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Todo vale, todo cambia

Los aspectos comerciales se han impuesto a los artísticos en el mercado global de la moda. Pero la artesanía y la responsabilidad social pesan como argumento de compra.

"Aunque los números salgan, el panorama no es tan optimista desde el punto de vista sociocultural".
"Aunque los números salgan, el panorama no es tan optimista desde el punto de vista sociocultural".Juan Gatti

Las informaciones económicas, tan cotidianas últimamente, indican que la industria de la moda está resistiendo la crisis razonablemente bien. Se refieren, en concreto, a la bonanza que atraviesan el lujo y las marcas low cost y deportivas que, en general, han mejorado notablemente sus cuentas de resultados. Sin duda, los criterios globalizadores del neocapitalismo están en el origen de este éxito. La deslocalización de la producción y la modulación de las fronteras comerciales han sido claves para esta etapa de prosperidad. Lamentablemente, en algunos casos, hay que recordar las injusticias laborales cometidas por las empresas o su insensibilidad medioambiental, extremos denunciados por los medios de comunicación e ignorados, a la vista de los magníficos resultados, por muchos de los consumidores.

Pero, aunque los números salgan, el panorama no es tan optimista desde el punto de vista sociocultural. Con la llegada de grandes compañías multinacionales, la moda se ha transformado en un negocio global de gran calado y la imposición de tantos valores mercadotécnicos ha debilitado sus aspectos artísticos y culturales en favor de los meramente comerciales. Por ejemplo, las nuevas tecnologías de comunicación han favorecido la globalización de los hábitos de consumo y la consiguiente estandarización de los gustos y estilos de vestir a nivel planetario. En una escena dominada por las blandas tendencias que proyectan las marcas hegemónicas y con la antaño inspiradora moda callejera en horas bajas, el acto íntimo de cubrirse está perdiendo vigor creativo y capacidad subversiva.

A mediados de los ochenta, la forma de vestir de la gente “a la moda” estaba plagada de mensajes y expresaba una palmaria adscripción a ciertas ideas y estilos de vida. La originalidad en la construcción de la imagen personal y la extravagancia eran especialmente apreciadas. Los chándales y la jeansmanía llegaron después.

Ni viajar con maletas de Vuitton es signo burgués, ni se considera vulgar un jersey de Zara”

Los jóvenes encontraban la inspiración, sobre todo, en la imagen que proyectaban las bandas de música y en la ropa de segunda mano. Las marcas que molaban, como Gaultier o Yohji, eran minoritarias y caras, y desempeñaban un papel definitivamente secundario en nuestra indumentaria. Chanel o Dior (marca que entonces siempre iba precedida de Christian, el nombre de pila de su creador) estaban reservadas a la más conservadora burguesía de gusto provinciano. Yves Saint Laurent se vendía en grandes almacenes, a pesar de la prestigiosa retrospectiva que Diana Vreeland le había dedicado en el MET en 1983. Balenciaga, para muchos, llevaba a una relación mental con la mercería de la esquina donde se vendían buenas medias… Aunque no se discutía el talento de estos maestros, sus marcas se identificaban nítidamente con una ideología en decadencia o estaban devastadas, al menos desde el punto de vista de la imagen, por políticas de distribución y licencias poco rigurosas.

La situación comenzó a cambiar cuando los propietarios de Chanel contrataron a Karl Lagerfeld y le encomendaron una renovación de la marca que permitiera proponerla de nuevo al mercado. Aunque entonces parecía que Coco jamás aprobaría lo que estaba haciendo Karl con su nombre, la revisión que hizo el alemán de la casa de modas más famosa de la historia fue bastante respetuosa, al menos en aquella época. Probablemente animadas por el éxito de esta operación, en los últimos 25 años, grandes corporaciones industriales extrañas al sector se han lanzado a comprar vetustas casas de costura y haute maroquinerie y a ponerlas en marcha, pero ahora ya sin atisbo de lealtad a sus legados artísticos. Esta vez la pirueta de marketing ha sido más agresiva: tras poner orden en sus licencias vergonzantes, se ha quitado a las marcas sus atributos de estilo más genuinos para hacer colecciones de ligero prêt-à-porter (y, sobre todo, de complementos asequibles) que pueden venderse tanto en Shanghái como en Dallas. Para ello se ha contratado a enfants terribles del diseño más puntero y se han puesto a su disposición maestros patronistas, materiales preciosos, desfiles cañeros con musicón, billetes de avión en primera clase y suntuosas suites de hotel.

Paralelamente, el aparato propagandístico de las industrias se ha encargado de volver a excitar el efecto hipnótico que las marcas de los grandes couturiers del siglo XX, con su promesa de lujo y distinción y su fantasía de estatus, han ejercido siempre sobre el imaginario de los consumidores de todo el mundo. Costosas campañas publicitarias, megatiendas diseñadas por los mejores arquitectos y estrellas de cine disfrazadas sobre alfombras rojas han sido decisivas para conseguirlo.

Para satisfacer la soñadora demanda de las clases medias, sofisticados programas de marketing han suavizado los requisitos de acceso a los productos 'de lujo'

Aunque esta banalización que han sufrido las marcas históricas es uno de los fenómenos más característicos de la moda actual porque evidencia su enfoque fuertemente mercantilista, sería injusto no reconocer algunas aportaciones significativas que debemos a estas colaboraciones a contrapelo, aunque sea en el territorio del alto estilismo: sigue siendo estimulante la recuperación del glam setentero y festivo con el que Tom Ford dio la vuelta a Gucci, o el trabajo de Hedi Slimane para Dior Homme que marcó una rotunda inflexión en la imagen masculina que todavía perdura.

El vaciado de identidad de las grandes marcas ha sido acompañado también por un proceso de homologación social (¿democratización?) del mercado. Para satisfacer la soñadora demanda de las clases medias, sofisticados programas de marketing han suavizado los requisitos de acceso a los productos “de lujo” mediante la habilitación de gamas de pequeños artículos más asequibles y de canales de distribución alternativos. Por otro lado, las élites acuden sin rubor a las grandes superficies y rebuscan en los montones de ropa low cost… Ni viajar con maletas de Louis Vuitton es un signo burgués, ni se consideran vulgares los jerséis de incierto cachemir de Zara. En la alegre kermés del consumismo interclasista todo vale. Cuando lo consiguen, las tendencias se imponen con dificultad porque no están conectadas con los deseos y necesidades reales de la gente, ni con el pulso cultural del momento, sino con una ficción mercadotécnica.

Sin embargo, como en otros ámbitos, también en la moda parece percibirse una brisa esperanzadora: se dice que la esclavista industria china de la confección ha dejado de ser la panacea, que crece la demanda de trabajos artesanos, que el mercado empieza a valorar los criterios de responsabilidad social y comercio justo… Y además, siempre nos queda Comme des Garçons. ¡Uf, menos mal! Estaba quedando un artículo algo sombrío…

Luis Arias fue director de Sybilla entre 1985 y 2003. En la actualidad colabora con la firma como consultor.

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