María Marte, una Cenicienta Michelin
Emigró de la República Dominicana a Madrid y empezó su carrera entre fogones fregando platos en el Club Allard. Hoy, con dos estrellas michelin, es la chef de este local.
Entre el sancocho de la República Dominicana y un cocido madrileño media una distancia térmica y atlántica. Entre las confituras de papaya de Jarabacoa y el arroz con leche de cualquier mesón, un océano de azúcares. Entre la carne asada que dio fama a don Mariano Marte, alias Papito, en el Rincón Montañés, restaurante de referencia en su pueblo caribeño, y las cupcakes de trufa y huevo de su hija María o el chupito de pez mantequilla con espárrago blanco, el recorrido que separa ambos manjares no solo es la tradición, sino dos estrellas Michelin.
También una vida de lucha y empeño, una cazuela de decisiones tomadas al raso, la determinante apuesta por las oportunidades aprovechadas en un mundo que no regala nada pero tampoco desprecia con tal de seducir paladares. María Marte, de 37 años, la cocinera que de una vida sin papeles al triunfo en la alta cocina ha construido una peripecia ejemplar, es una de las mayores sensaciones de la pujante cocina latinoamericana mundial con sede en Madrid. Concretamente en el Club Allard, restaurante de justas alharacas y ritmo maratoniano, un local que ha ido creciendo paso a paso, donde este talento natural dominicano, sin aditivos ni artificios, con la materia prima de una estremecedora fuerza de voluntad, sin palabras de más pero tampoco razones de menos, ha encontrado la plataforma para deslumbrar con su arte de aroma mestizo.
A la sombra de Diego Guerrero, cocinero reconocido y ahora triunfante también en su nuevo local, DSTAgE, esta mujer aprendió el oficio y fue adhiriendo galones a su chaqueta blanca. Desde la que se vistió como soldado raso –“la de pelar patatas”, dice ella– a la de chef, con la que recibe ahora, en plena ajetreada mañana de febrero, mientras domina un batallón de 15 personas a sus órdenes en la cocina. “Más que un ejército, me gusta considerarlo una orquesta”, comenta María Marte.
Aun así, le gusta recordar la lucha que le ha llevado hasta donde está hoy. Una batalla en la que no hay espacio para rencores, sino una bien provista despensa donde se acumulan los agradecimientos. Donde no le valió jamás desfallecer, sino sobreponerse. En su sonrisa unívoca y preponderante, en sus recuerdos y su aprendizaje, cabe la nostalgia de una tierra que dejó, pero donde asumió las bases del oficio.
“Entré en el restaurante de mi padre con 12 años a trabajar”. Era la pequeña de ocho hermanos, espabilada, dispuesta y con el oído atento a su madre, fina repostera. En Jarabacoa se vivía entonces un tanto del turismo de actividades de riesgo, otro tanto del cultivo local. “Todas las muchachas, en algún momento, acabábamos limpiando café en la fábrica”, recuerda María. De los arroces, los helados y los guisos más tradicionales de la cocina de su pueblo pasó a una tímida sofisticación local gracias a un curso de pastelería en que se metió con 16 años y a los consejos que seguía atentamente en Utilísima: “Un canal dedicado casi entero a la gastronomía que, cuando voy, sigo viendo”.
Con esos mimbres y tres hijos a quienes criar a los 22 años, se decidió a emprender un catering en el pueblo: “Como vivíamos en una casa con patio y teníamos espacio para hacer cosas, monté ese negocio. Yo me amanecía cocinando”. Los hijos eran de diferentes parejas, y Julio, el mayor, se vino a España con su padre. La madre decidió salir detrás: “Ahora me ha saltado con que también quiere ser cocinero y se ha largado a Nueva York”.
El paso suponía empezar de cero en un país extraño. Pero al llegar no le costó, gracias a su excompañero, encontrar trabajo precisamente en el Club Allard. Para fregar. Tres horas. “Y ahora viene lo bueno…”, empieza con el cuento María. “Yo llegué a Madrid siendo una luchadora. Aquí me convertí en soñadora”.
Se trata de una más que sana transformación al alcance de pocos elegidos. ¿Cómo se dio tan alucinante proceso? “Mientras lavaba platos, así, en ratos muertos, me fijaba en los cocineros. Siempre me hacía la misma pregunta: ‘¿Y si yo estuviera del otro lado?”. Así que pidió la oportunidad de probar. Se la dieron con la condición de no dejar su obligación primera. Limpiar la cocina. Aceptó. Reponía fuerzas como bien podía. “Dormía un rato en la escalera y volvía a empezar. Entraba a las diez de la mañana con la chaquetilla de pelar patatas y en eso terminaba a las cuatro y media. Después me vestía el delantal de fregar y a ponerme con todos esos cacharros, madre mía, luego otra vez, a las ocho, a seguir pelando y demás hasta las once y media de la noche. Terminábamos el turno y dale con los platos y a pasar suelos hasta las dos y media o así. Era la primera en llegar y la última en marcharme. Ahora también, pero en vez de fregar, me doy a las relaciones públicas”.
Lo peor era el frío. “Llegué en verano, pero, cuando vino el invierno, empecé a rodearme de bufandas y apenas me quedaban en la cara ojos para ver”, afirma María. Choque cultural y bofetada térmica por partida doble. Porque acerca del carácter más arisco en la meseta que entre las cálidas brisas caribeñas ya llegaba aleccionada: “Mi abuelo era español y muy resabioso, de ahí me venía parte del carácter. Me echaba cuentos sobre la guerra. Yo presumía de él por todo el pueblo, era muy guapo”.
