividad y la libertad en función del conocimiento libre y de generar valor social”. El artista tiene el deber de usar su creatividad para generar estética (material o ideal) que incomode. Güell lo consigue. Hace unos años recibió este correo electrónico: “¿Quieres que te tire ácido sulfúrico en la cara, o que te pegue un tiro en la nuca? ¿Cuándo será? ¿Hoy? ¿Mañana? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de tres?”. Venía acompañado por un plano en que estaba marcada la casa de sus padres.
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