Entre fregoteos a media tarde o de madrugada y labores extras de pinche, María echaba el ojo alrededor. Hasta que un día le dijeron: “Haz una menestra”. Se puso a ello. “Le metí vainas, calabacín, tomate, brócoli y maíz. La hice con mucho cariño y el cliente me felicitó por ello. Todos se quedaron mirándome”.
La cocina había crecido. Cuando María entró en el Club Allard eran cuatro entre los fogones. Guerrero llevó a cabo la transformación de un restaurante más tradicional al diálogo con la vanguardia. María Marte vivió todo ese proceso desde que el chef la liberó de su primera labor. El día en que le propusieron armar una comanda ya se había preparado a fondo. “Me sabía de memoria un libro que me regalaron de cocina profesional donde venían todos los utensilios con sus nombres, que me aprendí. Desde el cazo a la batidora de mano”.
¿Y el gusto? ¿Y el toque personal? “Eso ya venía conmigo…”. Lo que no traía del Caribe era la manera en que se denominan los diversos pescados en España. Fue aprendiéndolo cuando se hizo cargo de ese campo. “Lo mismo que de las carnes caras. Pero le fui cogiendo cariño a todo. Un buen chef no solo debe enamorarse de una partida”. Lo observa a modo de advertencia.
El estudio iba compaginándose con la experimentación. En 2007 les otorgaron la primera estrella Michelin. “¡En Jarabacoa qué iban a saber lo que es eso! Teníamos la noción de que eran algo así como los oscars de la cocina, no más”. Tampoco es que el común de los mortales supere esa comparación. Más en un mundo entregado a la dialéctica del espectáculo. La segunda llegó en 2012. El camino hacia la cima, todo aquello le provocaba una curiosa mezcla de diversión, placer y ultrarresponsabilidad.
También entraba en ese guiso interior el gusto por la creatividad. Y en dicho campo, despojada ya de la sombra de su mentor, María demuestra poseer muchas dotes. Como en el cuidado de las cosas. “Fue la madre de María quien se lo inculcó, la delicadeza viene de ella”, comenta la propia Marte, que a veces salta a la tercera persona.
La salida de Guerrero supuso un trauma. Pero no pasó de resultar momentáneo. El cocinero lo anunció por la mañana y había que salir a atender las mesas. Recuerda cierto desconcierto. “Aquello fue muy repentino. Los dueños, que son unos seres con dos dedos de frente, nos reunieron…”. Aquel día, sin duda, tocaba dar un paso al frente: “Los clientes están llamando al timbre. Yo respondo por el Club Allard”, soltó María ante la tropa y sus propios responsables. Y ocurrió, curiosamente, que no pasó nada, que nadie notó la diferencia.
No transcurrieron muchos meses entre la salida de Guerrero y la decisión de nombrar chef a María Marte. “Me dieron la oportunidad. Ni me preguntaron, pero al tiempo me estaban diciendo: ponte las pilas y empieza a correr. Entonces ahí sí que empieza lo requetebueno…”. Luisa Orlando, directora del Club Allard: “Nos transmitió fuerza, confianza, dotes creativas y arrojo”, comenta.
Un cambio a mejor para ella y la empresa. Su sueño cumplido y sin techo aún. Aparte de las dos estrellas conservadas en la última edición de la guía, la web Trip Advisor señala la cocina de María Marte como la mejor de la capital, la segunda de España y la sexta mundial.
La dominicana ha conseguido una fusión de identidades que asombra por su medida elegante y la imaginación natural del mestizaje que impone a su amplia paleta de sabores. Acompaña un rape con sancocho, mezcla el pisco sour con la flor de hibiscus, plantea juegos preliminares para que nos zampemos las tarjetas de visita que reciben al comensal en la mesa con una salsa ad hoc, revierte el secreto ibérico en un asado carbonizado de su tierra…
Los menús son un misterio. Los comensales están seguros de que no degustarán nada alérgico, previo sondeo. Poco más. Conviene dejarse llevar por la delicadeza de sus aperitivos, el sabor intenso de sus platos principales, la capacidad de sorpresa en la transición de sus prepostres y el remate de los dulces presentados en esculturas identificables de chocolate o con la doble utilidad de ser a la vez tizas y alimento no muy calórico.
“María respeta el sabor”, comenta volviendo a la tercera persona. “Lo hace a través de la creatividad. El producto es protagonista. María lo viste, pero un rodaballo es un rodaballo”. Su posición favorita dentro de la cocina es el emplatado. “Todo pasa por las manos de María”. Fue algo que se ganó cuando aún no era el mando principal en la cocina y Benito, el maître, subió y dijo: “Hay que reconocer que es la primera vez que salen limpios de aquí”.
A partir de entonces, nada podía detener el toque de esta mujer producto del trabajo duro y la sorpresa de su hazaña. Hoy vuela alto en un mundo que observa la tardía eclosión ascendente de la gastronomía madrileña donde ella se ha colocado en primera fila. Una ciudad que se adhiere en su imparable crecimiento al mestizaje de María Marte, la cenicienta con dos estrellas que no ha hecho más que empezar a asombrarnos como la princesa de la corte.
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